Le reventé la cabeza.
La bala le debió penetrar por el maxilar izquierdo, en ángulo ascendente y estoy convencida de que no tuvo tiempo de llegar a la conclusión de que estaba muerto, ni mucho menos de adivinar quién de entre los espectadores le había enviado tan directamente al otro mundo.
Con el arma aún empuñada me puse en pie de un salto y le grite a Emiliano que sacaran de allí al herido al tiempo que les abría espacio manteniendo al resto de los clientes a raya.
Aún recuerdo la expresión de Hugo. Parecía alelado. Me miraba como si fuera la primera vez que me veía o como si por su mente estuviera circulando la idea de que todo aquello formaba parte del espectáculo.
Alguien gritaba.
Cantantes y bailarines se habían esfumado tras las cortinas, mientras el grupo de japoneses había desaparecido también bajo las mesas.
No obstante, a no m s de tres metros de distancia, una mujer de mediana edad y oscuras ojeras me observaba con absoluta naturalidad mientras inclinaba la cabeza una y otra vez como si quisiera indicar que aprobaba plenamente mi acción o me felicitara por mi excelente puntería.
Curiosamente, al cabo de los años el recuerdo que con mayor nitidez me ha quedado en la memoria de cuanto aconteció en aquella aciaga noche ha sido el de la complaciente expresión de una señora sentada completamente sola en una mesa, ya que el resto de sus acompañantes andaban arrastrándose por los suelos.
No puedo evitar comparar la escena con la fotografía de Adolfo Suárez impasible en su banco del Congreso mientras el resto de sus señorías se escabullían tras los asientos en el momento en que una impresentable pandilla de guardias civiles indignos de tal nombre agujereaban el techo del hemiciclo.
Me hubiera gustado saber quién era.
Y por qué me miraba de aquella forma.
Y me hubiera gustado averiguar por qué extraña razón el terror que nos atenazaba a todos — incluso a mí, que era quien empuñaba el arma- no parecía afectarle en absoluto.
Su expresión era de absoluta serenidad. Ni frialdad, ni indiferencia; únicamente serenidad.
En ocasiones he llegado a preguntarme si entra dentro de lo posible que gran parte de mi vida la haya dedicado a intentar aprender a mantener el mismo elegante distanciamiento ante la sensación de peligro, puesto que para aquella mujer — quienquiera que fuese- el hecho de ser testigo neutral de cuanto estaba sucediendo a su alrededor parecía tener mucho m s valor que su propia vida.
No era curiosidad malsana, ni amor al riesgo: era que en tan difíciles circunstancias le había correspondido estar allí, y allí seguiría pasara lo que pasara.
Siempre la he admirado.
Siempre he deseado parecerme a ella.
La vi sólo un minuto mientras intentaba sacar del atestado local a un hombre malherido pero pese a la confusión y el lógico desconcierto, su imagen permanece grabada en mi cerebro y quiero suponer que morir conmigo.
Al-Thani estaba jodido. Bastante jodido.
Con tres balas en el cuerpo, desangrado, medio muerto y avergonzado por el hecho de haberse dejado sorprender por alguien cuyas mañas conocía sobradamente.
— Olvidé que era zurdo! — fue lo primero que dijo en uno de los escasos instantes en que recuperó el conocimiento-. Estúpido de mí, olvidé que era zurdo!
Me consta que la evidencia de tal error le martirizó hasta el día de su muerte, ya que la bala que se alojó junto a su columna vertebral, y que a menudo le producía terribles dolores, se encargaba de recordárselo.
También le martirizaba la evidencia de no haber conseguido recuperar el dinero, puesto que a su modo de ver la simple desaparición física de Yusuff no solucionaba los problemas económicos y logísticos de su organización.
Muerto el perro se acabó la rabia.
Muerto el turco se esfumó el dinero.
Cuando pretendo evocar lo que ocurrió en los días que siguieron, los recuerdos acuden a mi mente como rodeados de una nebulosa grisácea. Las imágenes entran y salen de mi cabeza al igual que los personajes de una película de Antonioni, o la enervante cantinela de EI año pasado en Marienbad, como si en lugar de seres de carne y hueso, cuantos nos movíamos por una casa a la que la muerte había puesto cerco fuéramos silenciosos fantasmas.
Al-Thani agonizaba.
¿Se puede emplear el término agonizar refiriéndose a alguien que tiene ya un pie al otro lado de la raya, pero que al final decide quedarse en este mundo?
Nunca he sabido a ciencia cierta si se llega a agonizar sin acabar muriendo.
¿Es la agonía el preludio de la muerte sin remedio, o permite conservar una brizna de esperanza?
¿Qué diablos me importa?
¿Y a qué viene perder el tiempo con cuestiones tan estúpidas?
Lo cierto es que Al-Thani estaba jodido, Emiliano asustado, Alejandro perplejo, Diana en Oviedo, y yo en la nebulosa.
Debería haber empleado el término moribundo, no agonizante. Es más preciso, aunque jodido también se me antoja bastante preciso. Teníamos que conseguir a un cirujano y Emiliano lo consiguió.
Santo Cielo, qué cirujano! En realidad era un yonqui más colgado que un jamón, que admitió no haber pisado un quirófano durante los últimos ocho años.
Las manos le temblaban de tal forma, que cuando acabó de extraer la primera bala cabría asegurar que al pobre Cimitarra le habían disparado con una Mágnum en lugar de con una casi inoperante automática del veintidós.
Aborrezco la visión de la sangre. Admito que tengo justa fama de sanguinaria, pero el hecho de haber matado a mucha gente no significa que me guste verla muerta.
Casi siempre que he matado he procurado hacerlo con la exclusiva finalidad de darle una solución concreta a un difícil problema. Todo lo demás, por error, pero nunca por la satisfacción o el morbo de matar. No me produjo la más mínima satisfacción acabar con el turco.
Estaba allí frente a mí, a punto de freír a quemarropa a alguien a quien apreciaba y quiero creer que mi reacción fue hasta cierto punto lógica. Y no me arrepentí por haberlo hecho. Al menos, no por aquel entonces.
Si no recuerdo mal, el haberle volado media cara no me privó ni de una sola hora de sueño. La inquietud provenía únicamente de la evidencia de que un querido compañero se nos iba de las manos, y teníamos la absoluta seguridad de que la policía andaba buscándonos. La idea de pasarse media vida en la cárcel cae de pronto como una losa sobre la nuca.
Ya no eran niñerías. Ya no se trataba de un pequeño atraco, o de un ingenioso asalto a un furgón blindado. Ahora existía un cadáver. Y docenas de testigos que podían señalarme con el dedo. Admito que me sentía como la muchachita que se ha ido por primera vez a la cama con un hombre y se pasa casi un mes convencida de que se ha quedado embarazada.
Tenía la impresión de que llevaba escrita en la frente la palabra asesino y todo el mundo conocía mi secreto. Incluso Emiliano y Alejandro me miraban de un modo diferente. El primero jamás había matado a nadie. Sospecho que el segundo tampoco.
Y allí estaba yo, la joven inocente, soñadora e inexperta; su oscuro objeto de deseo, convertido como por arte de magia en un ser mucho más peligroso de lo que ellos soñaran serlo nunca.
Supongo que les desconcertaba mi sangre fría. Y la indiferencia con que parecía enfrentarme al hecho de que había enviado al turco al otro barrio.
¿Me cogieron miedo?
No lo sé. Quizá miedo no sea la palabra idónea, pero lo que s¡ es cierto es que a partir de aquella noche empezó a nacer la leyenda de la Sultana Roja.
¡Qué estupidez!
Los seres que se convierten en leyenda, y admito que lo soy contra mi voluntad, no lo consiguen a base de proponérselo. Es algo que viene dado por sí mismo; que nace y crece a su alrededor como un inexplicable don o como una mala hierba porque ese era su destino y así estaba escrito desde antes incluso de nacer.