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Yo aquel día, sentada en aquel banco de aquella tranquila plaza, sabía muy bien que me estaba equivocando, pero aún así carecía del carácter y el valor necesarios como para reconocerlo.

Apenas tenía veinte años. Mala edad, repito. La peor para ser testigo de cómo un pequeño utilitario aparcaba en la esquina, y de él descendían Emiliano y un hombretón desconocido mientras Diana permanecía al volante y con el motor en marcha.

Los dos primeros observaron con estudiado detenimiento a los escasos transeúntes, Emiliano me dirigió una larga mirada con la que parecía pretender convencerse de que podía confiar en la protección que le brindase, y se encaminaron directamente a la entrada de la sucursal del banco, portando cada uno de ellos una llamativa bolsa de deportes.

Al atravesar la gruesa puerta de cristales les perdí de vista. La violenta luz del mediodía cayendo a plomo sobre la plaza me impedía hacerme tan siquiera una idea de qué era lo que estaba ocurriendo en el interior de aquellas desangeladas oficinas, y esa ceguera y el correspondiente desconocimiento me preocupaba m s que el hecho de haber sido testigo de cómo empuñaban pesadas escopetas de cañones recortados.

Me volví a mirar a Diana, que me miró a su vez. En sus ojos pude leer el mismo desconcierto, o tal vez miedo, pues sospecho que aquélla era también su primera misión.

Ni un ruido que no fueran los acostumbrados ruidos de la calle. Ni un movimiento extraño. Ni tan siquiera un grito.

Un anciano se alzó del banco más lejano y comenzó a cruzar la calzada en dirección al bar que abría sus puertas en la esquina.

Rugió una moto.

Dejé a un lado la revista, alcé el percutor del arma sin sacarla del bolso y aguardé.

Nada ocurría. Tres, cuatro, cinco minutos… Tal vez más.

¿Tanto tiempo se necesita para desvalijar un banco?

Volví a mirar a Diana. La descubrí lívida y desencajada, con las manos tan fuertemente aferradas al volante que parecía pretender partirlo en dos.

Fue en ese instante cuando caí en la cuenta de que me encontraba tan ausente como si estuviera contemplando una vieja película de gángsters.

En la pantalla, las cosas solían ocurrir más aprisa. Ni el peor director se hubiera recreado tanto en una escena.

¿Fue aquélla realmente la sensación que experimenté: que la secuencia del atraco estaba pésimamente rodada?

Es posible. Ha pasado mucho tiempo, pero admito que tal idea me pasó por la mente, e incluso creo recordar que en un determinado momento se me ocurrió pasar la página de la revista tal vez con la intención de acabar el artículo que había dejado a medias, a la espera que los actores de aquel soporífero guión se dignasen hacer acto de presencia.

Al fin, un siglo después! salieron.

Y lo hicieron con la misma calma e idéntica naturalidad con que habían entrado, para dirigirse al coche e indicarle con un gesto a Diana que dejase de temblar y arrancara sin prisas.

Me maravilló su sangre fría.

Y me avergoncé de mí misma por haber dudado de ellos.

Fuera lo que fuera y por estúpido que se me antojase aquello en lo que creían, me habían dado una indiscutible lección de entereza comportándose como auténticos profesionales.

Al alejarse Emiliano, se volvió para guiñarme un ojo y sonreír. No podía creérmelo! Había sonreído como si acabara de salir de un bar en el que hubiera estado dedicado a la inocente tarea de tomarse unas copas.

Desamartillé el arma, aguardé a que el utilitario doblase la esquina y fingí enfrascarme de nuevo en la lectura a la espera de los acontecimientos.

Acontecimientos!

¿Qué acontecimientos?

Allí no aconteció nada.

Transcurrió el tiempo y nadie surgió del banco gritando y gesticulando con intención de dar la alarma.

Ahora sí que empecé a ponerme nerviosa.

¿Los habrían matado a todos?

¿Acaso habían utilizado silenciadores y ni un solo rumor había cruzado las gruesas puertas de cristal?

Un desagradable sudor frío me descendió por la espalda y las fotografías de la revista bailaron ante mis ojos.

¡Señor, Señor! ¿Entraba en lo posible que me hubiera convertido en cómplice de un asesinato múltiple?

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no cruzar la calle y penetrar en las oficinas consciente de que me enfrentaría a un macabro espectáculo.

Continué sentada y al cabo de unos minutos un amable jovenzuelo, sudoroso y regordete, me evitó el mal trago. Cruzó la puerta, permaneció unos minutos en el interior y reapareció guardándose unos billetes en el bolsillo de la camisa.

Únicamente entonces comprendí lo ocurrido.

Me habían puesto a prueba. Literalmente a prueba.

Aquellos malnacidos, hijos de la gran puta, cerdos impresentables, se habían limitado a entrar en el banco, cambiar algún dinero, perder su tiempo miserablemente y volver a salir con una cínica sonrisa en los labios.

Probablemente imaginaban que había puesto pies en polvorosa, cagada de miedo. O quizá sospechaban que podía denunciarles y en el momento en que la policía les detuviese se encontrarían con que la bolsa de deportes, en lugar de una escopeta de cañones recortados, escondía un par de patines.

¡Cabrones!

¡Jodidos cabrones!

Creo recordar que di un salto, lancé la revista al centro de la plazoleta y comencé a patalear como una niña malcriada.

Me habían tomado el pelo. Y la peluca.

Regresé a casa abatida por el peso de una de las sensaciones que más aborrezco en esta vida: la del ridículo.

No me importó en un tiempo que me tacharan de lesbiana, ni que años más tarde me acusaran de incendiaria y de cuanto se puede acusar a un ser humano en este mundo, pero¡siempre, siempre! desde que tengo uso de razón he sentido un injustificado temor ante la posibilidad de hacer el ridículo.

¿Exceso de amor propio?

Es muy posible.

Creo que resulta evidente que no me tengo demasiada estima personal ni me considero ni por lo m s remoto un dechado de virtudes; más bien todo lo contrario, pero me saca de mis casillas el hecho de que alguien se pueda reír de mí, y resultaba evidente que, en este caso particular, lo habían hecho a conciencia.

Allí estaba yo, jugando a impasible delincuente con mi arma en la mano dispuesta a disparar sobre cuanto se moviese, mientras aquel par de hijos de la gran puta me observaban desde el interior del banco descojonándose de risa.

Si se llegan a cruzar en esos momentos en mi camino les vuelo la cabeza. Peluca rubia, falsas gafas y aire de conspiradora mientras Emiliano se limitaba a cambiar unos cuantos billetes dándole amablemente las gracias a la cajera.

¡Mierda!

Observé largo rato la foto de Sebastián y de improviso descubrí que me dedicaba una irónica sonrisa, como si durante todos aquellos años la hubiese estado guardando allí, a la espera de que llegara un día semejante. Me estaba diciendo, desde donde quiera que se encontrase, que aceptar las cosas con buen humor y tal como venían, era la única forma lógica y sensata de enfrentarse a las contrariedades.

Aquella había sido al menos su filosofía, y aquel era el ejemplo que debería seguir, porque por años que pasaran Sebastián tendría que continuar siendo mi guía y mi norte en esta vida.

¡Lástima que resultara a la postre tan pésima discípula!

¡Lástima que no supiera imitarle!

¡Lástima que perdiera el rumbo que tanto esfuerzo puso en marcarme!