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Dejé el todoterreno en el aparcamiento del aeropuerto, introduje las llaves en el buzón de la compañía de alquiler y a los pocos minutos me embarqué en el primer avión.

Salí de Ecuador con un pasaporte a nombre de Isabel Ramírez y entré en Panamá con otro a nombre de Náima Dávila sin que nadie advirtiera el cambio.

Los aduaneros suelen fijarse más en las caras y las fotos, que en los nombres. Sobre todo si se trata de una mujer joven y llamativa. A veces temo estar repitiendo en exceso que soy llamativa. No es por presunción, ni porque me sienta especialmente orgullosa de serlo; es porque estimo que ciertos pasajes de mi historia no llegarían a entenderse a no ser que quede muy bien establecido que mi aspecto físico tiene mucho que ver en mi forma de comportarme.

Precisamente por eso, por considerar que resulto demasiado llamativa como para andar sola incluso en una ciudad tan atestada de hombres de negocios que acuden a lavar dinero sucio entre ambos océanos como Panamá, decidí que si pretendía que mi rastro se diluyera aún más necesitaba buscarme una convincente tapadera.

El elegido fue el ínclito Jack Corazza, el alto ejecutivo más pagado de sí mismo que haya nacido nunca en Las Vegas, y que pareció aceptar como algo absolutamente normal y lógico que me prendara de sus encantos en cuanto se dignó dirigirme la palabra en el bar del hotel.

¡Qué tipo tan presuntuoso!

Fatuo hasta la exageración, pero la clase de persona que me venía como anillo al dedo en aquellos momentos, puesto que a la media hora de conocerme ya me había invitado a visitar media docena de países en el jet privado de la compañía de la que al parecer era Director General de Compras.

— ¿Y qué es lo que compras? — quise saber.

— Tierras. Enormes extensiones de tierra!

Y era cierto.

Acepté su invitación, por lo que a los dos días aterrizamos en la cercana península mexicana de Baja California, donde inició de inmediato negociaciones para quedarse con un inmenso valle pagándolo en el acto y en billetes contantes y sonantes.

Por lo que me contó aquél había sido de los lugares más fértiles del continente que abastecía de frutas exóticas Estados Unidos hasta que a mediados de los años cincuenta se agotaron sus pozos y comenzó convertirse en un inmenso erial.

Ahora, semidesértico y abandonado ofrecía un aspecto lamentable con enormes caserones que se caían a pedazos, viejos troncos que semejaban sarmientos y famélicas cabras que habían devorado ya hasta la última brizna de hierba.

Era a mi modo de ver el lugar más inhóspito y desolado del planeta, pero al fantasioso Jack Corazza pareció entusiasmarle, puesto que apoltronado en un viejo butacón del único hotel que quedaba en la zona, iba recibiendo uno por uno a los campesinos que hacían cola con sus documentos de propiedad en la mano, y en cuanto sus abogados certificaban que estaban en regla les colocaba un montón de dólares sobre la mesa y les obligaba a firmar un contrato de venta.

Se me antojaba un derroche! Un auténtico despilfarro!

Nunca imaginé que alguien pudiera regalar dinero de aquella forma, y el hecho de advertir la magnitud de mi desconcierto hacía feliz a un pavo real cuya mayor satisfacción parecía ser la de epatar a cuantos le rodeaban con sus inconcebibles desplantes y sus locos sueños de grandeza.

Era, eso sí, un duro negociador. Pagaba en el acto y sin inmutarse, pero pagaba siempre el precio que él mismo establecía, y se negaba a aceptar cualquier tentativa de negociación.

— O lo tomas, o lo dejas! — era su única oferta.

Y la inmensa mayoría lo tomaba, puesto que mirándolo bien, lo que estaba vendiendo ya no valía nada.

De ese modo, la empresa, que supongo que no había que ser demasiado listo como para llegar a la conclusión de que pertenecía a la mafia de los casinos y la droga de Las Vegas, reciclaba miles de millones de dólares, ya que los contratos de compraventa se firmaban por cantidades ridículas, mientras que el verdadero precio se pagaba en billetes usados.

Pero ¿qué objetivo tenía lavar tantísimo dinero si lo que se estaba obteniendo a cambio no valía ni la décima parte?

— ¿Acaso es que hay petróleo? — quise saber-.

¿Oro, diamantes, minerales valiosos…?

— Aquí no hay nada, cariño — replicaba con desconcertante sinceridad-. No hay más que tierra. Yo únicamente compro tierras.

— Pero ¿por qué?

— Porque así se llama nuestra compañía: Tierras y Tierras y hemos adquirido ya miles de millones de hectáreas en los cinco continentes.

— ¿Y qué hacéis con ellas? ¿Las revendéis más caras?

— Dios me libre! — se escandalizó-. Nosotros no vendemos. Sólo compramos.

Y era cierto, repito.

Pasé mucho tiempo a su lado, recorrimos cerca de una veintena de países, y lo único que hizo en ese tiempo fue comprar y comprar eriales irredentos por los que ni los beduinos hubieran ofrecido un centavo.

Al fin, la noche que me negué en redondo a acompañarle a Mauritania para ser testigo una vez m s de cómo hacía el idiota pavoneándose ante los pobres lugareños que por un puñado de dólares serían capaces de venderle un desierto del tamaño de Andalucía, tomó asiento en el borde de la cama, me obligó a alzar el rostro para mirarle directamente a los ojos, y por último inquirió:

— ¿Realmente aún no has entendido por qué hago lo que hago?

— Lo único que he entendido es que lavas sumas prodigiosas de un dinero que supongo que proviene de un sinfín de negocios sucios.

— ¿Nada más? En ese caso eres menos inteligente de lo que suponía.

— ¿Qué tiene de inteligente tirar el dinero de ese modo? — me indigné-. ¿Cómo esperas recuperarlo?

— No sólo espero recuperarlo — sentenció seguro de sí mismo-. Lo recuperaremos multiplicado por mil, y además ser absolutamente legal.

¿Cómo? — quise saber cada vez m s intrigada.

— Con visión de futuro. Los grandes imperios se hacen siempre con visión de futuro — añadió sin su fatuidad habitual-. Hace poco más de un siglo el mundo comenzó a industrializarse y unos pocos comprendieron que muy pronto esa industria demandaría ingentes cantidades de energía. Ya no bastaba con el esfuerzo humano ni la tracción animal. Ni siquiera con el carbón!

Pero ellos, esos precursores se hicieron con el control del petróleo, la energía hidráulica y por último la energía nuclear. Petroleras y eléctricas se convirtieron en los nuevos dirigentes de la economía mundial.

— Hasta ahí lo entiendo — admití.

— Luego, hace unos treinta años, surgió la Revolución Electrónica y de ella han nacido también poderosísimos imperios — sonrió de oreja a oreja-. Y dentro de muy poco surgir la Revolución Agrícola, y ahí es donde estar presente Tierras y Tierras, Sociedad Anónima.

— ¿Revolución Agrícola? — no pude por menos que repetir estupefacta-. Pero ¿de qué demonios hablas? Todo el mundo sabe que el planeta se está desertizando, y el gran problema estriba en que cada día la población se amontona en mayor número en torno a las ciudades.

— ¡Exacto! — reconoció-. Ese es el Gran Problema. Pero siempre que la humanidad se ha enfrentado a un gran problema ha encontrado una gran solución porque para eso el creador nos dotó de inteligencia. Y esa gran solución se encuentra ya en camino.

— ¿Y cuál es, si puede saberse?

— El agua.

¡No podía creerlo! ¡Aquel loco estaba realmente loco! ¡El agua!

— Pero si cada día hay menos agua! — exclamé.

— Lo sé — admitió-. Pero por eso mismo, muy pronto, sobrar. Ese es el reto, y ésa será la victoria. ¿Acaso no te has dado cuenta de que todas las tierras que compro, son potencialmente fértiles, se encuentran en países cálidos, y además se alzan siempre a la orilla del mar?

— No! — reconocí-. No había caído en ello.