Pero no hacían preguntas.
Y tenía bañera.
Llamarle bañera constituía a todas luces una exageración, pero me permitió introducir a Hazihabdulatif en el agua para intentar liberarle de la mugre acumulada durante aquel espantoso día.
¿Había hecho todo aquello para convertirme en enfermera?
Supongo que no, pero Al-Thani abrió unos instantes los ojos y pude leer tal gratitud en su mirada que me bastó con ello.
Si alguien me hubiera asegurado en aquellos momentos que sería yo quién le matara, le consideraría un demente.
Estoy segura de que ni su propia madre hizo tanto por conservarle una vida que pretendía escapársele.
¡Qué absurdo puede llegar a ser el destino de los seres humanos!
Qué absurdo y qué caprichoso. Me tendí a su lado, los dos desnudos y empapados en un vano intento por luchar contra el insoportable calor que se apoderaba desde mediada la mañana de aquel infecto cubículo, y dormimos así, el uno junto al otro durante dos largos días con sus correspondientes noches.
No se escuchaba más rumor que el de los camiones que cruzaban por la cercana carretera y la encargada del local, una vieja gruñona y sarmentosa debió suponer que estábamos viviendo una apasionada y agotadora historia de amor.
Aún me pregunto cómo se las arregló Hazihabdulatif para sobrevivir.
Pero lo hizo y al oscurecer del tercer día se irguió en la cama para señalar con voz ronca y pastosa:
— ¡Vámonos!
— ¡Estás demasiado débil!
— Peor estaré si nos atrapan. Llevamos aquí demasiado tiempo y eso siempre acaba por despertar sospechas.¡Vámonos!
La vieja dormía cuando le ayudé a acomodarse en la furgoneta y abandonamos aquel espantoso lugar de pesadilla como una oscura sombra tragada por las sombras de la noche.
Al amanecer me encontraba en mi tierra.
¡Andalucía!
Fue un impulso absurdo e infantil, lo reconozco, pero cuando mediada la tarde cruzamos cerca del único lugar en el que he sido realmente feliz, no pude resistir la tentación y abandoné la autopista para atravesar campos y pueblos y acabar por detenerme frente al blanco caserío que ocultaba en cada rincón y cada patio mis más preciados recuerdos.
Lucero pastaba en el campo.
Uno de los perros, Canijo, me reconoció en el acto y corrió a olisquearme las piernas. El otro, Bandido, probablemente había muerto de viejo. Salí del coche y avancé unos metros acariciando al chucho y recorriendo con la vista objetos y lugares que me devolvían a un tiempo que no hubiera querido abandonar nunca.
El árbol del columpio; la mesa en que nos sentábamos a cenar las noches de verano; el pozo del que los niños sacaban el agua cada tarde, y el porche bajo el que Sebastián extendía su multicolor hamaca caribeña.
¡Y las macetas!
Docenas de macetas repletas de claveles y geranios que mi madre había ido colocando aquí y allá día tras día y año tras año, y aún me parecía estarla viendo mientras daba unos pasos hacia atrás para cerciorarse de que ocupaba el lugar exacto para el que estaba destinada.
Al-Thani dormitaba amodorrado.
Yo soñaba despierta, puesto que durante años había soñado igualmente despierta con la posibilidad de regresar a aquella casa y aspirar de nuevo el olor del establo, de la hierba recién segada, del fuego de leña y de la albahaca plantada junto a la puerta para alejar a los mosquitos.¡Mi hogar! El único que tuve nunca.
El que Sebastián nos dio. El que escuchó nuestras risas. El que fuera mudo testigo de tantas noches de amor inimitable.
— ¡Largo de aquí!
— Tan sólo estoy mirando.
— No tienes nada que mirar. Esto es propiedad privada.¡Largo he dicho!
Lo recordaba muy bien. Era el hermano mayor de la mujer de Sebastián; aquel que un día nos echó de la casa sin permitirnos llevar más que lo puesto.
Pero no experimenté rencor alguno, puedo jurarlo.
Tenía más que sobradas razones para aborrecer a un mal nacido que nos había puesto en la calle sin detenerse a meditar en que no éramos más que unos niños, pero insisto que en aquel momento no pensé en ello, sino únicamente en el hecho de que quería permanecer unos minutos más allí, contemplando la casa.
— ¡Ataca!
Canijo ni se movió siquiera. Tal vez, si se lo hubiera pedido yo, le hubiera atacado a él. Era un tipo en verdad miserable, enclenque y encorvado; una caricatura de hombre que pareció entender de inmediato que jamás conseguiría expulsarme por la fuerza de su propiedad privada.
Me miró de abajo arriba, fue a decir algo, pero se lo pensó mejor, se mordió el labio superior y dando media vuelta desapareció por donde había venido.
De nuevo me invadió el olor a establo, hierba recién segada y albahaca. De nuevo me sentí en paz conmigo misma contemplando el porche y las macetas.
¡Cinco minutos más!
Eso era todo lo que pedía: cinco minutos más para evocar la figura de Sebastián balanceándose en su hermosa hamaca caribeña y luego me alejaría para siempre llevándome conmigo mis recuerdos.
Pero de pronto el muy cabrón emergió del interior de la casa esgrimiendo una herrumbrosa escopeta de caza.
— ¡Te largas o te reviento, hija de la gran puta!
Yo conocía muy bien aquella cochambrosa escopeta.¡Ya lo creo que la conocía!
Mis hermanos habían jugado con ella miles de veces. Di media vuelta, me encaminé al coche, lo abrí, saqué del bolso mi impresionante revólver y apunté directamente al entrecejo de aquel malnacido.
Se quedó alelado.
Comenzó a temblar y el cañón de su arma iba de un lado a otro como si estuviera olisqueando el suelo en busca de una boñiga sobre la que disparar.
Pero el muy imbécil ni siquiera la había amartillado. Yo sí que amartillé el revólver buscando asegurar el tiro.
Lanzó un gemido y comenzó a orinarse.
Estaba tan aterrado que ni siquiera era capaz de echar a correr, como si de pronto se hubiese quedado clavado al tablazón del porche.
— ¡No, por favor…! — suplicó
De pronto el odio que dormía en algún rincón de mi memoria despertó. Me vino a la mente el dolor de mi madre, el llanto de los niños, y la humillación con que me alejé de aquella casa tanto tiempo atrás, y lo peor que llevo dentro se revolvió en lo más profundo de mi ser.
— ¡Por favor…! -repitió casi como un maullido.
Si no hubiera suplicado tal vez me habría contentado con continuar observando cómo se meaba, pero recordé que mi madre le había pedido que nos permitiera quedarnos tan sólo una noche más y se negó en redondo.
— Intenta disparar, porque voy a matarte — escuché que le decía, teniendo la impresión de que era otra persona la que hablaba-.
¡Vamos! ¡Inténtalo!
Alzó aquella carabina de Ambrosio casi prehistórica como si pesara una tonelada e hizo un sobrehumano esfuerzo por colocar el pulgar en el percutor con el fin de echarlo hacia atrás y amartillar al menos uno de los cañones.
Lloraba y gemía.
Se inclinaba sobre sí mismo, esforzándose al máximo, pero el percutor estaba tan oxidado que por más que lo intentaba no conseguía levantarlo.
Me gustaría poder decir que fui generosa; que sentí lástima de él y me conformé con disfrutar del indescriptible calvario de terror por el que estaba atravesando, pero no fue así.
Quedó tendido justo bajo el punto en el que Sebastián solía colgar su hamaca, y cuando puse el coche en marcha y me alejé definitivamente del único lugar en que he sido feliz, ni tan siquiera experimenté un leve asomo de emoción.
No había ido allí a matarle, pero merecía estar muerto.