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¿Quién había sido el canalla o el estúpido que instaló tales artefactos?

¿Quién el corrupto o el inconsciente que los autorizó?

¿Quién el loco o el miope que permitía que continuaran allí como amenazantes soldados enemigos infiltrados en nuestra retaguardia?

Y peor aún… ¿ Quién soy yo para acusar a nadie, si resulta evidente que tomé conciencia de ello y no moví un solo dedo para poner remedio?

Canalla, estúpida, corrupta, inconsciente, loca y miope. Esa soy yo! o al menos eso he sido todo este tiempo, puesto que pensé en mí misma y en mi salvación antes que en nadie, y apenas desemboqué en la autopista de Andalucía toda mi atención se concentró en el hecho de que transportaba un herido, y que si por cualquier circunstancia la policía me detenía acabaría entre rejas para siempre.

Es largo el camino cuando el miedo es tu copiloto. Largo cuando son negros tus pensamientos. Largo cuando divisas a lo lejos las blancas motos y los verdes uniformes. Largo cuando atisbas por el espejo retrovisor temiendo que en ese instante el hombre del casco trepe a su m quina y se lance en tu persecución. Largo y angustioso cuando un bache inoportuno obliga a tu pasajero a lanzar un incontenible gemido de dolor. Y largo y sofocante cuando el sol de La Mancha comienza a caer a plomo sobre un viejo cacharro recalentado y se hace imprescindible concentrarse al máximo porque docenas de trastos semejantes — e incluso peores- avanzaban dando tumbos en la misma dirección.

Y es que aquélla era la época elegida por los magrebíes para pasar las vacaciones de verano en sus casas, y miles de ellos llegaban desde todos los puntos de Europa, rumbo al Estrecho.

Durante las peores horas de calor busqué refugio en un bosquecillo que se alzaba a poco menos de un kilómetro de la carretera, y dejando a Al-Thani instalado a la sombra me encaminé a la gasolinera m s cercana con el fin de repostar nuevamente y conseguir algo de comer y un bidón de agua con la que asearme un poco.

Al verme regresar Al-Thani me observó con una sonrisa que era m s bien una mueca.

— Si me muero limítate a enterrarme envuelto en una sábana — dijo-. A los mahometanos no nos gustan los ataúdes.

Al poco se durmió otra vez, y mientras caía la tarde y me ensordecía el canto de las chicharras le observé al tiempo que me preguntaba qué diablos hacía yo en mitad de la meseta castellana en compañía de un moro moribundo. A decir verdad me he pasado gran parte de la vida preguntándome qué hacía yo allí en una determinada circunstancia.

Siempre me las he ingeniado para estar donde no debería estar y en el momento más inoportuno, como si una extraña maldición me persiguiese. Aunque la maldición soy yo, que me persigo a mí misma a todas horas. Y el gran problema estriba en que jamás consigo ni escapar, ni alcanzarme. Voy tras de mí como una sombra que incluso en la oscuridad se aferra a mis talones, tan sólo duerme cuando ya me he dormido y se despierta justo cuando estoy a punto de despertar.

Es una sombra que a menudo me nubla la mirada hasta el punto de que en esos momentos ni siquiera s‚ quién soy ni de dónde provengo puesto que me marca el camino, oscurece mis huellas, y sospecho que cuando baje a la tumba se abrazar a mi pecho.

Durante todos estos años no he sido capaz de encontrar peor enemigo que aquel que llevo dentro, y al que me consta que jamás conseguiré vencer por mucho que lo intente. Los demás no me espantan.

¿O quizá ahora sí?

El calor aumentaba. La lejana carretera se había convertido en una especie de negra cinta solitaria y temblorosa a causa de la reverberación, y el monótono canto de las chicharras invitaba a cerrar los ojos y permitir que la fatiga del largo viaje cobrara su precio.

Me vinieron a la mente los lejanos días en que bajábamos a bañarnos al río y Sebastián se tumbaba a dormitar a la sombra de su olivo predilecto con la cabeza apoyada en el regazo de mamá.

Yo la observaba mientras se mantenía alerta con el fin de espantarle las moscas al hombre que dormía, y su levísimo y casi automático gesto de la mano era como una constante declaración de amor de alguien que vencía su propio sueño con tal de conseguir que su pareja descansara a gusto.

En aquel tiempo imaginaba que algún día también yo me sentaría a la sombra de aquel olivo para que un hombre durmiera en mi regazo. Le espantaría las moscas y le acariciaría muy suavemente la oscura barba que — al igual que Sebastián- jamás se afeitaría los domingos.

Me gustaba la incipiente barba de Sebastián. Limpio y elegante siempre, los domingos se mostraba no obstante informal y casi descuidado; más masculino aún, como si al pie de un olivo hubiese regresado a sus auténticas raíces; a aquel sufrido campo andaluz del que provenía y del que nunca quiso renegar.

Sebastián era un hombre de carrera que no pretendía ocultar sus humildes orígenes, y que sin hacer alarde del duro camino que había tenido que recorrer, se enorgullecía por el hecho de que el día en que llegó a Sevilla para ingresar en la universidad aún calzaba alpargatas.

Y los domingos, cuando bajábamos al río, siempre llevaba sus alpargatas pese a que en el armario guardase dos pares de magníficos botos fabricados expresamente a su medida por el mejor zapatero de Valverde del Camino.

— Las botas son para montar — solía decir-. La tierra hay que pisarla con alpargatas, o no se siente. Sebastián amaba la tierra. Incluso cuando el sol la machacaba como en aquellos momentos. A decir verdad, Sebastián amaba la tierra, las bestias, las plantas, el aire y el agua. Pero sobre todo amaba a los seres humanos.

Lo único que Sebastián aborrecía era la injusticia y la violencia. Tal vez por ello le mataron injustamente y de un modo tan violento.

Me sosegó, como siempre, pensar en él, pero a punto ya de quedarme dormida, algo brilló a lo lejos.

Cerré los ojos.

Pero a los pocos momentos volví a abrirlos.

Ignoro la razón. Fue como un sexto sentido, o como si el miedo me obligase a estar atenta a cuanto ocurriera a mi alrededor. Allí estaba de nuevo, y no era brillo, sino el reflejo de los inclementes rayos del sol contra el espejo retrovisor de un coche que se aproximaba dando tumbos a través de la llanura.

Presté atención. Se trataba de un todoterreno verde que avanzaba sin prisas pero tan en línea recta, que cabría asegurar que sus ocupantes nos habían visto desde muy lejos pese a encontrarnos semiocultos entre los árboles.

El corazón me dio un vuelco. Me esforcé por desechar la idea, pero al poco llegué a la conclusión de que se trataba, en efecto, de un vehículo de la Guardia Civil. Tenía tantísimo calor y me encontraba tan agotada, que deseché la idea de intentar escapar.

¿Adónde iría en compañía de un herido?

Observé a Al-Thani, tan pálido y tan rígido, que al primer golpe de vista se advertía que algo grave le ocurría.

El todoterreno continuaba aproximándose y no existía escapatoria alguna, por lo que opté por ocultar mi revólver entre unos arbustos y aguardar.

Eran dos hombres… ¡Sólo dos!

¡Dios de los Santos! Jamás me había planteado el hecho de que algún día pudiera verme en la necesidad de disparar contra una pareja de la Guardia Civil. ¡Eran tantas las cosas que jamás me había planteado!

La minúscula bola de nieve que tan insensatamente lanzara al aire se había convertido en un alud dispuesto a sepultarme. La brasa que me empeñé‚ en soplar prendió en temblorosa llama. La llama en hoguera. Y la hoguera en fuego incontrolable. El final del camino tan sólo podría ser un infierno hacia el que me precipitaba sin remedio.