Выбрать главу

No obstante, allí me encontraba ahora, iniciando un primer exilio y en el umbral de lo que habría de convertirse en una interminable huida en compañía de un extraño que en cualquier momento podía quedarse muerto o paralítico por culpa de la insidiosa bala que continuaba alojada junto a su columna vertebral.

Visto desde una cierta perspectiva, debo reconocer que nunca deberían haberme llamado Sultana Roja, o Antorcha, sino más bien la Enterradora, dado que me esforcé como nadie se ha esforzado jamás que yo recuerde, a la hora de ir cavando, día a día y a conciencia, su propia fosa.

Si alguien se sepultó a sí misma palada tras palada, para acabar colocando una pesada lápida sobre su tumba, ésa fui yo, que si bien en un tiempo llegué a considerarme superior al resto de los mortales, a la larga me vi obligada a reconocer que di un auténtico recital de estupidez sin paliativos.

Siempre se ha dicho que la venganza es un plato que debe comerse frío, pero nadie ha añadido que cuando al fin consigues comértelo está ya tan putrefacto que te envenena el alma.

Se puede dedicar toda una vida a intentar construir algo. Se consigue o no se consigue; depende del esfuerzo y de la suerte. Pero no se debe dedicar toda una vida a intentar destruir algo. Se consiga o no, lo único que perdura es la desolación.

Yo soy el mejor ejemplo; sacrifiqué mi existencia a la persecución de un ideal de signo negativo, y el resultado no pudo ser m s indigno y miserable.¡Tanto esfuerzo para llegar a esto!

Aún no había cumplido veintiún años, me consideraba casi una niña, y ya Madrid me despedía suplicándome que no volviera nunca.

Aún no había cumplido veintiún años, ni siquiera sabía lo que era el amor, y ya conducía un coche cargado de odio.

Aún no había cumplido veintiún años, ni siquiera había empezado a labrarme un futuro, y ya arrastraba tras de m¡ un sangriento pasado.

Aún no había cumplido veintiún años, y ya me parecía haber cumplido cien.

Pero no conseguía evitar ser como era. Tenía plena conciencia de la magnitud de mis errores, pero una invencible fuerza interior me impulsaba a cometerlos.

Me comportaba como el alcohólico que busca una y otra vez la botella, o el drogadicto fascinado por la aguja hipodérmica.

Algo no regía bien en lo m s recóndito de mi cerebro y lo sabía, pero me dejaba arrastrar por mis peores impulsos sin oponer resistencia. No; en el juicio no intentar‚ alegar locura.

Dudo que nadie haya estado nunca tan consciente como yo del alcance y la magnitud de sus actos. Y dudo que alguien haya tenido más claro que yo dónde está exactamente la frontera que separa el bien del mal.

Cada vez que la crucé, y la crucé un millón de veces, me arrepentí de antemano pero seguí adelante. No obstante, y que yo recuerde, aquella noche fue, quizá, una de las contadas ocasiones en las que conseguí sobreponerme y me detuve a tiempo de provocar una catástrofe de incalculables proporciones.

Llevaba casi media hora callejeando sin lograr orientarme en busca de la mejor forma de acceder a la carretera que habría de conducirme a Andalucía y Marruecos, cuando advertí que el piloto que anunciaba que me estaba quedando sin gasolina llevaba un buen rato encendido.

El furgón era recién comprado y de segunda mano, creo que ya lo he dicho, por lo que no tenía ni la más mínima idea de cuánto tiempo duraría la reserva, y eso hizo que comenzara a inquietarme ante la posibilidad de quedarme tirada en plena calle en compañía de un herido de bala.

Me estrujé el cerebro tratando de recordar a qué gasolinera podría encaminarme a aquellas horas de la noche, pero por m s que me esforcé no me vino ninguna a la memoria. Era como si la mente se me hubiera quedado en blanco a ese respecto, o como si Madrid se hubiera convertido en una capital en la que por las noches no circulara ni un solo automóvil.

Di vueltas y más vueltas hasta que al fin apareció ante mi como un oasis en mitad del desierto. No era una estación de gasolina propiamente dicha, sino tan sólo un surtidor solitario y sin vigilancia, pero en cuyo letrero luminoso podía leerse que expendía gasolina súper automáticamente.

Jamás me había percatado con anterioridad de su existencia. Jamás se me ocurrió siquiera que pudiera funcionar a base de insertar billetes con los que obtener el carburante que estuviera necesitando.

En un primer momento se me antojó una magnífica idea; una solución perfecta para quienes se encontraban como yo en un apuro, pero en el momento de concluir de llenar el depósito caí en la cuenta de que me bastaba con seguir introduciendo billetes en el cajero, para que aquella máquina, sin el menor sentido de la responsabilidad, continuara vomitando gasolina sin detenerse a meditar sobre el buen uso que sé iba a hacer de ella.

Años más tarde, cuando el Gran Martell alzó la mano pidiendo la palabra, se puso en pie y comunicó a la veintena de asistentes que había encontrado la forma de castigar duramente a la retrógrada civilización capitalista, no pude por menos que admitir que aquella apocalíptica idea me había cruzado por la mente la noche que abandoné Madrid.

— Tenemos un arma terrible al alcance de la mano — comenzó-. Un arma que ellos mismos, con su ambición sin límites, han puesto a nuestro servicio. La mayor parte de las capitales europeas cuentan con pequeños surtidores de gasolina que, sin vigilancia alguna, parecen haber sido instalados con el exclusivo fin de proporcionarnos los explosivos que necesitamos, a bajo precio, y sin peligro alguno de manipulación por nuestra parte.

Recuerdo bien que un sordo rumor se extendió por la sala y que la mayoría de los presentes se consultaron con la mirada asintiendo ante una realidad en la que hasta ese día ni siquiera habían reparado.

— Combustible en abundancia, de buena calidad, y a un magnífico precio, puesto que resulta muchísimo más barato que el amonal. Y lo han colocado justo donde lo necesitamos: en el corazón de las ciudades que pretendemos destruir; a tiro de piedra de los cuarteles, las comisarías, los hoteles de lujo y los palacios.

— Martell se complació en mirarnos a los ojos uno por uno, haciendo una larga pausa con la que pretendía permitir que su diabólico plan se fuera abriendo paso hacia nuestros corazones, y al fin añadió golpeando levemente la mesa tras la que se sentaba.

¡Si una noche! Una única noche! La misma y a la misma hora todos nosotros y cuantos aquí representamos, nos ponemos de acuerdo permitiendo que la gasolina de esos surtidores inunde las ciudades para prenderle fuego al unísono, yo Martell os garantizo que habremos asestado un golpe mortal a nuestros enemigos.

¿Cómo es que tardaron tanto tiempo en darse cuenta?

¿Cómo es que un superdotado como Martell o cuantos le rodeaban necesitaron años para descubrir algo que yo comprendí al primer golpe de vista en cuanto concluí de llenar el depósito de mi coche?

¿Cómo es que tantas policías y servicios de seguridad de tantas capitales importantes no han reparado en el hecho de que han puesto en manos de terroristas, locos o simples gamberros, la vida de millones de seres inocentes?

¿Y cómo es que yo misma, que me percaté de tal peligro años atrás, permití que una idea tan terrible quedara archivada en algún perdido rincón de mi cerebro sin caer en la cuenta de que lo que se me acababa de ocurrir podría ocurrírsele algún día a un ser tan peligroso como Martell?

Admito mi culpa. Tantas culpas estoy admitiendo ya, y con tanta razón la mayor parte de las veces!

Si aquella lejana y bochornosa noche de verano no me hubiera encontrado egoístamente preocupada por m¡ misma, ni me hubiera esforzado de aquel modo por eludir las consecuencias de mis actos, tal vez hubiera reparado en el hecho de que mi primera obligación como ser humano era la de advertir que miles de vidas de seres inocentes corrían el riesgo de perecer cruelmente inmoladas por semejante derroche de desidia, incoherencia y avaricia.