¡Cuatro millones! Tal vez cinco.
Yo ya sabía conducir. Me había aplicado en cuerpo y alma a la tarea de obtener mi carnet, y a ello contribuyó en parte el hecho de aceptar tomar una copa con el instructor que debía examinarme, y que durante todas las maniobras permaneció más atento a mis muslos y a lo que conseguía entrever cada vez que presionaba el freno o el embrague, que a los salvajes atentados que pudiera estar cometiendo contra el código de la circulación.
Una falda excesivamente corta suele facilitar a menudo las cosas. Tanto como un escote demasiado atrevido. Tras la copa fuimos al cine, permití que me sobara el pecho, le masturbé a conciencia pese a que era la primera vez que lo hacía, y regresé a mi casa segura de haber pasado el examen.
No se me antojó un precio excesivo por aprobar a la primera. Luego, con un pequeño coche alquilado, me dediqué a acudir tarde si y tarde no al hipermercado, para grabar una y otra vez cada movimiento de la pareja que acudía a retirar el dinero de la caja.
A través de las grabaciones pudimos darnos cuenta que cada vez que la puerta se abría de golpe, una ráfaga de viento alzaba las faldas de quienes estaban a punto de entrar.
La tentación vive arriba. La inolvidable escena de la Monroe mostrando las bragas o de La mujer de rojo permitiendo que el viento le acariciara los muslos me dio la idea sobre la forma en que teníamos que actuar para conseguir que los guardias de seguridad se distrajeran unos instantes. Salió perfecto aunque nadie lo mencionó a la hora de relatar los hechos.
En el momento justo, me coloqué ante la puerta luciendo mi falda rosa de amplio vuelo, permití que se me subiera hasta la cara fingiendo sentirme desconcertada, mostré a cuantos estaban cerca las bragas más provocativas del mercado, y conseguí que los guardas jurados que se disponían a cargar las pesadas bolsas de dinero en el furgón se quedaran como embobados mirándome el culo.
Si a alguno de ellos se le pasó por la mente un mal pensamiento, se le debió olvidar en el acto, puesto que antes de que tuviera tiempo de reaccionar sintió en la boca del estómago el duro contacto de un arma que le obligaba a volver a la realidad.
¡Fue visto y no visto!
Penetré en el hipermercado, lo abandoné por una puerta lateral, subí a mi coche y regresé a Madrid en pos de la furgoneta de Emiliano en la que se ocultaba ya el dinero. En sus declaraciones a la televisión los guardas hicieron un notable hincapié sobre la violencia del imprevisible ataque, pero como parece lógico suponer no mencionaron para nada ni mi culo, ni mis bragas. Aquel incruento asalto al furgón blindado fue a mi modo de ver una obra de arte, como tal debería haber sido reconocido en un mundo en el que prevalece la ciega violencia sin la menor imaginación, y a punto estuve de dirigir una carta a los periódicos aclarando la verdad de los hechos y reclamando un poco de justicia para el talento ajeno, aunque se tratara de un talento puesto al servicio del crimen.
No obstante, y por desgracia, aquélla fue también mi última acción romántica; el auténtico punto de inflexión de mi vida futura; la frontera entre la despreocupada adolescencia y la más que preocupante madurez.
La mayoría de los triunfadores saben bien que el éxito no siempre suele venir en buena compañía. Los perdedores ni siquiera pueden saberlo. Para una gran parte de los perdedores habituales el éxito viene a significar la fuente de luz que brilla en la distancia y que iluminar para siempre los caminos futuros, pero muchos de los que han permitido que esa luz les deslumbre, han descubierto demasiado tarde que en realidad se trataba de los focos de un enorme camión que les pasó por encima.
A nuestro diminuto grupúsculo, el éxito del furgón blindado le arrolló como si en realidad se hubiese tratado de una apisonadora.¡Casi cinco millones de pesetas! Una pequeña fortuna en aquellos tiempos. Y un respeto. Alguien que realiza un trabajo tan singular merece un reconocimiento por parte de los restantes miembros del gremio, y fue debido a ello por lo que a las pocas semanas Hazihabdulatif AI-Thani, más conocido en nuestro particular ambiente por el apodo de Cimitarra, se puso en contacto telefónico con Alejandro, con el fin de solicitar su colaboración en un delicado asunto.
Al parecer un antiguo miembro de su organización de nombre Yusuff había huido de Estambul llevándose una considerable suma de dinero, y se tenían fundadas sospechas de que se encontraba en Madrid.
Nuestra misión era la de localizarle y conseguir que Al-Thani pudiera entrevistarse con él en terreno neutral. Al poco nos enviaron una fotografía del fugitivo y algunos datos personales entre los que destacaba el hecho de que le gustaban los restaurantes italianos, las prostitutas de lujo y el flamenco.
Evidentemente en Madrid abundan más los restaurantes italianos y las prostitutas de lujo que los tablaos flamencos, por lo que decidimos que lo mejor sería concentrar nuestra atención en estos últimos. Fue por ello por lo que me vi obligada a soportar más zapateados, más olés, más quejídos y más mi arma de los que espero tener que sufrir en todo el resto de mi vida, ya que noche sí y noche no Emiliano y yo solíamos hacer la ronda de la mayor parte de los espectáculos folklóricos de la ciudad.
Pero dio resultado.
Al mes conocíamos la mayor parte de los restaurantes predilectos del turco, los bares de la Castellana que solía frecuentar en busca de jovencitas de vida fácil y la frecuencia con que acostumbraba a acudir a los espectáculos nocturnos, pese a lo cual nos resultó del todo imposible averiguar dónde vivía.
Le seguimos en cuatro o cinco ocasiones hasta la urbanización La Florida, en la carretera de La Coruña, pero una vez en ella su enorme Mercedes gris oscuro comenzaba a dar vueltas y más vueltas, introduciéndose por callejuelas solitarias, lo que nos obligaba a desistir de su persecución si no queríamos correr el riesgo de alertarle haciéndole comprender que le vigilábamos, con lo cual lo m s probable hubiera sido que optara por abandonar la ciudad.
No obstante, cada noche, poco antes de las diez, el imponente automóvil hacía de nuevo su aparición en la autopista, rumbo a Madrid, con el fin de que su propietario reiniciase su acostumbrada ronda nocturna.
Con el tiempo llegamos a la conclusión de que cada viernes solía acudir a la misma hora al mismo tablao, ya que esa era la noche en que tradicionalmente actuaban en él las más destacadas figuras del cante y el baile que han dado en considerarse típicamente españoles.
Cimitarra llegó por carretera.
Le habíamos acondicionado un cómodo refugio en un pequeño chalet de la sierra, cerca de San Rafael, y me desconcertó comprobar que uno de los hombres más temidos y respetados de la profesión ofreciera no obstante el aspecto más inofensivo, afable y casi podría asegurar que candoroso, que quepa imaginar.
Era dulce en el trato, exquisito en cada uno de sus gestos, educado hasta unos extremos que obligaba a pensar en caballeros de tiempos muy lejanos, y tan servicial sin mostrarse nunca servil, que llegó un momento en que me asaltó la impresión de que su verdadero oficio era el de maestro de ceremonias de algún califa exótico.
¡Me encantaba!
Sabía de todo. Era como una enciclopedia andante capaz de expresarse correctamente en seis idiomas, pero de lo que más sabía, más de lo que haya sabido nunca nadie! era de cine. No había película medianamente conocida de la que no fuera capaz de recitar de carrerilla los nombres de los actores, del director, del guionista e incluso del director de fotografía, y recordaba cada escena y en ocasiones hasta cada diálogo como si acabara de verla una hora antes.
¡Me asombraba!
Luego, de pronto, cerraba los ojos y comenzaba a tararear la música y a cantar las canciones con una voz profunda y melodiosa.