¡Serenidad!
Qué palabra tan hermosa para quien, como yo, vivía desde tanto tiempo atrás en un continuo conflicto interior!
Para un espíritu tan caprichosamente atribulado como el mío, una hora de íntima armonía puede llegar a ser tan importante como el agua que apaga la sed o el aire que permite respirar.
Y Ecuador me ofreció eso. Eso, y mucho más.
Ecuador me ofreció la oportunidad de encontrarme a m¡ misma, permitiendo que mis numerosos e infatigables fantasmas personales me abandonaran por un corto período de tiempo.
De Otavalo seguí hacia Quito, y Quito me fascinó.
¡Qué ciudad tan perfecta!
¡Qué clima, qué gente, qué paisaje…!
De verde intenso, siempre limpio, y con el majestuoso volcán Pichincha dominándolo todo.
Me hospedé en el hotel Quito que se alza justo en el punto por el que Francisco de Orellana se lanzó a la loca aventura de descubrir el río Amazonas para atravesar por primera vez el continente de parte a parte, y si alguna vez hubiera poseído una casa que pudiera considerar auténticamente mía, supongo que me habría sentido en ella tan a gusto como me sentía en aquel inolvidable lugar.
Recuerdo que amanecía siempre a las seis en punto, y era como si de pronto se encendiera una luz sin transición alguna, y el ancho valle que se abría ante mi ventana aparecía tan cubierto de flores cómo el m s cuidado de los jardines.
A media mañana bajaba a la piscina, donde tenía que protegerme de un sol que allí, a tres mil metros de altitud y en plena línea ecuatorial abrasaba como un hierro al rojo, pero luego, a las doce en punto, observaba día tras día, con exactitud cronométrica, cómo las nubes llegaban desde la Amazonía para descargar larga y mansamente sobre la ciudad.
En cuanto se alejaban de nuevo lucía un esplendoroso sol sobre los volcanes y colinas que aparecían recién lavadas, limpias y oliendo a tierra mojada.
A las cinco de la tarde llegaba una espesa bruma que envolvía la ciudad en un manto de misterio, y a las seis en punto, ni un minuto más, cerraba una noche oscura como boca de lobo.
Paz.
Y tiempo para pensar.
Algunos días me aventuraba en largas excursiones en las que descendía por la increíble carretera que se abre paso a todo lo largo de la impresionante avenida de los Volcanes flanqueada por gigantescos picachos eternamente nevados, o me aproximaba al monumento que señala el punto exacto por el que pasa la raya que divide los dos hemisferios de la Tierra.
Cómo me gustó Latacunga con su hermosa laguna y sus rebaños de alpacas y llamas!
O Santo Domingo de los Colorados, con sus indios que parecen extraídos de una película!
Me comportaba como una turista más.
Una despreocupada turista que jamás hubiera hecho daño a nadie y a la que evidentemente le sobraba el dinero.
¡Dinero!
Nada menos que cuatrocientos mil dólares contenía la misteriosa bolsa roja que alguien había entregado a Hazihabdulatif en Pasto.
Los dividí en tres partes.
Una la envié a una cuenta secreta en Suiza.
Otra la enterré muy cerca de la estatua de Francisco de Orellana que se alza al fondo de los jardines del hotel Quito, y aún debe seguir allí.
Y la tercera me la quedé para sentirme rica por primera vez en mi vida.
¡Es bueno sentirse rica de vez en cuando!
Resulta muy agradable el hecho de poder vivir en hoteles de lujo, cenar en los mejores restaurantes, e incluso permitirse la excentricidad de perder en la ruleta.
En los bajos del hotel se abrían las salas de un coqueto casino al que me gustaba acudir de tanto en tanto sabiendo que con doscientos dólares me entretenía toda la noche sin preocuparme m s que de la posibilidad de que salieran mis números.
¡Qué persona tan distinta debía parecer en aquellos momentos!
Aún me parece mentira al recordarlo.
Una noche se sentó a mi lado un tipo alto, flaco, narigudo y desgarbado.
No tenía nada de especial, aunque aquella misma mañana lo había estado observando en la piscina, ya que me había llamado la atención el hecho de que sin ser lo que pudiera considerarse un auténtico atleta o un nadador de estilo impecable, se movía en el agua con la gracia y la agilidad de una nutria, hasta el punto de que podía creerse que era m s un ser casi acuícola que terrestre.
En el casino parecía, no obstante, un extraterrestre y lo observaba todo con la expresión de asombro y estupefacción de alguien que acabara de llegar de la m s profunda selva.
No dijo nada, pero al cabo de un rato pareció avergonzarse de permanecer allí clavado como una estatua por lo que avanzó la mano para colocar dos pequeñas fichas sobre el tapete. Una en el pasa y otra en el falta.
El crupier le dirigió una significativa mirada de desprecio pero se limitó a hacer girar el mágico cilindro.
Si no recuerdo mal salió el catorce, por lo que lógicamente el narigudo perdió una ficha y ganó otra.
Se diría que con eso se sentía satisfecho.
Insistió en idéntico juego.
Y naturalmente volvieron a quitarle una ficha y pagarle otra.
Sonrió feliz.
A la quinta oportunidad ya no pude contenerme.
— Cuando apuesta a falta, está jugando del uno al dieciocho — le hice notar-. Y al apostar al pasa, del dieciocho al treinta y seis. Así nunca ganar.
— Pero tampoco perder‚. Y no estoy tan loco como para pretender ganar el primer día — fue su desconcertante respuesta-. Me conformo con entretenerme y aprender.
— Sin embargo — le hice notar-, en cuanto salga uno de los ceros le quitarán la mitad en cada una de las apuestas.
Las ruletas ecuatorianas, tienen, como todas las del continente, dos ceros en lugar de uno, lo cual las diferencia de las europeas.
Eso pareció confundirle, por lo que estudió el tapete y por último inquirió:
— ¿Y cuándo suelen salir los ceros?
— No tengo ni idea. Ojalá lo supiera!
— Vaya por Dios!
Se rascó pensativamente las cejas, se volvió a mirarme de frente y se diría que fue en ese preciso instante cuando reparó en el hecho de que estaba hablando con una mujer joven y quiero suponer que muy atractiva.
— Perdone si le parezco estúpido — se disculpó con una tímida sonrisa-. Pero es que en las Galápagos no hay casinos, y jamás había visto antes una ruleta.
— ¿Vive en las Galápagos? — inquirí de inmediato puesto que era uno de los lugares que deseaba visitar pero me habían advertido en la oficina de turismo que se hacía necesario solicitar plaza con mucho tiempo de antelación.
Asintió en un casi imperceptible gesto de la cabeza mientras respiraba satisfecho al comprobar que la bolita no había caído en ninguno de los ceros.
— ¿Desde cuándo?
— Desde siempre. Nací allí.
Yo había leído varios libros y visto infinidad de documentales sobre las islas Galápagos y su extraña y maravillosa fauna, pero debo admitir que jamás se me había pasado por la cabeza la idea de que alguien pudiera nacer y vivir en ellas, y así se lo hice notar.
Me miró como a una retrasada mental.
— ¿Y por qué no? — replicó-. En Isabela hay un pueblo, aunque yo nací en Santa Cruz. Mi abuelo fue uno de los creadores de la Fundación Darwin y luego la dirigió mi padre. Yo estoy especializado en iguanas marinas.
— ¿Especializado en iguanas marinas? — repetí-. No puedo creerlo!