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— Pues así es! — puntualizó-. Tierras que se convertirían en un vergel y en un emporio de riqueza si se regaran — hizo una corta pausa como para conferir mayor énfasis a lo que decía-.

Y muy pronto la regaremos porque ya todo el agua de mar se puede convertir en agua dulce.

— Pero eso cuesta carísimo! — le hice notar.

— Lo sé — reconoció impasible-. Casi tan caro como le costaba un coche a mi abuelo, pero yo tengo cinco. Y casi tan caro como costaba hace diez años un teléfono móvil, pero ahora algunos grandes almacenes incluso los regalan. Nosotros confiamos en el ser humano porque sabemos que cuando encuentra un camino sabe seguirlo hasta el final, sea para bien o para mal. Y en este caso es para bien.

— Nunca se me hubiera ocurrido algo así de la mafia — repliqué intentando hacer daño porque a decir verdad me sentía confusa y un tanto apabullada-. ¿Ahora, de pronto, confiáis en el ser humano?

— Yo no pertenezco a esa cosa que has mencionado, querida — puntualizó paciente-. Yo formo parte de la Tercera Generación de unos hombres que demostraron tener visión de futuro al fundar una ciudad como Las Vegas en pleno desierto. Y ahora nos consta que el exceso de liquidez que proporcionan ciertos negocios se convierte en un engorro. Por eso lo invertimos en algo que a la vuelta de una d‚cada ser sólido, honrado y productivo..: tierras excelentes — sonrió con cierta ironía-. Ten en cuenta que al fin y al cabo esa mafia a la que te refieres nació cuando los campesinos sicilianos se vieron obligados a emigrar. La Cuarta Generación de aquellos exiliados ser dueña de un imperio que no admitir fronteras puesto que habrá sabido establecerse en infinidad de países, controlando legalmente la producción de alimentos en un mundo que se encontrar superpoblado y que necesitar por lo tanto de dichos alimentos.

Aprendí muchas cosas de Jack Corazza. Aprendí mucho sobre grandes negocios, sobre cómo mover ingentes sumas de dinero, o sobre cómo corromper a políticos y funcionarios públicos.

Aprendí a comportarme en un restaurante de superlujo, a mantener una conversación interesante en un inglés más o menos fluido, y a elegir muy bien mi elegante y sofisticado vestuario.

Y aprendí a ser rica sin ser rica como amante de un hombre poderoso, ególatra y excéntrico pero en el fondo generoso e inteligente, que me cubrió de joyas de los pies a la cabeza. Aunque hubo algo: un fabuloso collar de zafiros que siempre guardó en su caja fuerte y nunca llegó a entregarme, puesto que la condición exigida para hacerlo era que me dejara dar por el culo, a lo que siempre me negué en redondo.

Desde entonces siempre he asociado la idea de zafiro, a algo negro, profundo, y en cierto modo, denigrante y doloroso.

Nuestra historia en común acabó en París, y lo hizo como suelen acabar estas historias, sin demasiados reproches ni acritudes, puesto que en el fondo ambos habíamos obtenido lo que pretendíamos: Jack disfrutar de la compañía de una muchacha joven, atractiva y presentable, y yo de una cierta seguridad y una experiencia que me habría de resultar muy útil en el futuro.

Habiéndome quedado sola en París dediqué un par de semanas a ir de compras, hacer turismo y meditar sobre mi posible futuro como prostituta de lujo, visto que contaba con una considerable lista de números de teléfono de amigos de Jack que a menudo se habían mostrado más que dispuestos a tomar su relevo si se presentaba la ocasión.

No obstante, tenía muy claro que continuar con aquella vida significaba tanto como traicionar mis m s profundas convicciones, y que haber matado a tres hombres y saberme rechazada por mi propia madre para acabar abriéndome de piernas a cambio de pulseras y abrigos de visón, no tenía el más mínimo sentido y carecía de la lógica m s elemental.

Las circunstancias me habían obligado a aplazar durante casi dos años la misión que me había encomendado a mí misma el ya lejano día en que unos hijos de puta mataron a Sebastián, y sentada una tibia tarde de primavera en la terraza de un café de los Campos Elíseos, llegué a la, a mi modo de ver, errónea decisión de que aquél era el momento idóneo para reemprender el camino iniciado.

Me compré un precioso deportivo, crucé la frontera por Irán sin que nadie reparase más que en el hecho de que era una turista en apariencia despreocupada y rica, y me dirigí directamente a Orense.

Me costó toda una semana localizar a Vicente, el aprendiz de relojero cuya detención había provocado la desbandada del grupo y de mi excesivamente largo exilio.

Trabajaba de pinche de cocina en un restaurante de mala muerte, y la noche que le abordé en una oscura esquina, me confundió con una vulgar prostituta e hizo ademán de pasar de largo.

— ¿Es que ya no me conoces?

Pareció realmente perplejo, pero casi de inmediato reaccionó y pude leer el miedo en sus ojos.

¿Qué haces aquí? -quiso saber-. Si nos ven juntos estoy perdido.

— Necesito saber qué ocurrió aquel día.

— Que me encerraron, pero como mucha gente testificó que estaba aquí la noche en que mataron al turco y tampoco podían relacionarme directamente con los atracos, a las dos semanas me soltaron.

— ¿Qué sabes de los otros?

— Alejandro y Emiliano continúan en Madrid. Diana desapareció del mapa. Ojalá pudiera hacer lo mismo!

— ¿Y quién te lo impide?

Me dirigió una larga mirada de asombro.

— Oh, vamos! — exclamó-. ¿Me has visto bien? Me echaron de la relojería y apenas gano para vivir.

— Cambia de país.

— Qué más quisiera yo! Mi tío, que trabaja de capataz en una hacienda argentina, me ha ofrecido trabajo, pero calculo que tardar‚ casi dos años en reunir el dinero para el pasaje.

— ¿Cuánto necesitas?

Su expresión cambió y una luz de esperanza brilló en sus ojos.

— ¿Me ayudarías?

— Sí, si prometes olvidarte de mí y no volver nunca.

— ¡Trato hecho!

— ¿Te arreglarías con tres millones?

— ¡Dios santo! ¡Desde luego que sí!

Metí la mano en el bolso, le entregué el dinero que llevaba preparado, y se quedó mirándolo como si temiera estar soñando.

— ¡Bendita seas! — exclamó.

— Vete de aquí y recuerda: nunca me has visto.

— Dalo por hecho.¡Y gracias!

Hizo ademán de seguir su camino, pero de pronto se detuvo y me observó con extraña fijeza:

— Favor por favor — musitó-. No te fíes de ellos.

— ¿De quién?

— De Emiliano y Alejandro. Nunca entendí por qué razón los dejaron en libertad, y no me sorprendería que los estuviesen utilizando como cebo. La policía sabe muy bien que fuiste tú quien apretó el gatillo y quien se largó con aquel moro. Por cierto, qué fue de él.

— Murió en la carretera — repliqué sin verme obligada a mentir.

— Era de suponer.¡Bueno! Repito: gracias por todo y cuídate.

Se perdió en la noche y quiero suponer que en estos momentos vivir en paz galopando en libertad por algún remoto lugar de la pampa argentina.

A la mañana siguiente abandoné Orense para dirigirme directamente al lago de Sanabria y sentarme a almorzar al aire libre junto a la orilla.

Hacía mucho tiempo que quería visitar el lugar del que tanto hablaba Sebastián, que siendo soldado había sido enviado a Ribadelago a raíz de la terrible catástrofe que destruyó todo un pueblo arrastrando al fondo de las aguas a la mayor parte de sus habitantes.

Para Sebastián aquélla había sido la experiencia más amarga de su vida, puesto que se había visto obligado a participar en el rescate de docenas de cadáveres que habían ido a parar al fondo del lago cuando una gran presa se derrumbó en mitad de la noche arrasándolo todo.

Ahora, sentada allí y disfrutando de un agradable sol que no llegaba a calentar, trataba de imaginármelo, joven, fuerte y animoso, navegando en los metálicos lanchones del ejército para ir subiendo a bordo los destrozados cuerpos de unas víctimas a las que la muerte había sorprendido en pleno sueño.