Выбрать главу

Constituía sin lugar a dudas una apetitosa presa para las docenas de hijos de puta que habían hecho del secuestro su forma natural de vida, y entrañaba al propio tiempo un riesgo evidente si se me pasaba por la cabeza la idea de aproximarme a menos de cinco metros de un policía.

Tenía la suficiente experiencia como para haberme dado cuenta de que en cuanto ponía el pie fuera del hotel dos pares de ojos me vigilaban siguiéndome a todas partes, pero nunca conseguí averiguar si se trataba de ojos amigos o enemigos. O de amigos que podían transformarse como por arte de magia en enemigos.

Decidí por tanto tener paciencia y continuar comportándome como lo había venido haciendo hasta el presente. A las dos semanas Al-Thani me pidió que preparara el equipaje, y a la mañana siguiente nos encaminamos a El Dorado con el fin de embarcar en un vetusto y cochambroso avión cuyo destino final era Pasto, en el departamento de Nariño.

Un todoterreno de alquiler nos esperaba en el mismo aeropuerto, y me desconcertó descubrir que la reserva estaba hecha a mi nombre. No me gustó nada. Nada en absoluto.

Firmé el contrato y acepté la documentación sin rechistar, pero tomé buena nota del detalle.

¿Por qué yo?

¿Por qué alguien que Hazihabdulatif sabía muy bien que viajaba con documentación falsa?

¿Quizá porque la suya era aún más falsa que la mía?

Fui a buscar el vehículo al aparcamiento, y al regresar para recoger el equipaje advertí que Al-Thani cargaba una pesada bolsa roja que no habíamos facturado en Bogotá.

— Eso no es nuestro — dije.

— Sí que lo es — replicó secamente-. Y no hagas preguntas.

Consultó un mapa, se puso al volante y emprendimos la marcha a través de una sinuosa carretera que de tanto en tanto atravesaba densas zonas de vegetación auténticamente selvática.

En otras ocasiones discurríamos junto a enormes precipicios que me obligaban a cerrar los ojos, convencida de que si caíamos por uno de ellos pasarían años antes de que descubrieran nuestros cadáveres.

Al cabo de un par de horas no pude contenerme y acabé por inquirir:

— ¿Qué hay en esa bolsa?

— Dinero.

— ¿Solamente dinero?

— Solamente dinero.

— Pues debe ser mucho.

— Lo es.

— ¿Y para qué lo quieres?

Se volvió a mirarme de soslayo.

— No te hagas la estúpida! — señaló con acritud-. Lo sabes muy bien.

— ¿Vas a comprar heroína?

— Exactamente.

— ¿Y qué haremos con ella?

— Pasar al Ecuador.

La frontera ecuatoriana estaba muy cerca, eso ya lo sabía, pero lo que no supe — y ni siquiera imaginé hasta aquel momento- era que el famoso y temido Cimitarra tuviera intención de cruzarla transportando un cargamento de heroína en un vehículo alquilado a mi nombre.

No me lo merecía.

Han pasado muchos años y aún sigo convencida de que no merecía semejante trato teniendo en cuenta que le había salvado la vida en un tablao flamenco y me había arriesgado por él arrastrándole moribundo por media España.

Pero no dije nada. No lo dije hasta media hora después:

— Tengo pis.

— Pararé en la primera gasolinera.

— No creo que aguante. Lo haré aquí mismo.

Se detuvo al borde de la carretera y me adentré en la espesura.

Tal como suponía aprovechó la ocasión para orinar a su vez y estirar un poco las piernas, por lo que se encontraba paseando en el centro de la solitaria carretera cuando se volvió y me vio surgir de entre los árboles con el arma empuñada.

Lo comprendió en el acto. Me conocía muy bien, aunque resultó evidente que me conocía mucho peor de lo que imaginaba, y que en realidad no llegó a conocerme a fondo hasta aquel mismo momento.

— Si es por el dinero, puedes llevártelo — aventuró con voz ronca.

— No es por el dinero y lo sabes — repliqué.

— Supongo que debería saberlo — admitió.

Giró sobre sí mismo y se alejó hacia los árboles, nunca he sabido bien si confiando en que por el hecho de darme la espalda no sería capaz de disparar, o tal vez, para facilitarme las cosas.

Fue una ejecución rápida y limpia, tal como se merece alguien que trafica con heroína y traiciona a quien le debe la vida, pero aun así sigue siendo su amigo.

Arrastré el cuerpo para empujarlo al fondo de una pequeña hondonada y me alejé de allí convencida de que tardarían mucho tiempo en encontrarle, si es que alguna vez alguien se detenía a orinar en tan desolado rincón del universo.

A menudo pienso en él.

En cierto modo se le podía considerar un gran tipo.

Un gran tipo que cometía demasiados errores.

Y había elegido un ambiente en el que los errores se pagan con la vida.

Me enamoré de Ecuador desde el momento en que lo vi.

Apenas crucé una frontera en la que dos perros husmearon cada rincón del todoterreno a la búsqueda de una droga que de haber existido estoy convencida que hubieran acabado por encontrar, tomé conciencia de que todo a mi alrededor había cambiado pese a que en cierto modo el paisaje circundante continuara siendo el mismo.

Colombia no puede evitar ser un país violento y agresivo, con una raíz de violencia que se remonta a varias generaciones, y una agresividad que ha ido en aumento a medida que políticos y narcotraficantes se han empeñado en alimentarla día tras día como a una gran bestia con la que esperan aniquilar a sus enemigos, sin comprender que ser n ellos los primeros en acabar aniquilados.

No soy quién, ni me encuentro lo suficientemente preparada, como para aventurar un ligero esbozo de las razones últimas de esa desatada violencia que se ha convertido en un cáncer social entre los colombianos, y lo único que puedo decir es que flotaba en el ambiente, envolvía como una bruma impalpable, y obligaba a mantenerse en tensión temiendo que desde cualquier punto surgiera de improviso un golpe mortal.

Es posible que en cualquier otro país, no me hubiera decidido a acabar con Al-Thani.

Estoy convencida de que en Ecuador no me hubiera sentido tan incontrolablemente agresiva.

¿Quién sabe?

A menudo he intentado recordar si aquel día estaba a punto de venirme la regla.

De ser así tal vez influyó en mi decisión.

Colombia, la violencia, la selva, la decepción al saberme traicionada y la sorda tensión que en ocasiones me invade cuando estoy a punto de menstruar me empujaron a apretar el gatillo, aunque admito que con posterioridad lo apreté en infinidad de ocasiones sin que existieran circunstancias atenuantes.

No obstante, a medida que me iba adentrando en Ecuador, me sentía más y más relajada, y en cuanto aparqué el vehículo en una callejuela de Otavalo y me mezclé con una abigarrada multitud de indígenas de coloridos ropajes y docenas de turistas que lo curioseaban todo con manifiesto asombro, me asaltó la impresión de que en aquel país me encontraba a salvo y por primera vez en mucho tiempo ningún peligro me acechaba.

Son tan escasas las ocasiones en que he experimentado algo semejante.

¡Tan escasas!

Era como si por primera vez en años me estuvieran permitiendo respirar a pleno pulmón y sin ningún tipo de ataduras, y me maravillaba ver sonreír continuamente a la gente mientras a mi alrededor pululaban docenas de chicuelos que me besaban las manos cuando les entregaba unas monedas.

Me compré un precioso poncho color lila que me recordó en cierto modo al raído poncho rojo del inefable Alejandro, almorcé en el minúsculo restaurante que se alza junto a las enormes arcadas de piedra de la plaza del mercado, y disfruté de una indescriptible e impagable libertad tras tanto tiempo de saberme ligada de una forma absurda al mundo de intrigas y violencia de Hazihabdulatif.

Serenidad.

Esa es a mi modo de ver la palabra que mejor reflejaba mi estado de ánimo en aquellos momentos. Serenidad en perfecta sintonía con un bucólico paisaje de altas montañas, verdes praderas y oscuros bosques de eucaliptos entre los que transitaban hombres, mujeres y niños de piel oscura, pequeños, activos y silenciosos, pero que parecían querer competir en el colorido de sus ropajes con toda la gama de tonalidades del arco iris que a media tarde hizo su aparición entre dos lejanas colinas.