Y eso no es bueno. No es bueno, y puede que sea incluso contagioso.
La calle de la Pimienta no tenía dos metros de ancho en el momento en que abandoné la casa de mi madre.
La calle de la Pimienta parecía haberse vuelto de pronto tan angosta que me obligaba a tropezar con las rejas de las ventanas y me enredaba el cabello en las ramas de las buganvillas.
La calle de la Pimienta se me cayó encima con todas sus blancas casas y sus multicolores macetas; con todas sus tejas rojas y todas sus verdes farolas; con todas sus charlatanas comadres y todos sus alborotadores chiquillos.
Y con la calle de la Pimienta se me cayó encima Sevilla. Y el mundo entero.
El primer presidio me abrió de par en par sus puertas.
La primera cárcel me invitó a entrar. La primera celda nació al doblar la última esquina. Si mi madre renegaba de mí ya no tenía familia. Si no tenía familia, no tenía raíces. Si no tenía raíces, el más leve soplo de viento me arrastraría al abismo.
Caminé sin rumbo por la ciudad para ir a detenerme a la caída de la tarde en mitad de un puente. No recuerdo cuál era. Apenas recuerdo nada de aquella amarga jornada.
Lo único que recuerdo es que me acodé sobre la barandilla, observé las oscuras aguas y me asaltó la tentación de arrojarme a ellas y poner fin de una vez por todas a un proceso de degradación que intuía que ya no se detendría hiciera lo que hiciera.
— Hace treinta años me tiré al agua desde ese mismo lugar. No sabía nadar, pero en el último momento un buen hombre me salvó. El hijo que esperaba nació sano y fuerte. Sin padre, pero hermoso e inteligente. Ha llenado mi vida de alegrías y ahora tengo cuatro preciosos nietos. Por eso cada tarde vengo aquí, a charlar con la gente que se detiene demasiado tiempo a ver como fluye el río.
Me volví a mirarla.
Era menuda y delgada, tenía unos ojos alegres y expresivos y una sonrisa encantadora.
— No espero ningún hijo — repliqué-.¡Ojalá lo esperara!
— Ojalá! -repitió-. Pero todo llega. Todo llega si te apartas lo suficiente de esa barandilla. Seguí mi camino, regresé al motel en el que Al-Thani dormitaba, y esa misma noche reemprendimos la marcha dejando atrás Sevilla y con Sevilla lo mejor de mi pasado. Nunca he vuelto a Sevilla. Nunca.
¡Marruecos!
¿Quién era aquella muchacha que deambulaba por las callejuelas, las plazas y los zocos de Tánger como el pez que salta sobre la arena ansiando regresar al mar en que nació?
¿Qué sentía? ¿Qué pensaba?
¿Era yo acaso?
Marruecos me enseñó a meditar, pero sobre todo me enseño a aceptar que había perdido el dominio sobre mis actos, y era como un barquichuelo desarbolado que se ve obligado a ir de aquí para allá como inanimado juguete de las olas.
El hecho de no entender el idioma me llevó a encerrarme en mí misma, a aislarme del resto del mundo de tal forma que volvía una y otra vez sobre mis pasos, y eran esos pasos los que me obligaban a regresar a un pasado que deseaba dejar atrás definitivamente.
Si me esforzara por obtener una definición cabría asegurar que Marruecos fue como una estación intermedia de mi vida; del final de un camino al comienzo de otro; un lugar extraño y ajeno a mí en el que me limitaba a esperar un nuevo tren que habría de llevarme a un destino incierto al que tampoco deseaba llegar.
¡Mi hombre!
Tantas horas pasé sentada en un mirador rodeada de viejos cañones de bronce, aislada de aquellos lejanos seres a los que nada me unía, que no pude evitar darle un millón de vueltas a aquella corta frase para m¡ tan dolorosa!
¡Mi hombre!
¡Mi madre la había pronunciado con absoluta naturalidad, refiriéndose a Sebastián como algo propio; como a la persona con la que había compartido cinco años de cama y cientos de noches de amor apasionado, y esa misma naturalidad me obligaba a pensar que desde aquel instante me había arrebatado parte de Sebastián.
Con tan sencilla frase me había hecho notar que Sebastián había sido suyo, y que si yo disfruté de él y de su cariño fue únicamente de forma marginal, como simple apéndice a quien Sebastián quería por lo mucho que la amaba a ella, pero no porque yo fuera en absoluto el personaje principal de tan maravillosa relación.
Si mi madre no hubiera existido, yo no hubiera existido para Sebastián, y el mero hecho de entenderlo as¡ me desmoralizaba.
¿Qué herida y confusa me sentía!
¡Y cuán profundamente infeliz!
Y cuánto me dolía comprender que mi madre, que tanto le había amado, aceptaba con desconcertante resignación el hecho de no volver a verle, no volver a acariciarle y no volver a escuchar sus dulces frases de amor apasionado!
Yo en su lugar hubiera detenido el mundo con las manos.
Yo en su lugar habría estrangulado a todos cuantos hubieran podido tener alguna relación con su muerte.
Yo en su lugar no me quedaría encerrada en una diminuta casa de la calle de la Pimienta preparando la cena de mis hijos.
Yo en su lugar.
¿Cuánto hubiera dado por estar en el lugar de mi madre?
¡Nada! Lo repito una y otra vez: nada.
Nada, porque en ese caso de haber estado en el lugar de mi madre sospecharía que todo cuanto siento por Sebastián tendría en el fondo un componente físico; algo vulgar y en cierto modo sucio, y lo único que me permite continuar considerándome distinta al resto de la gente, es el convencimiento de que yo adoraba de una forma tan diferente a Sebastián porque nadie más había sido capaz de captar la magnitud de su grandeza.
Es fácil amar a un hombre cuando ha sabido hacerte gozar en una cama. Pero no tiene mérito. He amado a un par de hombres que me hicieron gozar, y sé muy bien de lo que hablo. La entrepierna tiene mucho que decir en esos casos. Pero en el mío, no. En mi caso, en mi amor, tan sólo intervienen el corazón y el cerebro, y eso es lo que lo hace grandioso y diferente.
Pero en aquel tiempo, en Marruecos, continuaba obsesionándome aquella amarga frase:
Mi hombre.
¿Por qué lo dijiste? ¿Por qué la recalcaste?
¿Quizá buscabas herirme, o tan sólo pretendías hacerme comprender dónde estaba mi error?
Suele decirse que las madres nos conocen mejor que nosotras mismas, y que saben llegar directamente a lo más oculto de nuestros sentimientos, allí donde por nuestros propios medios no llegaríamos jamás.
Al menos en esta ocasión mi madre supo hacerlo poniéndome en mi sitio sin grandes aspavientos. Yo nunca había sido nada m s que la hija de su hombre, y por lo tanto mi ciega devoción por Sebastián no debería tener razón de ser.
Pero tampoco pretendo ser una mujer razonable. Ni tan siquiera racional. Si lo fuera no me consideraría una mujer completa, puesto que lo que nos hace en cierto modo diferentes de los hombres, es el hecho de que somos capaces de dejarnos llevar por nuestros impulsos y nuestras emociones aun a sabiendas que nos acarrean la desgracia.
No he conocido ninguna mujer feliz que haya ido en contra de sus impulsos. Es posible que tenga una vida cómoda y en cierto modo placentera, pero siempre se sentir íntimamente frustrada. Lo difícil, lo imposible más bien, es seguir tus impulsos y que ellos te conduzcan a la plena felicidad.
A m¡ tan sólo me condujeron a Marruecos.
Hazihabdulatif consiguió recuperarse. Una de las balas permaneció para siempre en su interior, aguardando la que yo habría de enviarle, y que sería en esta ocasión definitiva, pero se las arregló para salir con bien de tan dolorosa aventura, y en cuanto se sintió con fuerzas recuperó su amor por el cine y por la intriga.
Nos instalamos en el último piso de un viejo caserón almenado de la Puerta de los Vigías, desde cuyos enormes ventanales se dominaba la entrada al puerto, y allí acudieron en los meses venideros terroristas de todos los estilos y todas las nacionalidades, puesto que lo que resultaba evidente era el hecho de que Al-Thani se encontraba magníficamente relacionado con la mayoría de los grupos m s activos de la violencia internacional.