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TERCERA PARTE

El fuego

Uno era muy joven, casi un niño. El otro, el sargento, grande y musculoso, tenía la cara abotargada, enrojecida por un bochornoso calor que hacía que su verde camisa apareciese empapada de sudor.

Habían detenido el vehículo en la entrada del bosquecillo y los espié mientras avanzaban por entre la maleza, preguntándome sobre cuál de ellos debería disparar en primer lugar si me veía obligada a hacerlo.

El joven parecía más ágil y por lo tanto tal vez m s peligroso, pero el sargento ofrecía todo el aspecto del hombre baqueteado en incontables enfrentamientos con toda clase de delincuentes, y ducho por lo tanto a la hora de resolver situaciones difíciles.

Recé para que mi plan diese resultado. No deseaba tener que matar a nadie. Tampoco deseaba morir. Pero mucho menos deseaba tener que pasarme años en la cárcel. Por aquel tiempo la cárcel no se me antojaba, como ahora, una especie de liberación.

¿O más bien debería decir refugio cuando consideras que ya no queda ningún otro lugar en que esconderte?

¿Cuántos deber n estar buscándome en estos momentos para matarme?

¿Cuántos habrán puesto precio a mi cabeza?

¿Y cuál ser ese precio?

Alto sin duda. Mucho más alto de lo que nunca supuse, puesto que jamás llegué a imaginar que consiguiera causar tanto daño a tanta gente.

¿Me alcanzar en esta escondida celda la venganza?

¡Ojalá no lo haga antes de que termine lo que estoy escribiendo!

Si no lo termino; si no dejo constancia de por qué hice lo que hice, habré perdido mi vida estúpidamente. Y serán muchos los que habrán muerto para nada.

Seguían avanzando.

Me oculté, y cuando llegué a la conclusión de que se encontraban a menos de diez metros de distancia, comencé a canturrear. Era una cantinela monótona, absurda y sin sentido; lo primero que me vino a la cabeza, pero surtió su efecto, puesto que los dos hombres se detuvieron unos instantes y al poco cambiaron de rumbo para acabar por aproximarse a donde me encontraba.

En el momento justo me volví a mirarles. No di muestras de temor, y ni tan siquiera de sorpresa. Con los pechos al aire, una diminuta toalla anudada a la cintura y el cabello empapado permitiendo que el agua me cayera libremente por los hombros los observé con toda la impasibilidad que fui capaz de demostrar, consciente de que eran ellos los que en verdad se habían sorprendido. Y casi atemorizado.

— ¡La madre que me parió! —exclamó el más joven-.¡Qué tía!

— ¡Calla, coño!

— ¿Pero está usted viendo eso?

— ¿Acaso estoy ciego? — intentó elevar los ojos y mirarme a la cara-. ¿Quién eres? — inquirió trabucándose.

Ondeé en lo alto del palo mayor mi bandera de pendeja, puse cara de estúpida y acabé por pronunciar una frase que me hizo famosa:

— ¿Ahhhh?

— ¿Que quién eres y qué haces aquí?

— ¿Ahhhh?

— ¿Qué te pasa? ¿Es que no me entiendes?

— ¿Ahhhh?

— Debe ser mora.

— Pues joder con la mora! Si todas son así entiendo por qué se tapan tanto.

— Pues lo que es ésta no se corta un pelo.

¿Usted cree que está buscando guerra…?

— Pero qué dices, imbécil! ¿Cómo se te ocurre?

— Es que yo no he visto una tía tan buena en mi vida, mi sargento. A lo mejor quiere dinero.

— ¡Calla o te meto un paquete de no te menees! Vámonos de aquí!

— ¡Pero mi sargento!

— ¡He dicho que nos vamos!

Y se fueron.

Si alguna vez llega a leer lo que he escrito, aquel grandullón puede sentirse orgulloso de su hombría. Y feliz, porque de no haber sido tan estricto tal vez estaría muerto.

Ha pasado mucho tiempo, pero si mal no recuerdo quiero creer que no me encontraba excesivamente dispuesta a perder mi virginidad a manos de una pareja de la Guardia Civil. No es que tuviera nada contra ellos, ni un especial apego a mi virginidad, pero es que estoy convencida de que si la cosa hubiera ido a más habrían acabado por descubrir mi burda superchería. Y en ese caso me temo que no hubiera dudado a la hora de disparar.

¡Disparar!

Resulta tan sencillo.

Un simple movimiento del dedo y el arma obedece ciegamente sin importarle un picequién se ha colocado ante su negra boca.

Lo malo viene después, cuando te detienes a meditar sobre lo que has hecho y te preguntas si el muerto merecía tal destino. Creo que la mayor parte de los que me he llevado por delante se lo merecían, pero aquella pareja no.

Aquella pareja se limitaba a cumplir con su deber pese al tórrido calor de un mediodía de verano manchego, cuando lo lógico hubiera sido que a aquellas horas se limitasen a sestear a la sombra, o a jugar al dominó en cualquier posada del camino.

Se alejaron por donde habían venido, sin que el sargento le permitiera a su subordinado volver ni una sola vez la cabeza, y sin ni reparar en el hecho de que a corta distancia un hombre se desangraba respirando cada vez m s trabajosamente.

Al-Thani ni siquiera se enteró de lo que había pasado.

Tampoco se lo conté nunca. ¿Para qué?

Aguardé a que cayera la tarde, lo acomodé de nuevo en la trasera de la desvencijada camioneta y reemprendí una vez m s el largo camino, rumbo al sur.

Creo recordar que durante aquella interminable noche deseé con toda mi alma que muriese. Si lo hacía me limitaría a enterrarle tal como me había pedido, bien envuelto en una sábana, para encaminarme luego a algún lugar perdido y olvidar para siempre mis ansias de venganza.

Sabría encontrar un hombre que me devolviera la esperanza. Alguien que aunque fuera remotamente se pareciese a Sebastián, y a quién pudiera darle cuanto sabía que llevaba en mi interior sin que le hubiera dado la oportunidad de surgir hasta el momento.

Me empeñaría en hacerle feliz a cambio de que me permitiera dejar atrás mi pasado.¡Qué estupidez!

¿Se puede hablar de pasado cuando aún no se han cumplido veintiún años?

Supongo que sí desde el momento que has dejado un muerto y dos atracos a tus espaldas. Y desde el momento en que estás pensando seriamente en cómo te las arreglar s a la hora de cavar una tumba en mitad de la noche.

De tanto en tanto me detenía para volverme a observar a quien días atrás me fascinaba hablándome de cine.

¡Olía a demonios! Hedía a perro muerto, sudor, orines, vómitos y excrementos. Dios me perdone, pero continuamente tenía que luchar contra el impulso de adentrarme por algún oscuro caminillo, sacarlo de la furgoneta por los pies y abandonarlo, allí, tumbado cara al cielo dejándole morir en paz o concediéndole la oportunidad que alguien lo recogiera y se lo llevara a un hospital al día siguiente.

¿Era valor o miedo lo que me impulsaba a seguir adelante?

Tantos años después aún me lo pregunto, y a fuerza de ser sincera debo admitir que nunca he tenido una respuesta convincente.

¡Un kilómetro más! ¡Sólo uno! Hasta el pueblo siguiente.

Pero avanzaba un nuevo kilómetro, cruzaba frente a un pueblo en penumbras y nunca me decidía a detenerme.

Por fortuna las gasolineras que encontraba en mi camino eran en su mayor parte de autoservicio. Me detenía lo más lejos posible del adormilado guardián que se mantenía en el interior del edificio, llenaba el depósito, me aproximaba a pagar y comprar agua, refrescos y chucherías con las que engañar el hambre, y continuaba carretera adelante sin que el buen hombre se percatara del lamentable estado de mi pútrido pasajero.

Por fin, cerca ya del amanecer, un motel salvador hizo su aparición en el horizonte.

Más que motel propiamente dicho se trataba de una especie de casa de citas de carretera, ya que se podía guardar el coche en un pequeño garaje desde el que se ascendía directamente a un cochambroso dormitorio en el que apenas cabía más que una enorme cama de maloliente colchón.