Era como una madre amamantando a su hijo a base de sangre fresca día sí y día no, y cada vez que lo hacía se quedaba blanca como el papel y fría como el cristal de una ventana.
A veces pienso que fue aquella experiencia la que le impulsó a abandonar el terrorismo activo.
¿Quién puede tomarse en serio a una terrorista a la que le aterrorizan las jeringuillas?
Pero conseguimos lo que nos proponíamos; mantener con vida a un hombre que parecía haberse convertido en una sombra de lo que fue en otro tiempo.
Cuando al fin comenzó a regresar de entre los muertos se acomodó en el porche a contemplar durante horas las nubes que corrían sobre la sierra.
Permaneció mudo, y como ido, durante diez largos días. A menudo me asalta la impresión de que hubiera preferido quedarse para siempre al otro lado de la raya.
Hay hombres, y Al-Thani era uno de ellos, a los que el fracaso destruye más fácilmente que las balas. Que una bala te alcance depende de tu enemigo y de la suerte. Que te alcance el fracaso tan sólo depende de ti mismo.
Debe resultar hartamente frustrante llegar desde Estambul en pos de alguien que a las primeras de cambio te fríe a tiros. Sobre todo si has necesitado toda una vida para ganarte justa fama de profesional altamente cualificado. Es como si me hubiese chamuscado el cabello la noche en que le prendí fuego al Teatro Real…
A menudo tomaba asiento a su lado y me pasaba largas horas contándole la última película que había visto, confiando en que de ese modo conseguiría obligarle a volver a la realidad.
No parecía interesarle. Nada le interesó hasta el atardecer en que se me ocurrió comentar que había decidido impedir que doña Adela volviera a lambrusearme.
— No la soporto! — dije-. Cada vez que me toca me entran ganas de vomitar e imagino que si he sido capaz de matar a un hombre ser‚ capaz de ganarme la vida sin tener que depender de semejante guarra.
Me miró como si acabara de despertar de un largo sueño, e imagino que en ese mismo instante debió cruzar por su mente la idea de que existían problemas que poco tenían que ver con sus errores.
Quizá tomó conciencia de que el mundo seguía girando a pesar de que le hubieran metido tres balas en el cuerpo.
— Perdona — musitó al fin.
— ¿Qué quieres que te perdone? — inquirí feliz al descubrir que al menos había conseguido que abriera la boca.
— Mi egoísmo — susurró con apenas una leve sonrisa amarga-. Olvidé que no puedo aspirar a convertirme en el centro del universo.
Era un gran tipo, y en ocasiones aún me pregunto por qué tuve que ser yo quien le matara.
Pero si se dan tantos casos de parejas que no pueden vivir el uno sin el otro para acabar odiándose a muerte, ¿qué tiene de extraño que fuera yo quien arrebatara una vida que tanto esfuerzo me había costado conservar?
Lo triste hubiera sido que lo matara Diana a costa de derramar su propia sangre. Pero Diana se fue a su pueblo y a los pocos meses se casó.
¿Lo he dicho ya?
Sí, creo que ya lo he dicho: se casó y tuvo tres hijos.
¡Afortunada ella!
Por lo que a mí respecta las cosas comenzaron a precipitarse a partir del momento en que nos llegó el rumor de que Vicente había sido detenido en Orense, y aunque no teníamos ni la menor idea de qué tipo de acusaciones pesaban sobre él, la evidencia de que estaba en condiciones de implicarnos en muchas de sus acciones nos metió el miedo en el cuerpo.
Vicente lo sabía casi todo sobre Alejandro y Emiliano y bastante sobre Diana y sobre mí ya que conocía perfectamente el caserón de la carretera de Toledo que había acabado por convertirse en una especie de cuartel general de la organización, e incluso el emplazamiento aproximado del chalet en el que ocultábamos al herido.
Si admitía su relación con el grupo, era de suponer que pasáramos el resto de nuestras vidas en la cárcel, ya que podrían acusarnos de atraco, asalto, estragos, terrorismo y asociación con banda armada… Y en mi caso particular, de asesinato.
Me gustaría poder asegurar que nos reunimos a estudiar serenamente un plan de retirada, pero lo cierto fue que se trató más bien de una precipitada despedida minutos antes de iniciar, cada cual por su cuenta, una enloquecida desbandada.
¡Sálvese quien pueda!
Al oscurecer ya todos se habían ido, por lo que me aseguré de que no quedaba ningún documento comprometedor en la casa, introduje a Al-Thani en el coche y puse rumbo a Madrid.
Me vi obligada a esperar hasta casi las dos de la mañana con el fin de que ningún vecino se percatara de nuestra presencia, antes de introducir casi a rastras en el portal a un Cimitarra que en aquellos momentos más bien parecía una gumía, y subirlo a mi apartamento.
Lo acosté en mi cama y pasé el resto de la noche en vela, tumbada en el sofá, agobiada por la desapacible sensación de estarme comportando como una estúpida araña que fuera tejiendo muy lentamente una espesa tela a su alrededor sin tener en cuenta que ella era la única víctima atrapada.
Yo misma me iba empantanando irremediablemente día tras día.
A la semana o poco más, hizo su aparición doña Adela, que no pareció mostrarse en absoluto sorprendida por el hecho de que no le permitiera penetrar en el dormitorio.
— Supongo que pronto o tarde tenía que ocurrir — señaló con notable tranquilidad-.
¿Quién es? ¿Un compañero de universidad? ¿O tal vez una compañera?
— Ni una cosa ni otra — repliqué-. Se trata de un amigo que necesita ayuda.
— ¿Qué clase de ayuda?
— Nada que te concierna — le hice notar-. Lo nuestro se acabó.
Tomó asiento, me observó largamente y por último hizo un levísimo ademán de asentimiento con la cabeza.
— ¡De acuerdo! — admitió-. Lo que dura dura mientras dura, y me da la impresión de que tienes problemas. ¿Me equivoco? — ante mi negativa insistió-. ¿Qué clase de problemas?
— Graves problemas — le hice notar-. Y lo mejor que podría ocurrirte sería que nadie te relacionase nunca conmigo. Si quieres un buen consejo, olvida que me has conocido.
— Eso me va a resultar difícil — replicó con un leve temblor en la voz-. Muy, muy difícil!
Abrió el bolso, extendió un más que generoso cheque y lo dejó sobre la mesa.
— Espero que contribuya a solucionar tus problemas — musitó casi con un susurro. Salió cerrando muy suavemente la puerta a sus espaldas, y cuando atisbé por la ventana la vi cruzar la calle como si hubiera envejecido cien años.
En la esquina se detuvo, alzó el rostro, me miró, se apoyó unos instantes en un poste de la luz, y por último reinició su camino y se perdió de vista saliendo de mi vida para siempre.
Ya no siento por ella ni asco, ni odio, ni rencor.
Jamás me forzó a nada, nada le di, y por su parte tan sólo me dio lo único que tenía: dinero.
Cambié el cheque, entregué mi viejo coche como parte del pago de una minúscula camioneta de segunda mano y le pregunté a Hazihabdulatif si creía encontrarse en condiciones de emprender un viaje.
— ¿Qué clase de viaje? — quiso saber.
— No tengo ni idea — reconocí-. Pero debe ser uno que nos lleve muy lejos. Vicente no sabe dónde vivo, pero los otros sí. Si atrapan a cualquiera de ellos caeremos todos.
Cerró los ojos, meditó un largo rato y por último hizo un leve gesto de asentimiento.
— ¡De acuerdo! — dijo-. Nos iremos a Marruecos. Tengo amigos allí.
Cambiar de aires, y que esos aires fueran marroquíes se me antojó una excelente idea, por lo que al día siguiente empaqueté mis escasas pertenencias y sobre las tres de la mañana de un bochornoso sábado, cargué con el aún debilitado Al-Thani para acostarlo en la parte posterior de la camioneta.
Una extraña sensación de angustia se adueñó de mi ánimo en el momento de comenzar a circular por las tranquilas calles de una ciudad que no hacía mucho imaginaba que se convertiría en mi lugar de residencia definitiva. De haber elegido un camino más cómodo, probablemente hubiera encontrado en Madrid a un hombre con el que formar un hogar, tener hijos y aspirar a un futuro tranquilo y feliz, tal como debería corresponder a una muchacha de mi edad.