Alguien que expulsa de su hogar a una pobre mujer y tres mocosos, para obligarles a pasar la noche en una desolada estación de tren, merece cuanto le ocurra.
De no haber sido por él, probablemente no hubiera tenido que pedir limosna.
De no haber sido por él, probablemente no hubiera tenido que soportar los lametones de doña Adela.
De no haber sido por él, probablemente no hubiera tenido que matar al turco Yusuff.
¿O tal vez sí? Tal vez mi destino estaba marcado de antemano pese a que aquel desecho humano nunca hubiese existido.
No quiero justificarme culpándole a él por lo que hice.
Creo recordar que ya he dicho que desprecio a quienes se disculpan.
Le maté y basta.
Había comenzado a rodar por la pendiente y he podido comprobar que con frecuencia, cuanto más nos hundimos en la mierda más nos complace revolcarnos en ella.
Si me veía obligada a pasar el resto de mi vida en la cárcel por haber acabado con un hijo de puta turco, ¿qué importa que fuera por haber acabado también con un hijo de puta español?
Lo que sobran en este mundo son hijos de puta de todas las nacionalidades. Al-Thani, que había asistido a su muerte, impasible y en silencio, no hizo el menor comentario hasta que nos encontramos de nuevo en la autopista.
— La venganza nunca ha sido buena compañera de viaje — musitó al fin sin volverse a mirarme-. De hecho es la peor que existe.
— No fui allí para matarle — repliqué.
— ¿Estás segura?
Siempre he tenido la impresión de que Hazihabdulatif me conocía mejor de lo que yo misma me he conocido nunca.
O quizá el problema estribe en que siempre fue más inteligente que yo.
A menudo me he preguntado si tendría razón y en lo más íntimo de mi ser se escondía un secreto deseo de venganza.
La venganza es mi ley, ya lo he dicho, pero no aquélla.
Resulta doloroso hurgar en los recovecos del cerebro en busca de la razón última de nuestros actos.
¡Muy doloroso!
Y muy frustrante puesto que con frecuencia nos negamos a admitir evidencias que a cualquier observador imparcial se le antojan indiscutibles.
Y en este caso particular Cimitarra se había comportado como un observador absolutamente imparcial, o como si el hecho de sentir tan cercano el aliento de la propia muerte le hubiera vuelto indiferente a la muerte ajena.
Treinta kilómetros más allá volvió a musitar sin volverse a mirarme:
— Háblame de ese hombre.
— No hay nada que decir.
¡Ahora sí que se giró para observarme con extraña fijeza.
— Me inquietas — dijo-. Alguien que no tiene nada que decir de aquel a quien acaba de matar, resulta preocupante. ¿Por qué le odiabas?
— No sabía que le odiaba hasta que disparé sobre él. Son cosas del pasado y no me gusta hablar de mi pasado.
— A mí tampoco — admitió, y ahí acabó la conversación sin que nunca volviéramos a mencionar el incidente.
Incidente.
¡Qué palabra tan anodina para referirse a la muerte de un hombre!
Para aquel mal nacido no fue desde luego un incidente.
¿Tal vez un accidente?
Debo reconocer que con el tiempo llegué a convertirme en un accidente bastante común para un cierto tipo de personas.
¡Demasiado común a mi entender!
Sevilla.¡Cuarenta kilómetros!
El cartel anunciador me devolvió a la realidad.¡Sevilla!
Mi madre, mis hermanos y el recuerdo de la incansable lengua de doña Adela cubriéndome de una saliva viscosa y hedionda.
Calles por las que mendigaba tragándome la vergьenza.
Y el parque de María Luisa al que una luminosa mañana Sebastián nos llevó a pasear en un precioso coche enjaezado cuyo caballo parecía ir bailando un zapateado sobre el asfalto de la calle.
Sevilla.
Flores, olor a pescado frito, guitarras, el río… Y las palomas!
Cientos de palomas que aquella lejanísima mañana se nos posaban sobre la cabeza mientras mamá y Sebastián nos hacían docenas de fotos.
¿Dónde habían ido a parar aquellas fotos?
Sin duda al mismo lugar al que había ido a parar toda mi vida: a un hediondo basurero.
Aguardé a que se hiciera de noche, busqué otro motel discreto — aunque en esta ocasión muchísimo más limpio- en el que acomodar a Hazihabdulatif, dormí unas horas y mediada la mañana me encaminé al barrio de Triana, que tan buenos — y malos- recuerdos me traía. Mi madre y mis hermanos vivían en una minúscula casita de la calle de la Pimienta, calle que apenas tendría dos metros de ancho, pero tan cubierta de flores, tan limpia y tan perfumada, que en los atardeceres no existía mayor placer que sacar una silla al portal, y pasarse las horas charlando con las vecinas mientras llegaba la noche más allá de los rojos tejados cubiertos de buganvillas.
Allí debería haber estado yo, cosiendo, charlando y esperando la aparición de un apuesto galán que acudiera cada noche a rondarme la reja, en lugar de tener que ocultarme durante más de una hora en un portal del final de la calle hasta cerciorarme de que no se advertía presencia extraña alguna por los alrededores.
Nunca he entendido por qué razón las madres tienen el extraño don de captar de forma absolutamente natural que sus hijos se han metido en problemas.
Me observó en silencio durante toda la comida, pidió luego a los chicos que se fueran a dar un paseo, y tras mirarme largamente me preguntó muy seria:
— ¿Qué has hecho?
Se lo conté. ¿Qué otra cosa podía hacer si lo estaba leyendo en el fondo de mis ojos casi sin necesidad de que pronunciara una sola palabra?
Al concluir, una diminuta lágrima; una casi invisible gotita transparente recorrió sinuosamente el sendero de la más pronunciada de las arrugas de un rostro en el que el sufrimiento había dibujado tantísimas y tan perennes huellas, y en un tono suave, profundo y monocorde, sin rastro alguno de ira, más bien como si se tratase de una simple constatación de los hechos acaecidos, señaló:
— Cuando vuestro padre murió no dudé en prostituirme, y estoy convencida de que de igual modo hubiera sido capaz de robar e incluso de matar con tal de daros de comer. Era mi obligación como madre que defiende a sus crías.
Guardó silencio, alzó el rostro para fijar la mirada en la maceta de claveles reventones que adornaba el alféizar de la ventana, y al poco añadió sin cambiar para nada el tono de voz:
— Quiero creer que también hubiera sido capaz de matar por defender a Sebastián. Era mi hombre, y una mujer tiene la obligación de defender a quien ama — ahora sí que se volvió hacia mí-. Pero tú no has luchado por tus hijos, Sebastián no fue nunca tu hombre y además, ya estaba muerto.
— Te he contado lo ocurrido — repliqué-. Para nada he pretendido disculparme.
— La estupidez no admite disculpas, hija — señaló-. Y la venganza siempre ha sido la más inútil de las estupideces. Una buena parte de los seres humanos son malvados, pero otros, simplemente cometen errores. Si el resto dedicáramos nuestras vidas a vengarnos de las maldades o los errores ajenos, no nos quedaría tiempo para vivir.
— A Sebastián no le dejaron tiempo para vivir.
— Y por lo que veo a ti tampoco. Pero eso no es culpa de quienes pusieron aquella bomba, sino de quien, como tú, se empeña en seguir escuchando el eco de una explosión que ya hace mucho que se hundió en el pasado.
Se puso en pie, respiró muy hondo, me observó de arriba abajo y comprendí que lo que iba a decir era lo más difícil que había dicho a lo largo de su difícil vida.
Vete y no vuelvas — pidió-. Ya he perdido a mis dos hombres y a un hijo. Me duele perder también a una hija de la que me sentía orgullosa, pero tengo que velar por lo que me queda. Te miro y ya no veo a mi pequeña Merceditas.
Te miro y tan sólo veo a un ser que se ha convertido en un triste amasijo de odio, rencor, prepotencia, y empiezo a imaginar que casi de locura.