— Tú tienes tiempo — repliqué-. Yo tengo tiempo. Pero quienes sufren y pasan hambre no tienen tiempo. Están esperando que hagamos algo por ellos hoy mismo. Ahora mismo!
Me consta que les obligué a pensar.
Quizá por primera vez en mucho tiempo cayeron en la cuenta de que no eran más que un puñado de niñatos jugando a un estúpido juego en exceso peligroso.
La prensa ni siquiera se había dignado aclarar que el atraco no había sido perpetrado por una mísera pareja de delincuentes habituales — tal vez drogatas- sino por un heroico grupo de luchadores por la libertad, y resultaba evidente que el día en que nos atrapasen no seríamos considerados presos políticos, sino simples chorizos injertados de lelos.
Curiosamente fue la siempre silenciosa Diana, la primera que acabó por darme la razón. También ella estaba hasta el moño de tanta arenga política y tanta ardorosa soflama que a nada conducía.
— Esos dos piensan más en llevarnos a la cama, que en salvar al mundo — concluyó-. Sobre todo a ti.
Traté de protestar, pero resultó inútil. Como activista era un verdadero desastre pero como mujer no era tonta, y hacía semanas que se había dado cuenta de que su Emiliano dedicaba más tiempo a intentar desvirgarme, que a la lucha política.
A los pocos meses se volvió a su pueblo.
Hace un par de años me la tropecé en un supermercado y me contó que se había casado y tenía tres niños.
Estaba hecha una auténtica maruja: gorda, fondona y resignada ante la idea de que la vida ya no le ofrecería inesperados alicientes ni excitantes aventuras, pero en el momento de mostrarme las fotos de sus hijos se le iluminaron los ojos, por lo que me reafirmé en mi convencimiento de que aquél había sido siempre su destino, y todos los esfuerzos que hiciera en un tiempo por cambiarlo estaban condenados al fracaso.
Fue una suerte para ella. De otro modo quizá ya estaría muerta, y probablemente hubiera sido yo quien la hubiera matado. Cuando me preguntó por Alejandro y Emiliano no me vi obligada a mentir al señalar que hacía mucho tiempo que no mantenía contacto con ellos.
No soy de las que acuden a sesiones de espiritismo, y si lo hiciera dudo que ningún velador bastara para acoger a los fantasmas de todos aquellos a los que convertí en lo que ahora son.
Saber olvidar a tiempo los locos ideales de juventud en un mundo tan materializado como el que nos ha tocado vivir, es a mi modo de ver una de las mejores cosas que le pueden ocurrir a una muchacha tan sencilla como Diana, y la prueba está en el hecho de que en estos momentos debe estar paseando por algún tranquilo parque asturiano en compañía de sus hijos, mientras que sus compañeros de aventura están ya bajo tierra, o todo lo más observando un pedazo de cielo gris a través de un ventanuco mientras redactan sus memorias.
A veces intento imaginarme a mí misma casada y con hijos; preocupada tan sólo por el hecho de no engordar demasiado, o procurar que mi marido no me ponga los cuernos más de la cuenta. Me cuesta un enorme esfuerzo conseguirlo.
¡Los recuerdos son tan amargos!
¿Con qué cara podría mirar a un niño que hubiera surgido del lugar que doña Adela lamió y relamió tantísimas veces?
A menudo siento una invencible repugnancia ante mi propio cuerpo. No puedo evitar despreciarlo aun a sabiendas de que no tiene culpa alguna y a quien debiera despreciar, y quien debiera repugnarme es más bien mi espíritu. El cuerpo se lava con agua y jabón. Los restos de saliva se desprenden tras un largo baño.
Pero no se ha inventado aún el jabón que limpie la mente, ni la ducha que sea capaz de penetrar en las mil circunvalaciones del cerebro. La memoria ha sido siempre la parte más indomable de nuestra anatomía. Y la más traidora. Es la única capaz de actuar siempre a su criterio; aparecer y desaparecer cuando le viene en gana; marcharse de puntillas llevándose con ella nuestros m s dulces recuerdos, o regresar de pronto cargada de reproches. La memoria nos esclaviza y martiriza y de ella depende el que en un momento dado podamos o no ser completamente felices.
Recuerdo la primera vez que permití que un hombre me besara íntimamente. Yo le amaba. Le amaba hasta dolerme el corazón y deseaba más que nada en este mundo que aquel momento fuera el m s hermoso que hubiera vivido nunca; el más tierno y el más apasionado, pero en el instante de lanzar el primer gemido de placer y alargar las manos para tomar su rostro y hundirlo aún más profundamente entre mis muslos, me vino a la mente la imagen de doña Adela desencajada y babeante, y algo se bloqueó en mi interior impidiéndome alcanzar el orgasmo que con tanta fuerza ansiaba.
La memoria nos juega malas pasadas. Y cuando se alía con su amiga de siempre, la conciencia, nos devuelve a un pasado que hubiéramos querido borrar definitivamente, pero que está siempre ahí, oculto en algún rincón del que ni el mejor cirujano ha sido nunca capaz de extirpar con ningún instrumento.
Mi memoria es hoy por hoy mi peor enemiga, y es tal vez por ello por lo que ahora me esfuerzo en trasladar a un viejo cuaderno todo cuanto recuerdo, confiando en que tal vez así se quede para siempre en un pedazo de papel y no regrese a machacarme una y otra vez con su monótona cantinela.
Es la memoria la que refleja en los espejos los rostros de aquellos a los que asesiné. La que imita en mujeres desconocidas el tono de voz de doña Adela. La que me obliga a percibir su perfume en una chica que pasa. La que me despierta a media noche porque me ha parecido sentir una lengua que chapotea en mi interior.
Aunque es también, cada vez menos, la que me permite sentir la mano de Sebastián acariciándome el cabello. La que me trae su olor en un hombre que pasa. La que imita su voz en un señor desconocido. Y la que refleja su risa en un espejo.
¿Qué sería de nosotros sin esa memoria?
¿En qué nos diferenciaríamos de los animales o las piedras?
¿Para qué viviríamos si no pudiéramos alimentar nuestros sueños con hermosos recuerdos?
Sebastián, Sebastián! Tú que todo lo podías en vida, ¿por qué no puedes convertirte ahora en el único inquilino de mi memoria? ¿Por qué cedes tu sitio a tantos a los que odié? En ocasiones me asalta la impresión de que me traicionas. De que me dejas sola y te has cansado de protegerme.
¿Acaso imaginas que he crecido demasiado?
Hacerme mujer no significó que dejara de necesitarte. Por el contrario, hacerme mujer me volvió más débil y vulnerable, puesto que no siempre el tamaño del cuerpo está en justa consonancia con el tamaño de su fuerza interior.
Yo fui una niña fuerte que se creía débil y una mujer débil que se creyó demasiado fuerte. Por eso hice todo lo que hice. Por eso jugué a ser lo que no quiero ser. Ahora, a ratos, lo entiendo. Entonces no lo entendía. Tenía la osadía del tímido y la loca desvergьenza del vergonzoso. Hice cuanto estaba en contra de mis verdaderos deseos y eso me confundió hasta acabar por convertirme en carne de presidio.
Me lo gané a pulso y no tengo a quien culpar por ello. Fui yo quien presionó a Alejandro para que dejara de comportarse como una vieja gloria del inconformismo y empezara a actuar como un auténtico revolucionario. Le piqué en su amor propio dándole a entender que una recién llegada al mundo de la violencia, una advenediza demostraba tener más cojones de los que él hubiera demostrado tener en toda su vida.
¡Dios, qué inconsciencia!
— ¿Qué pretendes que hagamos? — quiso saber.
— ¡Actuar! — fue mi respuesta-. Actuar en serio. Nada de niñerías de colegial. Un furgón blindado no puede considerarse en absoluto una niñería de colegial.
Un furgón blindado, amarillo, compacto, amenazante, es algo que impresiona al primer golpe de vista, y hay que estar muy loco para imaginar que se le puede atacar sin salir malparado. Pero cada atardecer abandonaba el aparcamiento de un hipermercado de las afueras con tanto dinero dentro, que constituía una auténtica tentación para quien soñara con iniciar una revolución seria.