¡Sebastián!
Se le saltaban las l grimas al recordar aquella triste semana, y ahora yo contemplaba el paisaje que tantas veces me describió, preguntándome si esa misma tarde, a la hora de llegar a Tordesillas, debería elegir la carretera que me devolvería a París, u optar por la que me conduciría directamente a Madrid.
París significaba olvidar el pasado y empezar de nuevo, no necesariamente como prostituta de lujo. Madrid significaba reencontrarme con lo peor de mi pasado y tal vez tener que acabar con dos viejos amigos. Emiliano y Alejandro.
Una voz en mi interior, una oscura voz que nunca miente me advertía que si tomaba el ramal de la derecha acabaría matándolos. Y que al matarlos me lanzaría nuevamente por el sinuoso tobogán que me conduciría al abismo.
¿Quién me obligaba a hacerlo?
Era joven, disfrutaba de una cómoda posición, había conseguido una nueva identidad, y todo un mundo de libertad se abría ante mí.
¿Qué me impulsaba a hacerlo?
Pensé una y otra vez en ello mientras conducía, disfrutando del paisaje, rumbo a Tordesillas.
¿Qué ganaría con hacerlo?
Las primeras casas hicieron su aparición en el horizonte.
¿Por qué querría nadie hacerlo?
¿Por qué el drogadicto recurre una y otra vez a la aguja que le está matando?
¿Por qué el alcohólico regresa noche tras noche al bar en el que sabe se destruye copa a copa?
¿Por qué el jugador disfruta frente a una ruleta sufriendo al ver cómo lo pierde todo sin solución posible?
¿Por qué un ama de casa destroza su hogar a causa de una estúpida aventura pasajera?
¿En qué rincón de nuestra mente se oculta ese sádico virus de la autodestrucción que de improviso hace acto de presencia reclamando sus indiscutibles derechos?
Daría cualquier cosa porque alguien me proporcionara una respuesta inteligente. O tan siquiera mínimamente lógica.
¿Acaso estaba loca?
En París me esperaba una vida plena.
En Madrid una muerte amarga.
Dejé a un lado Tordesillas, alcancé el cruce, y ni tan siquiera lo dudé un instante.
CUARTA PARTE
La muerte
Dormí en un coqueto hotel de San Rafael, no lejos del lugar en que en un tiempo habíamos mantenido oculto a Hazihabdulatif, y dediqué gran parte de la mañana a seleccionar en los periódicos madrileños ofertas de apartamentos.
Encontré uno que me pareció perfecto, llamé por teléfono y concerté una cita para esa misma tarde.
Se trataba de un luminoso tico al final del paseo de Rosales, frente a la verde inmensidad de la Casa de Campo, con una vista ilimitada y unos atardeceres realmente fastuosos.
La renta, en la que para m¡ es sin lugar a dudas la mejor zona residencial de Madrid, resultaba lógicamente alta, casi exorbitante, por lo que su propietario se quedó más que encantado al advertir cómo una joven y generosa ecuatoriana, no sólo no la cuestionaba, sino que abonaba tres meses por adelantado en billetes de cien dólares contantes y sonantes.
Las enseñanzas de Jack Corazza empezaban a dar resultado.
Me extendió un sencillo recibo a nombre de Serena Andrade y se fue convencido de que pronto o tarde haría su aparición el poderoso caballero bajo cuya protección debía encontrarme.
Por aquel entonces yo lucía una melena corta, rizada y de una tonalidad casi cobriza, y como había adelgazado cinco kilos, estilizando mi forma de vestir e incluso de andar y de moverme, poco tenía en común con la provincianita Rocío Fernández, natural de Coria del Río que ingresara fraudulentamente en la universidad tres años antes.
Incluso mi tono de voz sonaba diferente, más cantarín y repleto de expresiones sudamericanas extraídas de la infinidad de culebrones venezolanos, mejicanos y puertorriqueños que me tragaba una y otra vez con encomiable espíritu de sacrificio.
Mi nueva documentación, obtenida gracias a las magníficas relaciones de Jack Corazza, no ofrecía el menor resquicio a la duda, ya que la espectacular Serena Andrade disponía incluso de partida de nacimiento, cédula de identidad y carnet de conducir ecuatorianos auténticos expedidos en Quito cuatro años antes.
Dejé transcurrir una semana mientras me adaptaba de nuevo al ritmo de vida de Madrid, aunque sin aproximarme a los barrios que frecuentaba antaño, y pocos días m s tarde me agencié una moto de segunda mano, esta vez con documentación a nombre de la modelo venezolana Náima Dávila, puesto que una de las cosas que AI-Thani me enseñó es que siempre resulta preferible que la policía busque a varios sospechosos que a uno solo.
Aunque todos sean en realidad el mismo individuo. Náima Dávila era rubia y de melenita corta, vestía vaqueros ajustados y camisetas llamativas, y acostumbraba a comportarse de forma tan vulgar que obligaba a imaginar que se pasaba gran parte del día colocada.
Estacioné la moto en el aparcamiento subterráneo de la plaza de España y el Mercedes, en un garaje semiprivado de la calle Serrano, y jamás me aproximé, ni en coche ni en moto al paseo de Rosales.
Cuando te estás arriesgando a pasar gran parte del resto de tu vida en la cárcel todas las precauciones se te antojan insuficientes.
Días más tarde adquirí en El Rastro una vieja maleta y un buen montón de ropa de segunda mano, tomé un taxi que me llevó a la estación de Atocha, y desde allí otro que me condujo a un pequeño hotel de la Gran Vía en el que me hospede bajo la identidad de Isabel Ramírez, una mujer altiva y reservada, de espesa cabellera muy negra y grandes gafas oscuras.
En cuanto el botones cerró a sus espaldas la puerta de la habitación, marqué el viejo número del teléfono de Emiliano deseando en mi fuero interno que ya no continuara teniendo el mismo que cuando le conocí.
Pero, por desgracia, respondió de inmediato.
— ¡Hola! — saludé con mi voz y mi acento de antaño-. Soy yo: Rocío.
Se hizo un corto silencio, y cuando se decidió a hablar, resultaba m s que evidente su confusión y nerviosismo.
— ¿Rocío…? -repitió como si estuviera intentando ganar tiempo o aclararse las ideas-. ¿Rocío…? ¿Rocío?
— La misma — repliqué en un tono que pretendí que sonara lo más simpático posible-. Rocío… Rocío.
— ¿Y dónde estás? — quiso saber.
— Aquí en Madrid. Acabo de llegar. ¿Cómo está Alejandro?
— Estupendamente. Se mudó de casa por precaución, pero no hubo ningún problema. Todo quedó en un susto. ¿Cuándo nos vemos?
— En cuanto me establezca de un modo definitivo. ¿Qué pasó con Vicente?
— ¡Oh, nada! A los pocos días le dejaron en libertad y está muy bien y muy contento. Creo que incluso le han nombrado encargado de la relojería…
Hablaba y hablaba con tan exagerada verborrea y fingido entusiasmo que llegué a la conclusión que en realidad lo único que pretendía era ganar tiempo y mantenerme pegada al teléfono.
Cuando comprendí que probablemente ya habría conseguido localizar desde dónde le llamaba me despedí con absoluta naturalidad, prometiéndole que nos veríamos muy pronto.
Abandoné la habitación, bajé por las escaleras y atravesé el hall de entrada procurando que nadie reparara en mi presencia.
Ya en el exterior crucé la calle y me acomodé en una cafetería desde la que dominaba la entrada del hotel.
Apenas había transcurrido un cuarto de hora, cuando un gran coche oscuro se detuvo en el bordillo para que descendieran cuatro hombres que parecían llevar tatuadas en la frente sus credenciales de policía.