La mejor prueba está en la evidencia de que la noche que llegué al tablao ni siquiera sospechaba que fuera a convertirme en líder de nada. Ni siquiera sé aún qué era lo que andaba buscando.
Pero apenas unos minutos m s tarde tenía ya un muerto sobre mi conciencia y un montón de testigos capaces de jurar que ni tan siquiera había pestañeado a la hora de cargarme a un maldito hijo de puta que empuñaba un arma.
Desde el primer momento resultó evidente que era buena en mi oficio y lo único de lo que estoy completamente segura a estas alturas es de que el mundo está plagado de ineptos. Ineptos y chapuceros incluso a la hora de matar.
He visto a un cretino que se consideraba profesional, apuntarle a un gordinflón a menos de tres metros de distancia para pegarle el tiro a un cuadro de la pared, y he visto volatilizarse a un experto en explosivos porque le tembló el pulso a la hora de cortar un simple cable.
Alejandro era ya una reliquia pintoresca.
Emiliano un aprendiz de brujo.
Diana una maruja trasvestida de terrorista, y Vicente un pobre aprendiz de relojero
que lo único que hacía bien era conducir un coche y recibir órdenes.
Pero a mi modo de ver resultaba sin lugar a dudas el más valioso de los cuatro, ya que saber aceptar órdenes e interpretarlas correctamente no es tarea fácil. Por desgracia, quienes son buenos a la hora de obedecer no suelen ser buenos a la hora de ordenar.
El mejor soldado es aquel que está íntimamente convencido de que jamás conseguiría ser un buen general. No piensa, no cuestiona, no discute. Obedece y punto. El conocimiento de nuestras propias limitaciones sirve a menudo para proyectarnos por encima de dichas limitaciones.
La ignorancia sobre nuestras auténticas fronteras nos impide a menudo aproximarnos a ellas.
¿Dónde estaban por aquel tiempo mis fronteras?
Mucho más allá de lo que yo misma imaginaba, puesto que abundan las mujeres de apariencia fría y distante que resultan ser profundamente apasionadas y por lo tanto vulnerables, mientras que mi aspecto exterior era el de hembra fogosa y podría añadir que incluso volcánica, cuando lo cierto es que había demostrado sobradamente mi capacidad de controlarme bajo cualquier circunstancia.
Corría con ventaja, aunque creo recordar que paseando una de aquellas tardes por el campo llegué a la conclusión de que si lograba salir con bien de semejante embrollo y no me veía obligada a enterrar a Cimitarra, enterraría a mi vez el hacha de guerra, olvidaría tanta locura, y me volvería a Sevilla, a cuidar de mi madre y ver crecer a mis hermanos.
Sebastián lo comprendería.
Desde donde quiera que estuviese aplaudiría mi decisión, consciente de que aquella venganza que aún no tenía — ni tendría nunca- un rostro determinado, se había convertido en una carga demasiado pesada para una sola persona, puesto que hiciera lo que hiciera y por mucho que me esforzara, aquélla era una absurda empresa condenada de antemano al fracaso.
Aparte de que Sebastián jamás demostró ser un hombre vengativo. Ni de su propia muerte. Su bondad era tanta que hubiera sido incluso capaz de perdonar a sus asesinos con tal de que a mi vez yo fuera capaz de encontrar la paz de espíritu.
Sé que no hubiera aprobado la muerte de Yusuff.
¿Por qué tenía que mezclarse su pequeña en un asunto tan sucio?
Me acomodé sobre una roca, observé cómo los últimos rayos del sol enrojecían las nubes que revoloteaban sobre la sierra de Guadarrama y por primera vez en mucho tiempo me sentí en paz conmigo misma por el simple hecho de comprender que estaba a punto de tomar una acertada decisión.
Me avergьenza reconocer que aquélla fue, quizá la última vez en que pasé al menos una hora en paz conmigo misma. La última vez que fui — por muy corto espacio de tiempo- Merche Sánchez Rivera.
La última vez que me sentí hasta cierto punto joven. Esa misma noche, y en el momento mismo de encender la televisión, me golpearon como un mazazo en el rostro las imágenes de una treintena de seres inocentes destrozados por culpa de una bomba que alguien — más tarde se supo que había sido un comando itinerante de ETA- acababa de colocar en el aparcamiento subterráneo de un hipermercado de Barcelona.
Aquellos cuerpos desmembrados, aquellos rostros abrasados y aquellos gritos de dolor, me devolvieron a un pasado del que acababa de intentar liberarme como quien se libera de unas viejas botas, haciéndome comprender que mientras continuaran existiendo alimañas capaces de causar tanto daño, tenían que seguir existiendo cazadores de alimañas como yo.
Supongo que fue ese día cuando en realidad comenzó a tomar cuerpo la temible bestia que llevaba dentro. El día de mi confirmación. El día en que la ira más negra y abismal se instaló en mis entrañas, ocupando todos y cada uno de sus espacios, hasta el punto de que llegó un momento en que cabría asegurar que rebosaba de mi interior como un sudor helado que impregnaba mis ropas.
En cada cadáver me parecía distinguir los rasgos de Sebastián. En cada quemadura su dolor. En cada llanto, mis mil noches de llanto. Me acosté con el odio; me revolqué con él sobre las sábanas; permití que me penetrara con un gigantesco pene hecho de hierro y fuego que dejó en mi interior su semilla maldita, y es ése un hijo que jamás verá la luz pese a que han pasado ya diez largos años, y que a cada instante se revuelve y me golpea las tripas para que no le olvide.
Aún sigue ahí y me consta que jamás abandonará a su madre.
Supo vencer al amor y destruirlo cuando el amor me visitó en un tiempo, y ha vencido también a la compasión que en raras ocasiones me rondó muy de cerca.
Sigue siendo mi amante, y sigue siendo mi dueño.
¿Quién asegura que no estoy loca?
Únicamente yo.
Locos están los que contemplaron aquellas imágenes y pudieron seguir viviendo como si nada hubiera pasado.
Locos están los que escucharon cómo un hombre clamaba porque en un instante le habían arrebatado a su esposa y sus hijas y no reaccionaron.
Locos están los que aquella terrible noche no se acostaron con odio en las entrañas.
Yo soy la única cuerda.
La que busca venganza.
La que está dispuesta a ser más violenta que los violentos y más cruel que los crueles.
La que carga la cruz del dolor ajeno.
La que grita hacia dentro.
Ay de vosotros, los que me arrebatasteis todas mis alegrías!
Sebastián era mi padre, pero era también mi esposo y mi hijo, y el hijo de mis hijos y mil generaciones de mi sangre.
Dondequiera que estéis, temblad.
Os espera el infierno, lo sé, pero en ese infierno también estar‚ yo para conseguir que el mismísimo Satanás se os antoje un inepto.
Para ya…! No te revuelvas más, ni continúes golpeándome las tripas.
Siento cómo las gotas de sudor me empapan y sé muy bien lo que eso significa. Estás despierto. El recuerdo de aquella noche te ha devuelto a la vida y cada vez que tú resucitas yo muero un poco. Quiero dejar de escribir pero no puedo.
Si no lo hago acabar‚ por golpearme la cabeza contra el muro.
Gritaré. Gritaré hacia dentro y sé por experiencia que esos gritos me desgarrarán el corazón y el alma. Debo pensar en otra cosa.
¿Dónde estaba?
¡Al-Thani!
Debo volver con Al-Thani y olvidarme del resto.
Cimitarra agonizaba.
¿O acaso no es correcta esa palabra?
No. Creo que ya he decidido que no era ésa la definición exacta de lo que le estaba sucediendo. Por suerte tenía el mismo tipo de sangre que Diana.
¡Pobre Diana! La obligamos a regresar de Oviedo, a ella que la simple visión de una aguja penetrándole en las venas le ponía al borde de un ataque de nervios.