Y esa esencia de muerte que transpiraba mi cuerpo sin yo pretenderlo, me hacía temible. Hay seres humanos que se transforman al volante de un vehículo.
Durante casi una década yo me he transformado al saber que tenía un arma a mi alcance.
¡Estúpido!
Tal vez, pero quien no haya experimentado tan agridulce sensación no tiene derecho a hablar de ello, porque lo que en verdad importa no es el hecho de tener un revólver en las manos, sino saber que estás decidida a utilizarlo.
¡Y yo lo estaba!
Y no una vez.
Docenas de veces; siempre que lo considerara necesario. A menudo, incluso sin ser absolutamente necesario. Es posible que se trate — como algunos siquiatras aseguran- de un caso patológico digno de un estudio m s profundo y detenido.
¿Por qué no? ¿Por qué algún cerebro analítico no dedica su tiempo a estudiar el dañino efecto de las armas de fuego sobre la siquis de los seres humanos?
Probablemente sus conclusiones resultarían altamente aclaratorias sobre el origen y las razones de la epidemia de violencia que nos invade amenazando con destruir a nuestra sociedad.
Yo soy un ejemplo de ello.
Un magnífico ejemplo!
Hasta aquella inolvidable mañana, mi relación con la violencia era algo meramente circunstancial, casi un juego de adolescentes, pero a partir de aquel día entré a formar parte de una fauna temible cuyas normas de comportamiento resultan imprevisibles.
El ser humano deja de ser individuo cuando se convierte en masa.
La experiencia me dicta que el individuo deja de comportarse como ser humano desde el mismo instante en que forma masa con un arma de fuego.
Alejandro y Emiliano parecieron captar de inmediato la radical transformación que se había efectuado en mí, mirándome con más respeto al comprobar la firmeza con que sabía abrirle un boquete en la cabeza a una persona, aunque se tratase hasta ese momento de una persona de papel.
Ya no era únicamente un par de tetas. Me había transformado en cuestión de minutos en una criatura potencialmente peligrosa. Y útil.
Tras comprobar — casi hasta la saciedad- que mis dos primeros disparos no habían respondido a una simple cuestión de azar, sino que, efectivamente, era muy capaz de clavar una bala con monótona precisión allí donde quería, decidieron que había llegado el momento de actuar puesto que estaba claro que ahora contaban con la tan necesaria cobertura.
— Te quedarás fuera, al otro lado de la calle — dijeron-. Nosotros haremos el trabajo peligroso.
— ¿Cuándo?
— El martes al mediodía.
Regresé a casa con el revólver en el bolso, tomé asiento en el salón, lo coloqué sobre la mesa y me pasé largo tiempo observándolo.
El martes al mediodía.
Me sentía extraña.
¡Muy extraña!
Dentro de apenas cuarenta y ocho horas, mi negro amigo y yo iniciaríamos una sinuosa andadura que sabía muy bien que no debía llevarnos a las puertas del cielo, sino más bien a las antesalas del infierno.
Pero a él no parecía importarle.
Había nacido para eso.
La ira que emergía de sus entrañas, la muerte que surgía implacable de las tinieblas de su alma no eran caprichosas ni fortuitas, ni respondían a otra razón que la razón primera por la que había sido creado.
Su obligación era matar, no importaba a quién, ni a qué lado de la ley se encontrara. Nunca tuvo elección. Obedecía a su dueño, al igual que el perro fiel obedece al ciego al que ayuda a cruzar la calle, o al sicario que persigue tenazmente a un fugitivo.
Pero mi caso era distinto.
Se suponía que yo sí tenía elección; sí era dueña de mis actos; de mi libre albedrío, pero aun así me encontraba anímicamente dispuesta a iniciar un camino sin retorno al final del cual quería suponer que se encontraban aquellos que años atrás habían colocado un horrendo artefacto en una calle tranquila.
Contemplé por enésima vez aquella foto inolvidable; regresé a un momento mágico de mi vida, que alguien me arrebató sin razón aparente, besé con más amor que nunca aquel rostro tan amado, acaricié por un instante el firme tacto del arma, y llegué a la conclusión de que no me habían dejado elección posible.
El martes al mediodía.
Allí estaría.
SEGUNDA PARTE
La llama
Mediodía del martes. Faltaban diez minutos y me encontraba sentada ya en un duro banco de madera de un minúsculo parque al otro lado de la calle en la que abría sus puertas la sucursal del banco que había estado espiando durante casi un mes.
Con una corta peluca rubia y grandes gafas, fingía estar enfrascada en la lectura de una revista del corazón, y semioculta tras un seto dominaba a plena satisfacción la gran puerta de entrada sin que los empleados pudieran verme desde dentro.
La recién remodelada plazuela aparecía semidesierta, con un par de viejos tomando el sol en los bancos más alejados y esporádicas amas de casa que cruzaban la explanada sorteando excrementos de perro y arrastrando carritos de la compra rumbo a sus casas.
La mañana invitaba a disfrutar de la paz y el silencio de aquel rincón de escaso tráfico en una ciudad por lo general demasiado bulliciosa, pero a pesar de esa calma y ese silencio, tenía muy presente que estaba a punto de cometer mi primer delito.
Mi primer atraco a mano armada.
Tan sólo unos minutos me separaban de la frontera que me situaría en el país de los fuera de la ley, pero opté por dejarlos transcurrir con la misma indiferencia con que solía dejar transcurrir el tiempo en espera de acudir a clase un día cualquiera.
Al poco, rocé apenas la culata del pesado revólver que ocultaba en lo más profundo de mi ancho bolso de cuero amarillento, y no pude evitar preguntarme por enésima vez si me encontraba decidida a dispararlo en caso de que fuera absolutamente necesario.
Lo estaba. Sabía que lo estaba.
— Pero a las piernas… Procura disparar siempre a las piernas.
La recomendación de Alejandro, repetida machaconamente, se había instalado, como grabada a fuego en lo más profundo de mi inconsciente, y debido a ello me había pasado la tarde anterior practicando para que el ángulo del arma apuntase siempre hacia abajo.
Alejandro prefería no tener que matar a nadie.
Tampoco yo lo deseaba. No aquel día.
Aún no me encontraba anímicamente preparada para arrebatarle la vida a una persona, ni encontraba razón válida por la que acabar con alguien que intentaba impedir un atraco. No eran aquellos mis objetivos. Ni la forma de alcanzarlos.
Lo único que tenía que hacer era demostrar que sabía encarar situaciones comprometidas con el fin de ir ganando puntos en mi tortuosa carrera de presunta terrorista.
Aún hoy me suena extraño. ¿Cómo es posible que fuera tan inconsciente? Tan sólo encuentro una explicación lógica: apenas tenía veinte años.¡Mala edad!
¿O es que acaso existe alguna buena cuando no encuentras a nadie que sepa dirigir tus pasos?
Mi madre era una pobre mujer de escasísima cultura que bastante tenía con haberse roto la espalda tratando de sacarnos adelante. Mis hermanos seguían siendo unos mocosos que no pensaban más que en el fútbol. Y a doña Adela, la única persona verdaderamente preparada con la que había mantenido alguna relación estable, no parecía importarle más que el sabor de mi entrepierna o el olor de mis bragas. A lo más alto que llegaba de mí era a los pezones. Aunque alguna que otra vez intentaba meterme la lengua en la boca. Me repugnaba su lengua. Sentía ganas de vomitar al recordar en qué sucio lugar acaba de introducirla — por más que fuera mío- y notar luego su sabor en mi paladar.
Pero no quiero disculparme. Aborrezco a la gente que siempre encuentra disculpas para todo y suele pasar la mitad de su vida alegando razones por las que hicieron o dejaron de hacer esto o aquello. Prefiero mil veces a quienes asumen abiertamente sus errores por graves que estos sean. Errar es humano; rectificar, de sabios. Con frecuencia no es posible demostrar sabiduría puesto que resulta demasiado tarde para rectificar, pero siempre se está a tiempo de demostrar valor admitiendo la equivocación.