¡Me fascinaba!
Fueron días inolvidables, en los que no tuvo más que palabras amables, gestos afectuosos y detalles encantadores, sin que ni una sola vez me obligara a sentirme incómoda o tuviera que soportar la m s mínima insinuación molesta o una leve mirada indiscreta.
Jugábamos largas partidas de backgamon pese a que era un auténtico maestro y jamás conseguí ganarle ni una sola vez por pura casualidad, y dábamos largos paseos por el campo hablando de todo lo humano y lo divino.
Ni tan siquiera hizo una leve alusión de las razones por las que nos encontrábamos allí, ni los motivos personales que pudieran habernos conducido hacia el resbaladizo terreno de la violencia, como si diese por sentado que aquél era el camino lógico que toda persona insatisfecha con el mundo que le rodea se veía obligado a tomar según los dictados de su propia conciencia.
— Mi pueblo lleva años sufriendo — fue cuanto dijo en cierta ocasión-. Sufriendo demasiado, y no puedo permitir que hombres como Yusuff se gasten en prostitutas un dinero que pertenece a los más necesitados.
Juro por mi vida que en aquellos momentos ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de que tal dinero pudiera tener su origen en la heroína. Nada más lejos de mi mente que el hecho de que la organización de Hazihabdulatif Al-Thani se estuviese financiando con fondos provenientes del tráfico de drogas.
Para Cimitarra, el fin justificaba los medios.
¿Quién era yo, de haberlo sabido, para llevarle la contraria?
Las cosas fueron de otro modo meses más tarde, pero durante aquel largo fin de semana AI- Thani me devolvió en cierto modo a los felices tiempos de Sebastián, cuando me comportaba como una niña deslumbrada por la personalidad de un hombre mucho mayor y más preparado que yo, pero que sabía tratarme como a una igual.
El lunes regresé a Madrid.
El martes acudía tomar una copa a un puben el que me habían asegurado que se ligaba con facilidad.
El miércoles cené en un restaurante sofisticado y discreto con un ejecutivo de mediana edad, atractivo pero m s bien pedante, que se pasó la noche dándome la tabarra sobre las diferentes marcas de vinos de la Rivera del Duero, sus mejores años y sus más famosas cosechas, como si el hecho de haberse aprendido de memoria un folleto o haberse leído media docena de artículos en los suplementos dominicales de un periódico le convirtiesen en un auténtico gourmet y un deslumbrante hombre de mundo.
Su perfil respondía no obstante al tipo de acompañante que andaba buscando, por lo que me las arreglé, sin grandes problemas, para que al siguiente viernes me invitara a cenar al tablao al que siempre acudía Yusuff. El plan trazado por el propio Cimitarra era muy simple y muy preciso.
Emiliano y Diana ocuparían una mesa cerca de la pista. El inocente ejecutivo y yo, otra, más alejada, pero que cubriera la salida. Alejandro se quedaría esperando en el coche.
Si Yusuff se comportaba con la lógica que cabía esperar en un hombre de su experiencia se avendría a razones y aceptaría una negociación civilizada.
Sabiéndose descubierto, emprender una nueva huida constituiría sin lugar a dudas un esfuerzo inútil, por lo que entraba dentro de lo plausible que se aviniera a un acuerdo económico ventajoso para ambas partes.
En eso confiábamos, pero las armas debían permanecer al alcance de la mano.
Mi acompañante — Hugo creo recordar que se llamaba, aunque no estoy muy segura- pasó a recogerme por el hotel en que me había hospedado bajo una falsa identidad, y apareció hecho un pincel, radiante de felicidad imaginando sin duda que aquélla sería una gran noche en la que sus conocimientos de vinos y del cante jondo acabarían por vencer mi débil resistencia.
Una mujer medianamente inteligente puede hacer creer que promete mucho sin estar prometiendo absolutamente nada. En eso siempre fui una experta. Lo que los castizos suelen llamar una calientapollas.
Pero ¿que me importaban a mí la polla del tal Hugo — o cómo quiera que se llamase- o la de todos los Hugos de este mundo?
Son tipos que se imaginan que por invitarnos a cenar un par de veces y llenarnos la cabeza con cuatro majaderías tenemos la ineludible obligación de abrirnos de piernas, aunque en honor a la verdad debo admitir que si esa clase de cretinos proliferan se debe en gran parte a que también son muchas las imbeciles que se abren de piernas por una simple cena y unas cuantas majaderías.
Y es que hay gente que jamás ha aprendido el auténtico valor de la soledad. Conozco mujeres — doña Adela era una de ellas- para las que un día de soledad equivale a un día de derrota en el que se sienten acomplejadas y hasta casi humilladas, puesto que dicha soledad les obliga a abrigar la sensación de que nadie desea su compañía y han sido en cierto modo repudiadas. Y el ancestral temor a ser repudiada es a mi modo de ver algo que duerme en lo más profundo del subconsciente de un tipo de mujeres que, como las españolas, tan ligadas hemos estado durante siglos a la cultura árabe.
Al-Thani me aseguró en cierta ocasión que en algunas remotas aldeas de su país eran las propias mujeres las que se resistían a las leyes que trataban de abolir la poligamia, puesto que en el fondo se sentían mucho más seguras de la solidez y consistencia de su familia si compartían a un hombre con tres esposas, que si lo tenían para ellas solas.
Según contaba, dichas mujeres habían llegado a la conclusión de que por cada cien maridos que abandonaban a su mujer y sus hijos, tan sólo un par de ellos se decidían a abandonar un pequeño harén.
Y al fin y al cabo, una vez que han quedado atrás los primeros tiempos de euforia amorosa, lo que una mujer espera de su esposo es afecto, protección y un cierto respeto, cosas que, por lo que el propio Cimitarra aseguraba, es algo que se consigue mucho más fácilmente cuando se cuenta con la desinteresada colaboración de tres compañeras.
Según las estadísticas, en nuestra superavanzada civilización cristiana abundan cada día más los casos de esposas tan brutalmente maltratadas que se ven obligadas a huir de sus hogares y buscar la protección de la justicia, pero no obstante, los casos de auténtica violencia doméstica apenas se dan entre los pueblos que practican la poligamia, ya que cuando se dan, el que realmente suele acabar malparado es el hombre.
A mi entender, y no es más que una opinión totalmente profana, el hombre violento no suele ser más que un frustrado que necesita culpar a alguien de sus limitaciones. En los malos momentos su subconsciente achaca a una determinada persona — por lo general la esposa- las causas por las que las cosas no resultan tal como hubiera deseado, por lo que ésta acaba siendo la víctima de su furia.
Sin embargo, resulta mucho más difícil — por no decir imposible- que un subconsciente, por burro que sea, culpe a cuatro mujeres por una limitación que en la mayor parte de los casos acostumbra a tener un componente sexual. Simplificando mucho, cabría asegurar que el marido que un día no consigue tener una erección, descarga las culpas sobre la inapetencia o inoperancia de su compañera de cama, pero si le dan la oportunidad de elegir entre cuatro compañeras de cama y ninguna le excita lo suficiente, se verá obligado — lo quiera o no- a asumir sus propias responsabilidades.
En ese caso, la cura de humildad es para los hombres, no para unas mujeres que en nuestra cultura acaban demasiado a menudo considerándose un trasto inútil puesto que sus ajados encantos no consiguen despertar la libido de sus aburridos esposos.
Si fracasas en una cama acuéstate en otra. Si fracasas en cuatro, acuéstate en el suelo. Y cuatro mujeres, aunque se disputen el afecto de un solo hombre, se sepan rivales e incluso se odien, nunca se sentirán solas.
En un harén no existe la soledad, a menos que se busque. Existe una vieja oración beduina hermosamente orientativa: