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Nos pasamos el resto de la velada charlando sobre iguanas marinas y sus diferencias con las de tierra, as¡ como de focas, tortugas gigantes, pinzones de diferentes tipos y toda clase de bichos exóticos, y debo reconocer que fue sin lugar a dudas una de las noches más inolvidables de mi vida.

Mario amaba a los animales. Más que amarlos se podría asegurar que era uno entre ellos, aunque referido siempre a lo mejor que existe en ellos.

Había nacido y se había criado en un ambiente en el que cada ser viviente — y en ello incluyo a la mayor parte de las especies vegetales- tenía sus propios hábitos y sus propias características, y estaba claro que lo sabía casi todo sobre sus pautas de comportamiento.

Era como una enciclopedia de la naturaleza, o como un joven comandante Cousteau — al cual en cierto modo se parecía por lo alto, lo flaco, lo desgarbado, lo narigudo y lo tan de otro mundo- y sin ser, repito, un hombre en absoluto atractivo, cautivaba por su forma de expresarse.

Con el tiempo llegué a la conclusión de que era una especie de niño grande que tenía la virtud de despertar el instinto maternal de las mujeres.

¿A quién se le ocurre especializarse en un bicho tan feo como una iguana marina?

Únicamente a Mario.

Entendí por qué por la mañana me había dado la impresión de que se movía en el agua como una nutria, y por qué tenía aquella narizota alargada y aquellos acuosos ojos de un azul inquisitivo. Por lo visto se pasaba horas bajo el mar, observando a unos negruzcos lagartos de aspecto terrorífico que no obstante resultaban inofensivos ya que tan sólo se alimentaban de algas, pero incluso cuando me contaba cómo se sumergía tras unos bichos a primera vista tan poco interesantes, vigilando siempre que no hiciera su aparición a sus espaldas un tiburón hambriento, captaba mi atención con la misma intensidad que si se estuviese refiriendo a una peligrosa cacería de leones o elefantes en pleno corazón del Continente Negro.

La razón de su viaje a Quito no era otra que la de presionar a las autoridades con el fin de que redujeran aún más el cupo de visitantes a un parque natural que comenzaba a presentar preocupantes pruebas de degradación, y recuerdo que estuvimos a punto de enzarzarnos en una acalorada discusión cuando le acusé de estar pretendiendo limitar al disfrute exclusivo de sí mismo y un elegido grupo de los suyos un rincón del planeta que debería ser considerado en justicia Patrimonio de la Humanidad.

¡Absurdo! Absurdo y desconcertante que alguien que venía de pegarle un tiro en la cabeza a su mejor amigo para arrojar su cadáver al fondo de un barranco, se dedicase a teorizar sobre parques naturales, pero así era, puesto que en cierto modo me estaba comportando como correspondía a una muchacha de mi edad.

Ecuador, repito, me había cambiado, e incluso permitió que dejara a un lado el obsesivo recuerdo de Sebastián, puesto que ese recuerdo se limitaba en aquellos momentos al de un querido ser que había muerto años atrás, y cuya sombra no compartía ya mi lecho noche tras noche.

Y es que debo admitir que hasta el día de mi llegada a Quito, raramente había estado en consonancia con mi auténtica naturaleza.

El divorcio entre lo que debía haber sido y lo que en realidad era resultaba evidente, y las pesadillas y obsesiones que de continuo me asaltaban me impedían disfrutar de los más sencillos placeres de la vida.

Disentir acaloradamente sobre la política a seguir en un parque natural podía muy bien ser uno de ellos.

Captar la intensidad de la admiración con que me observaba un hombre tímido e inexperto que parecía haber entendido desde el primer momento que estaba totalmente fuera de su alcance, también.

Disfrutar de una buena cena, de una hora de ruleta, de una tranquila visita a las pintorescas aldeas del valle que parecían no haber cambiado en el transcurso de los últimos quinientos años, también.

Era como si por el hecho de haber cruzado la línea que divide en dos el mundo y haberme internado treinta kilómetros en el hemisferio sur, mi mente hubiera cambiado al igual que cambian las estaciones o comienzan a cambiar las estrellas en el firmamento.

A partir de allí, hacia el sur, el invierno se volvía verano y el verano invierno. A partir de allí, durante las noches, en el cielo no reinaba la Estrella Polar sino la Cruz del Sur. A partir de allí nacían las antípodas. En cierto modo me había convertido en mi propia antípoda.

La noche que invité a Mario a subir a mi dormitorio creyó estar soñando. Y en el momento en que descubrió que era virgen se cayó de la cama.

No fue una noche de pasión, pero sí de ternura. No escuché los hermosos susurros que escuchaba de niña en el cuarto vecino, pero no me hizo falta. Percibía su profundo respeto.

Deseo, admiración y repito que casi incredulidad, pero sobre todo respeto por parte de un hombre que contemplaba mi cuerpo como quien contempla una irrepetible puesta de sol o un cuadro de Goya.

Y eso bastó para hacerme feliz.

Más feliz que un desatado orgasmo de los que tenían la virtud de desencajar el rostro de doña Adela.

No hubo sudores, ni jadeos, ni convulsiones.

Pero hubo, eso sí, una exquisita delicadeza en cada gesto y en cada palabra, puesto que Mario pareció comprender desde el primer instante, que le estaba haciendo entrega de un presente sumamente valioso.

— ¿Por qué yo?

¿Qué respuesta puede darse a un desconocido al que acabas de ofrecer un tesoro que te has esforzado en conservar intacto toda la vida?

¿Por qué él?

¿Tal vez porque fue el primer hombre que conocí en el nacimiento de las antípodas?

¿Qué importancia tiene?

Ocurrió porque algún día tenía que ocurrir y jamás me arrepentí de que hubiese sucedido de ese modo.

Siguieron días muy hermosos, y quiero creer que lo fueron tanto debido al hecho de que no nos unía una pasión desenfrenada, sino más bien una especie de cómplice camaradería que nos permitía disfrutar de cuanto nos rodeaba sin estar pensando continuamente en el sexo.

Decidimos conocer juntos la Amazonía para pasar toda una semana en un acogedor hotel que se alzaba en pleno corazón de la selva, a orillas del Napo, al otro lado del cual se abría el territorio de los feroces aucas que jamás cruzaban el río pero que alanceaban hasta morir a todo aquel que osara poner el pie en sus tierras.

El hotel Jaguar era, sin lugar a dudas, el paraíso de las mariposas y las orquídeas, aunque por desgracia lo era también de los mosquitos.

Pero resulta divertido y sumamente exótico el hecho de hacer el amor bajo un inmenso mosquitero escuchando el lejano rugido de un jaguar y sabiendo que a menos de un kilómetro de distancia acechan indios salvajes.

¡Mario, Mario! En estos momentos te imagino en tus hermosas islas del confín del universo fotografiando iguanas bajo el agua y atento a que un tiburón no te arranque una pierna.

De vuelta en una diminuta avioneta de nuestra inolvidable expedición al deslumbrante oriente ecuatoriano, dejé a Mario en el aeropuerto puesto que tenía que regresar de inmediato a su archipiélago.

Quedamos en que en cuanto me consiguiera una plaza en el viejo avión militar que une las islas con Guayaquil dos veces por semana, acudiría a recogerme a la antigua base americana del islote de Baltra.

Quería presentarme a sus padres.

Lo recuerdo y no puedo por menos que asombrarme: hubo una vez un hombre que quiso presentarme a sus padres.

Está claro que se trataba de un antípoda. Aunque cuando me detengo a meditar en ello, debo admitir que tal vez una pequeña isla a mil kilómetros de la costa ecuatoriana en pleno océano Pacífico hubiera constituido el lugar ideal para que alguien como yo rehiciera su vida.

Estoy hablando de la posibilidad de rehacer mi vida cuando todavía no había cumplido veintitrés años y acababa de acostarme por primera vez con un hombre.

¡Qué equivocada he estado siempre!