Aprendí mucho. Pasada la primera etapa de desconcierto en un país tan diferente, y prácticamente confinada a las cuatro paredes de aquel vetusto edificio colonial, me concentré en la tarea de conocer gente nueva y tener una clara idea de cómo funcionaba tan complejo entramado.
Pronto llegué a una conclusión harto evidente: todo estaba permitido. Para Cimitarra y los suyos cualquier acto, por repulsivo que pudiera parecer a una persona normal resultaba lícito si estaba encaminado a conseguir el fin que se habían propuesto.
Y el fin no era otro que desestabilizar. Herir, matar, mentir, secuestrar, destruir e incluso traficar con drogas, armas o mujeres, formaba parte del juego si con ello se conseguía provocar una reacción negativa en el conjunto de la corrompida sociedad burguesa.
Después de tantos años de participar en dicho juego, he llegado a la conclusión de que lo único que pretendían era obtener una especie de patente de corso que les facilitara actuar a su antojo y sentirse heroicos y diferentes. El fin último, conseguir la libertad o la independencia de un determinado pueblo, un país o una región, carecía en absoluto de importancia.
Lo que en verdad perseguían era la propia libertad de acción, y para ello se hacía necesario desligarse de toda atadura moral, despreciando las reglas que coaccionaran tan particular concepto de libertad. La violencia endurece la piel y acaba por producir callosidades.
No había ideales. Conocí, eso sí, algunos idealistas puros, los menos, pero la mayoría tuvieron una vida efímera, mientras que los que prevalecían eran los otros: los auténticos profesionales que habían aparcado tiempo atrás los locos sueños de juventud.
Mubarrak creía en su causa.
Creyó en ella desde el día en que tuvo uso de razón hasta el día en que le asesinaron aquellos que no deseaban tener que escuchar la verdad que pregonaba.
Y tal vez Iñaki también. Y debido a ello sus propios compañeros le tendieron una trampa con el fin de que se pasara el resto de la vida en la cárcel sirviéndoles al propio tiempo de excusa reivindicativa.
A veces me he sentido tentada de escribirle contándole una verdad que pocos sabíamos, pero dudo que me creyera.
Me imagina muerta, y si descubriera que sigo con vida tal vez se lo contaría a quienes tienen graves cuentas que saldar conmigo.
Hubo otra cosa que también aprendí en Tánger.
Todos querían mandar, ya que en el mundo del terrorismo más sórdido suele haber mucho jefe y poco indio. Luchaban por ser diferentes al resto de la humanidad, pero una vez conseguido continuaban luchando para sentirse diferentes al resto de los diferentes.
Y Al-Thani no era una excepción.
Pese al duro revés que había significado el enfrentamiento con Yusuff y la definitiva pérdida del dinero de su organización, se negaba a dejar de ser el mítico Cimitarra, y la mayor parte de su actividad de aquellos meses se centró en la difícil tarea de recuperar su maltrecho prestigio.
Para conseguirlo se avino a pactos que quiero imaginar que en otras circunstancias nunca hubiera aceptado y cometió errores impropios de un hombre de su indiscutible inteligencia.
Quien se está ahogando no suele fijarse a qué clase de objeto se aferra.
Y en su desesperación Hazihabdulatif se aferró a los narcos colombianos, que a mi buen entender constituyen la peor especie de objeto flotante que navega por mares y océanos.
Una vez leí una biografía de Lope de Aguirre, que se consideraba a s¡ mismo El Azote de Dios, y quiero imaginar que aquel desmesurado sádico debió dejar su semilla de locura al pasar por la Amazonía colombiana.
De esa semilla desciende la bastarda estirpe de unos narcos capaces de asesinar a un niño de pecho con el fin de rellenarle el cuerpo de coca y cruzar con él una frontera.
Conocí personalmente al inventor de tan repugnante y sofisticada forma de contrabando.
Se llamaba Pereira, consiguió amasar una fortuna fabulosa, y años más tarde me contaron que le habían metido un embudo en el trasero rellenándole las tripas de cocaína para observar cómo se retorcía de dolor y acababa echando espumarajos por la boca.
No fue por justicia, ni tan siquiera por venganza. Tan sólo fue una divertida forma de ajustar cuentas y hacerse con el control de su bien montado cártel.
No. Hazihabdulatif nunca debió mezclarse con los colombianos.
Se lo advertí pero no me escuchó.
Me estaba sumamente agradecido por haberle salvado la vida, me respetaba, e incluso en alguna que otra ocasión me pidió consejo, pero en lo que respecta a los colombianos no me hizo el menor caso.
Necesitaba volver a Turquía victorioso y para conseguirlo se alió con la peor canalla de este planeta.
El día en que aterrizamos en Bogota comprendí que estaba acabado y que si seguía con él me arrastraría al abismo. Hasta ese momento aún quería aferrarme a la idea de que el turbio asunto que nos había llevado hasta allí se limitaba a negociar un pequeño cargamento de cocaína, pero en cuanto caí en la cuenta de que se trataba de heroína decidí cortar por lo sano.
Soporto mal a los traficantes de cocaína, pero aborrezco a los que negocian con heroína. A mi modo de ver merecen mil veces la muerte, y pese al profundo afecto que sentía por Al-Thani llegué a la conclusión de que no debía hacer ningún tipo de excepción, puesto que también tenía muy claro que jamás me permitiría marcharme por las buenas.
Hazihabdulatif sabía que yo sabía demasiadas cosas sobre él y cuantos le rodeaban, y abrigué el convencimiento de que desde el momento mismo en que sospechara que tenía la más mínima intención de abandonarle, acabaría conmigo.
Pese a lo que supusieran cuantos nos conocían, nunca fuimos amantes, pero pese a ello el nuestro era un matrimonio en el que no cabía el divorcio.
Hasta que la muerte nos separe. La cuestión se limitaba a quién sería el muerto. Uno de los peores errores que suelen cometer las personas cuando han llegado a la conclusión de que van a romper definitivamente con otra, es ir cambiando paulatinamente de actitud hacia ella, en una especie de inconsciente y personal intento de autojustificación hacia lo que en lo más íntimo de su ser consideran una traición.
Es como si se estuvieran preparando para poder decirle en su momento: Te lo venía advirtiendo, pero no has querido darte cuenta. Es una actitud que no me vale. Las cosas o se dicen a las claras, o no se dicen. Lo demás son cataplasmas.
Y en mi caso particular decirlo a las claras era tanto como concederme a m¡ misma un plazo máximo de veinticuatro horas de vida.
¿Adónde podía ir en pleno corazón de Bogotá si se me ocurría la estúpida idea de abandonar a un hombre que estaba tratando un importante negocio con los señores de la droga?
¿A la policía?
¿A la embajada española para contar mi historia de crímenes y atracos?
Probablemente no llegaría ni al cercano Museo del Oro que abría sus puertas a cinco manzanas del hotel, y que era el punto más lejano al que me habían aconsejado que me aventurara sola y a plena luz del día.
— Callejear por Bogotá siempre acarrea un cierto peligro, señorita — me había advertido el jefe de recepción-. Pero para una mujer como usted callejear por Bogotá puede significar el disgusto final.
El disgusto final es una expresión muy colombiana y altamente expresiva, propia de un país en el que cada día se suele dar ese tipo de disgustos de forma violenta a docenas de personas.
A los ojos de todos yo no era más que la querindonga de un traficante moro, pero un moro aparentemente muy bien relacionado con la gente más temida y respetada del país.