¡Qué equivocada!
Pero tan remota posibilidad de enderezar mi rumbo se truncó ese mismo día, ya que en el momento de pedir la llave de mi habitación, el conserje se inclinó hacia adelante para musitar con voz de manifiesta complicidad:
— Un pastueño la anda buscando.
— ¿Quién?
— Un pastueño… — repitió visiblemente nervioso-. Un colombiano que por el acento juraría que viene de Pasto — hizo una larga y significativa pausa para añadir-: Y tiene aspecto de ser mala gente, señorita.¡Muy mala gente!
— ¿Dónde está?
— Lo acomodé en la ciento catorce, pero se ha ido a los toros. Me ha dado cien dólares para que le avise en cuanto llegue.
— ¡Gracias! — le alargué tres billetes de cien dólares-. Esto para usted. Pida que me preparen la cuenta y cuando vuelva ese pastueño le dice que he abandonado la ciudad sin dar explicaciones.
Sabía que tenía poco más de una hora de tiempo, puesto que en Quito las corridas de toros se suelen celebrar por las mañanas para que acaben antes de que empiece a llover.
Hice el equipaje, me cercioré que no había nadie por los pasillos, y me encaminé a la habitación ciento catorce.
Entre las muchas cosas que había aprendido con AI-Thani había aprendido lógicamente la forma de abrir una cerradura tan sencilla como la de una puerta de habitación de hotel.
El tipo se llamaba Cirilo Barrientos y tenía una cara de hijo de la gran puta que no podía disimular ni en la fotografía familiar que descansaba sobre la mesilla de noche y en la que se le podía ver con una pelirroja bastante atractiva y tres chicuelos de corta edad.
En el fondo de la maleta ocultaba un revólver calibre treinta y ocho con el percutor cubierto, que es el arma preferida por los agentes de la CIA y los sicarios colombianos, ya que acostumbran a disparar desde el interior del bolsillo sin que se enganche en la tela.
Me la llevé, del mismo modo que me llevé la foto familiar, su carnet de conducir y las llaves de su coche.
Yo sabía muy bien que en Quito a nadie se le ocurría ir a los toros en su propio vehículo, consciente de las dificultades que presenta el aparcar cerca de la plaza, y tras hacer que cargaran el equipaje en mi todoterreno no me costó mucho descubrir que en el estacionamiento del hotel se encontraba otro muy parecido con matrícula colombiana.
Era el de Cirilo Barrientos, lo abrí con sus llaves y me quedé con el delco y la documentación que guardaba en la guantera.
Luego, y en el momento en que las primeras gotas golpeaban contra el parabrisas, enfilé hacia el sur por la carretera que se dirige a Guayaquil, y que a mi modo de ver es la más hermosa que pueda existir en este mundo.
Al llegar a Ambato hice un alto en el camino, telefoneé al hotel Quito y rogué que me comunicaran con la habitación ciento catorce.
El hombre tenía una voz ronca, hostil y aguardentosa y evidentemente se encontraba de un humor de perros.
— ¿Por qué me busca? — quise saber.
— Tienes algo que nos pertenece — fue su seca respuesta.
— ¿La bolsa roja? — inquirí-. Busque a Hazihabdulatif y pídesela a él. Me dio veinte mil dólares para que alquilara un coche y le esperara en Quito, pero no ha aparecido. Por lo que sé se dirigía a Bolivia, a cerrar un negocio.
— ¿A Bolivia…? -repitió visiblemente alarmado-. Hijo de la gran puta! ¿Y la cita que tenía en Tulcán?
— No sé nada de ninguna cita en Tulcán — repliqué y en esta ocasión no mentía-. Lo único que sé es que me engañó.
— ¿Podemos vernos?
— Ni por lo más remoto.
— ¿Por qué?
— Porque no tenemos nada de qué hablar. -hice una corta pausa y cambié el tono de voz-. Y recuerde una cosa: yo sé quién es usted, dónde vive, y cuántos hijos tiene… Por cierto, la niña es preciosa. Sin embargo, usted no tiene ni idea de quién soy, cómo me llamo en realidad, ni qué clase de amigos tengo. Si promete olvidarse de mí, le prometo olvidarme de usted y de su hermosa familia.
— ¿Y qué pasará con el dinero?
— Busque a Al-Thani y que él se lo explique.
Guardó silencio unos instantes, debió meditar a fondo mi propuesta y al fin admitió en un tono de voz que se me antojó sincero:
— Trato hecho, pero devuélvame mis cosas.
— Se las enviaré a su casa. Pero la foto familiar me la quedo. Y el arma también. Es magnífica.
Lanzó un reniego, y colgué.
Seguí mi camino y mientras conducía llegué a la conclusión de que el tal Cirilo Barrientos era sin lugar a dudas el más inepto de la larga lista de ineptos con los que me había tropezado hasta el momento — ahora puedo asegurar que incluso de cuantos me tropecé m s adelante- en este complicado mundo de la marginalidad.
Un auténtico profesional no se puede comportar en absoluto como él lo hizo.
Un auténtico profesional que recibe el encargo de recuperar cuatrocientos mil dólares escamoteados a un cártel de la droga, no tiene derecho a ir por el mundo dejando la fotografía de su mujer y sus hijos en la mesilla de noche de un hotel para marcharse tranquilamente a los toros.
Entre otras cosas, porque se supone que un asesino a sueldo no debe tener mujer e hijos. El hecho de que los tenga rompe todos los esquemas.
A Cirilo Barrientos debió perderle el hecho de imaginar que iba tras las huellas de una pobre mantenida que había llegado sola y despistada a un país desconocido, y probablemente no pretendía otra cosa que irse a la cama con el primero que le dijera por ah¡ te pudras.
Craso error, aunque en su descargo lo único que se me ocurre es que si se tratara de un hombre siquiera medianamente inteligente habría alcanzado años atrás la cúpula del narcotráfico colombiano en lugar de seguir siendo a su edad un simple sicario, bueno tan sólo para perseguir muchachas supuestamente inofensivas.
De haber sido tan sólo algo más listo Cirilo Barrientos habría tenido muy en cuenta quién era en realidad Hazihabdulatif Al-Thani, y por lo tanto debería haber imaginado que quienquiera que compartiese su vida no podía ser absolutamente inofensivo.
Nadie deambula más de un año entre la basura sin ensuciarse. Nadie vive rodeado de terroristas y maleantes sin aprender algunos trucos. Nadie sobrevive en un océano tempestuoso sin haber aprendido a nadar.
A los veintitrés años yo aún no sabía mamarla — cosa que hoy en día practican de maravilla la mayor parte de las chicas de dieciséis- pero sabía cómo hacer frente a situaciones que pondrían los pelos de punta a la más experimentada prostituta.
Admito que es más lógico, divertido e incluso saludable, dedicarse a mamarla con estilo, haciendo de paso feliz a un hombre, que a forzar habitaciones de hotel, atracar bancos o matar gente, pero aquélla era la forma de vida que había elegido, y lo que estaba claro es que empezaba a ser bastante buena en mi oficio.
Guayaquil se me antojó la otra cara de la moneda de Quito; es decir, una ciudad sucia, maloliente y bochornosa. Aunque entra dentro de lo posible que tan negativa y cuestionable apreciación se debiera más que nada a mi negro estado de ánimo.
Me hospedé en un hotelucho de mala muerte en el que ni siquiera se molestaron en pedirme la documentación, y durante todo un día me dediqué a sopesar los pros y los contras de seguir adelante con el plan de visitar Galápagos.
No obstante, muy pronto llegué a la conclusión de que no tenía derecho a hacerle daño a alguien que se había comportado conmigo con tan exquisita delicadeza.
Me constaba que no estaba enamorada de Mario, ni que probablemente llegara a estarlo nunca.
Era un buen hombre. Demasiado bueno para cargar con alguien como yo, y lo mejor que podría ocurrirle era olvidar con el tiempo su hermosa aventura quiteña, para regresar con sus iguanas, y encontrar algún día una mujer a su medida.