— ¿Que no sabes conducir? — repitió como entre sueños.
— Ni pajolera idea.
Maldijo por lo bajo, y estoy convencida que no me maldijo a mí por mi ignorancia, sino que se maldijo a sí mismo por ser tan absurdamente chapucero como para hacer planes sin tener en cuenta algo tan evidente como el hecho de que una pobre estudiante que vivía gracias a la magnanimidad de una millonaria pervertida no tenía por que haber aprendido a conducir un coche. Sobre todo cuando sabía sobradamente que nunca había tenido coche.
— ¡Mierda! — exclamó-. Alejandro se va a disgustar. Tenía mucho interés en que fueras tú quien llevara a cabo este trabajo.
— También a mí me hubiera gustado — admitió seriamente. Y no mentía.
Quedamos en que lo primero que tenía que hacer era tomar clases con vistas a sacar el carnet de conducir. Luego ya veríamos.
Cuando se alejó, cabizbajo, no pude por menos que sonreír para mis adentros, puesto que aquella situación se me antojaba sinceramente divertida.
No obstante, al propio tiempo me apenaba comprender que eran situaciones como aquélla las que habían propiciado que un día, en una lejana y tranquila ciudad que nada tenía que ver con absurdos problemas políticos, un coche-bomba explotara antes de tiempo segando una vida inocente.
La ineptitud siempre se me ha antojado el defecto más profundamente despreciable, y una lacra muy propia de nuestra mentalidad y nuestra forma de ver el mundo. Pero cuando esa ineptitud pone en peligro la vida de seres humanos se convierte a mi modo de ver en un crimen doblemente punible.
Nos ha tocado nacer en un país en el que incluso aquellos que tienen la obligación de perseguir y aniquilar a los terroristas demuestran ser inconcebiblemente chapuceros, y no es de extrañar, por tanto, que si preclaros cerebros que cuentan además con todos los medios que les otorga el poder actúan de una forma tan mediocre, aquella impresentable pandilla de iluminados cometiera errores tan garrafales.
Me inscribí en una autoescuela.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Si mi futura carrera de terrorista dependía de un carnet, mi obligación era obtenerlo, y me apliqué a ello con toda la intensidad con que soy capaz de hacer aquello que me importa.
Mi siguiente misión fue vigilar un banco.
Los bancos no se mueven de sitio.
Abrí una cuenta corriente y me dediqué a acudir a ingresar o sacar dinero un par de veces por semana, estudiando a conciencia las idas y venidas de los empleados y las medidas de seguridad con que contaba.
Pensaban cometer un atraco.
— ¿Sabes manejar un arma?
¿Cómo esperaban que supiera manejar un arma si no sabía manejar un coche? La gente no va por ahí pegando tiros, y era de suponer que aún seguía siendo una timorata e inofensiva provinciana.
Emiliano me comunicó que Alejandro había apuntado que sería conveniente que pasara el próximo fin de semana en el caserón, donde tendría ocasión de aprender a disparar.
Supongo que tal vez abrigaba la secreta esperanza de enseñarme algo más íntimo, pero llegué a la conclusión de que no era momento de poner trabas ni hacerse la remilgada. Más bien, por el contrario, me interesaba reencontrarme con Alejandro.
El mismo viaje nocturno, las mismas vueltas y revueltas y,¡bendito sea Dios! la misma camisa a cuadros amarillos.
¿Qué respeto — o qué interés- aspiraba a infundir alguien que parecía amar semejante prenda de vestir más que a sí mismo?
No obstante, en esta ocasión se le advertía recién bañado y afeitado, con el pelo muy limpio y oliendo a Egoiste, de Chanel.
Sonreía de oreja a oreja, y lo primero que hizo fue lanzar una esquiva ojeada a mi escote, como si estuviese tratando de calcular qué posibilidades ofrecía de dejar a la vista parte de mis senos.
Muchas!.. Hacía un calor bochornoso y me había puesto un vestido rosa y blanco de ancha falda con amplio vuelo y un más que generoso escote que dejaba al aire incluso los hombros.
Si no recuerdo mal, debía parecerme más a la inocente colegiala de Esplendor en la hierba, que una feroz aspirante a terrorista. Y es que en esta ocasión mi bandera de pendejo lucía colores suaves: rosa y blanco.
Todo transcurrió de forma armoniosa y encantadora, con un simpático desayuno en el porche, charla intrascendente, algunas bromas de doble sentido y un ambiente sorprendentemente relajado, hasta mediada la mañana.
En ese momento ocurrió algo que en cierto modo siempre he estado convencida de que debió influir de modo harto importante en mi vida.
Me condujeron al patio posterior de la casa, una amplia explanada rodeada por un alto muro de ladrillos, colocaron en el fondo la foto, a tamaño natural, de un hombre fumando un cigarrillo y que al parecer habían recortado del anuncio de una valla publicitaria, y me colocaron un revólver en la mano.
— Lo único que tienes que hacer es levantar el percutor, apuntar por aquí y apretar el gatillo-me dijeron.
Era un arma grande, pesada, compacta, con un extraño olor mezcla de grasa y pólvora, y finas estrías en la madera de la culata que le conferían un curioso tacto, áspero para evitar que resbalara, y en cierto modo mórbido, como si más que de una herramienta de matar, se tratase de un ser vivo y dotado de personalidad propia.
Lo observé fascinada.
Había visto muchos, en el cine o en fotografías, pero era desde luego la primera vez que sentía su tacto y me llegaba, a través de la palma de la mano, la evidencia de su terrible poder destructivo.
Era negro, opaco y hoscamente amenazador pese a que resultase evidente que se trataba de un objeto inanimado que ningún daño conseguiría causar por sí solo. El agujero de su cañón era de igual modo negro y profundo; más negro y más profundo que el de la más lejana de las galaxias, puesto que a decir verdad conducía a idéntico lugar: la muerte y el infinito. Me hipnotizaba.
— ¡Dispara!
Obedecí como entre sueños, alzando el percutor y apuntando al centro mismo de la cabeza del atractivo modelo que fumaba un Camel con gesto displicente.
Apreté muy despacio el gatillo y la sonrisa desapareció dejando paso a una mancha oscura.
Experimenté lo más parecido a un orgasmo que había experimentado nunca. Tenía en mis manos el poder. La fuerza.
La fuerza y el poder que siempre me habían faltado, y comprendí, de inmediato, casi como una revelación, que aquel era mi mundo o mi camino.
Dispar‚ de nuevo, esta vez al entrecejo y clavé la bala justo en la diminuta arruga que hasta un segundo antes se dibujaba entre los ojos.
— ¡Caray! ¿Estás segura de que nunca habías manejado un arma?
Negué en silencio.
— ¡Pues yo jamás he conseguido un blanco semejante!
Se diría que Dios, o el Destino, me habían dotado de una gracia especial a la hora de empuñar un revólver, y que éste se sentía tan cómodo en mi mano, como yo a la hora de blandirlo.
¡Y era aquélla, aquélla precisamente! el arma que yo quería. Fue un amor a primera vista, y desde aquella mañana apenas nos hemos separado hasta la trágica noche en que le prendí fuego a la gasolinera.
La echo de menos.
Sin él vuelvo a ser débil y me siento vulnerable.
Sé que soy — ¿quién lo duda? — una mujer de difícil carácter, cruel a veces e inaccesible siempre, y son muchos los que me temen y respetan, pero sé también que mi fortaleza interior se resiente de forma harto notable si me falta la fuerza externa que me proporciona un arma.
Cuerpo a cuerpo — físicamente- cualquier besugo sin dos dedos de frente me tiene en sus manos, pero el simple hecho de saber que puedo contar de una forma incondicional con una bala del calibre treinta y ocho que soy capaz de colocar allí donde me lo proponga, me confiere una fuerza suplementaria que el más lerdo percibe de inmediato.