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¡Cuando pienso en él siento pena y vergьenza de m¡ misma y me pregunto qué opinaría de mí, consciente como estoy de cu n desilusionado se sentiría al ver en lo que me he convertido, pero en tales momentos lo único que me consuela es saber a ciencia cierta que si Sebastián viviera para verme jamás habría hecho nada de cuanto hice.

Un gesto suyo me bastaba. Y es que un gesto suyo ponía el mundo en marcha o lo detenía.

¿Dónde estaban ahora aquellos gestos?

¿Qué había quedado de aquella irónica sonrisa?

Cenizas en un jarrón, eso era cuanto de él se conservaba. Y mi memoria. Una memoria viva y fiel, consagrada a evocar cada minuto que pasé a su lado, y a repetir, como las letanías de un rosario, cada palabra que escuché de sus labios.

¡Sebastián, Sebastián!

Si alguien fue en alguna ocasión fanático de una creencia religiosa muy íntima y privada, esa fui yo, que sin haber llevado su sangre en mis venas ni sus genes en mi cuerpo, le amé m s de lo que se ama a un padre, a un hijo o a un hermano, y le ador‚ con más pasión que al más apasionado de los amantes.

Y me enorgullece ese amor puesto que en lo más profundo de mí misma sé aunque nadie más lo crea, que jamás, bajo ninguna circunstancia, lo ensució la más leve mota de polvo, el más mínimo pensamiento innoble, ni el más remoto atisbo de miseria.

— Está bien — le dije al fin-. Lo aceptar‚ deportivamente, pero admitirás que ha sido una tremenda hijeoputada.

Durante mi siguiente visita al caserón Alejandro reconoció que le había impresionado mi sangre fría puesto que me había estado observando de lejos.

Y se mostró cómicamente orgulloso por el hecho de que había permanecido todo el tiempo sentado en un banco de la plaza sin que ni por asomo me percatara de que era el viejo mendigo de larga barba y chaqueta de pana.

Cuando al fin me cansé de tan manifiesta fatuidad, le observé de abajo arriba con el mayor desprecio que soy capaz de expresar para espetarle sin el menor reparo:

— ¿Y cómo pretendías que te reconociese, si era la primera vez que te veía sin esa horrenda camisa?

Saltó como si le hubiera picado una avispa.

— ¿Qué tiene de malo mi camisa? — quiso saber.

— Que está hecha de la tela que se usa en África cuando se pretende advertir que en una aldea se ha declarado el cólera.

Se quedó de piedra.

Pero se lo creyó.

Tiempo atrás había descubierto que cuanto más disparatada sea la mentira que se cuenta, más posibilidades existen de que la gente la acepte sin pestañear, y ésta fue una de esas muchas ocasiones en las que mi teoría se cumplió al pie de la letra.

Algo tan increíble, dicho no obstante con absoluta seriedad, deja perplejo al interlocutor — en este caso el insigne Alejandro- y quiero creer que en el fondo de su alma algo parecido debía opinar de aquel trapajo, porque a decir verdad no era de recibo que se diseñara tal engendro a no ser que estuviese destinado a un fin muy concreto.

La absurda charla tuvo al menos la virtud de conseguir que a partir de aquella misma tarde dejara de martirizarnos la vista con la contemplación de tamaño desaguisado, puesto que se limitó a cubrir sus flácidos pellejos con una especie de descolorida ruana, recuerdo de sus gloriosos tiempos de militancia activa en las asilvestradas guerrillas colombianas.

Con el paso del tiempo averigьé que en su ya lejana juventud, Alejandro había sido cura rural y más tarde misionero. De ahí pasó a convertirse en maestro en un perdido villorrio de la selva, agitador social, comandante de las Fuerzas de Liberación de media docena de países, y por último alma máter de nuestro pintoresco grupúsculo de desarraigados.

Todo un personaje de aquella extraña farándula de ideales confusos y esfuerzos pésimamente encarrilados, en el que cada personaje creía llevar en su interior al salvador de una sociedad que se resistía con uñas y dientes a ser salvada.

Todo un carismático líder o un mesias que buscaba ansiosamente doce discípulos que le aupasen al pedestal de la gloria.

¿Aspiraba yo a convertirme en el Judas de dicha congregación?

En absoluto; el concepto de judas siempre ha sido el de un traidor a sus ideales, y por aquellos tiempos mis ideales no eran otros que los de destruir, desde dentro, a cuantos pudieran haber tenido cualquier tipo de relación con la muerte de mi padre.

Yo sabía, o creía saber, qué era lo que en realidad buscaba.

Buscaba infiltrarme y si para conseguirlo me veía en la obligación de pasar sobre los cadáveres de unos cuantos ilusos, no dudaría en hacerlo aceptando cualquier tipo de sacrificio.

Un mes más tarde llegó la verdadera prueba. La misma sucursal, la misma plaza, el mismo banco y casi la misma revista sobre el regazo mientras empuñaba con fuerza el arma. E idéntica calma a la hora de observar cómo Alejandro y Emiliano descendían del coche, cruzaban la calle, atravesaban la puerta de cristales y desaparecían de mi vista.

Pero en esta ocasión no era Diana la que conducía, y ese simple detalle me llevó al convencimiento de que el asunto iba en serio. Era el otro; el grandullón que solía venir desde Orense para echar una mano, y que demostró su experiencia por la habilidad con que arrancó en el momento justo, abrió la puerta trasera con el fin de que sus compañeros se lanzaran de cabeza sobre el asiento, y se perdió de vista en la siguiente esquina sin que ni el más avispado testigo hubiese tenido la oportunidad de darse cuenta de que algo extraño había sucedido.

Cuando el gerente de la sucursal — al que conocía de sobras- salió dando alaridos y pidiendo socorro, la plazoleta aparecía tan tranquila y semidesierta como siempre.

Regresé a casa con una inexplicable sensación de vacío. Vacío, no por el hecho de haber tomado parte — de un modo absolutamente tangencial- en un delito, sino más bien por el hecho de que tal delito no había conseguido despertar en mi ánimo la más mínima impresión. Ver salir a dos hombres por una puerta para lanzarse de cabeza al asiento posterior de un coche no es como para tirar cohetes, ni para que se te dispare la adrenalina.

Es, bien mirado, una soberana tontería. Sobre todo cuando al día siguiente te enteras que el botín ha ascendido a cuatrocientas mil cochinas pesetas.

¿Tanto esfuerzo y minuciosa preparación para eso?

Cada noche me acostaba mascullando que me había asociado a una partida de cantamañanas, y me levantaba convencida de que formaba parte de una cuadrilla de impresentables chapuceros.

¿Era aquél el camino correcto?

¿Me llevaría a algún lugar que no fuera un refugio para retrasados mentales?

¿Qué batallas pensaban librar con cuatrocientas mil pesetas?

Al menos sirvieron para que Alejandro se comprara un par de camisas decentes.

¿Resulta lógico acompañar a un supuestamente peligroso terrorista al Corte Inglés con el fin de que se compre camisas con el fruto de un atraco a un banco?

A mi modo de ver, no.

¡En absoluto!

A mi modo de ver, aquel planteamiento estaba errado en origen, y si aspiraba a que algún día se me temiese y respetase dentro del mundo de la marginalidad debía tomar algún tipo de iniciativa.

Lo insinué durante la siguiente reunión y me miraron como si estuviese proponiendo una impensable herejía.

— ¿A qué te refieres? — inquirió un más que molesto Emiliano-.

¿Qué significa ese… con esto no basta?

— A que si entre cinco necesitamos dos meses para planear un atraco que tan sólo produce cuatrocientas mil pesetas, tocamos a menos del salario mínimo interprofesional, o como quiera que se llame eso. La próxima vez no nos quedará dinero ni para hacer una llamada a los periódicos reclamando la autoría del hecho. Yo quiero luchar, pero quiero luchar de verdad!

— Todo lleva su tiempo — arguyó Alejandro con una cierta timidez que no pasaba en absoluto desapercibida.