Uno se quedó en la acera, y los tres restantes penetraron en el hotel.
Me dolió reconocer que Vicente tenía razón y Emiliano — y probablemente Alejandro-, habían aceptado colaborar con la policía y convertirse en el cebo de la trampa en la que yo debería caer.
Me dolió, pero no me sorprendió.
Llevaba ya suficiente tiempo en aquel mundillo como para aceptar que la traición es algo que está siempre a la orden del día.
Había sido testigo de cómo los argelinos traicionaban a Mubarrak; de cómo sus mejores amigos traicionaban a Iñaki; de cómo Hazihabdulatif había intentado traicionarme, y de cómo yo misma le había traicionado metiéndole una bala en la cabeza.
Era algo que parecía formar parte del juego.
Y como conocía sobradamente dicho juego, en aquel cochambroso hotel de la Gran Vía madrileña no había dejado más que una manoseada maleta repleta de ropa usada por Dios sabe quién, sin un solo documento ni una pista válida que pudiera conducir a la policía a parte alguna.
Y lo que resultaba a mi entender más importante: sin una sola huella que sirviera para identificarme, puesto que durante los escasos minutos que permanecí en la habitación había tomado la precaución de usar guantes.
Por aquellas fechas yo ya era buena en mi oficio.
¡Condenadamente buena!
¡La mejor según dicen!
Al cabo de cinco minutos uno de los policías hizo su aparición, cruzó unas palabras con el que se encontraba en la puerta, y subiendo al coche se alejaron de allí con cara de pocos amigos.
Resultaba evidente que los otros dos habían decidido esperarme en el interior.
¡Larga sería la espera!
Larga e inútil, puesto que apenas media hora más tarde una mujer de espesa melena negra y grandes gafas oscuras que respondía a la descripción de la Isabel Ramírez que se había hospedado en el hotel de la Gran Vía, adquiría un billete en la estación de Chamartín con destino a Marsella.
El taquillero tuvo sobradas razones para fijarse en ella puesto que se la advertía casi histérica, hasta el punto de que lanzó un sonoro reniego cuando se enteró de que el jodido tren tardaría cuarenta minutos en partir.
Mucha gente vio a Isabel Ramírez subir a ese tren.
Pero nadie la vio bajar.
No obstante la discreta y elegante Serena Andrade regresó esa misma noche a su lujoso apartamento del paseo de Rosales y durante los tres días siguientes ni siquiera puso el pie en la calle.
En buena lógica la policía debió llegar a la conclusión de que Rocío Fernández, alias Isabel Ramírez, alias Sultana Roja, se había percatado de la presencia de la policía en el hotel, y víctima de un ataque de pánico había decidido abandonar ese mismo día el país para no volver nunca.
En aquellos momentos lo mismo podía encontrarse en Libia, que en México, Tokio o Sudán.
En cualquier parte del mundo, excepto Madrid.
¡Estúpidos!
Aunque pensándolo mejor… ¿Quién era en realidad la estúpida?
¿Qué necesidad tenía de cometer semejante rosario de imbecilidades que tan sólo tenían por objeto empantanarme en un peligroso juego que a nada conducía?
Hazihabdulatif me había dicho en cierta ocasión que la venganza es un pésimo compañero de viaje.
Pero yo sé que existe otro peor: la soledad.
Y el aburrimiento.
El tiempo que pasé en Ecuador me sirvió para conocer un nuevo país y una nueva cultura, así como para encontrar la paz interior que necesitaba a la hora de meditar sobre m¡ misma. Y el tiempo que pasé con Jack me sirvió para conocer una buena parte del mundo y una forma diferente de vivir, sin que me quedara demasiado tiempo para pensar ni en mí ni en nadie.
Pero ahora Madrid no me ofrecía ningún incentivo y sí la oportunidad de analizar en toda su magnitud el hecho de que me había convertido en el ser humano más solitario y menos querido del planeta.
Mi familia había renegado de mí; mi amante me había abandonado; había asesinado personalmente a mi mejor amigo, y resultaba evidente que mis viejos camaradas colaboraban con el fin de que me encerraran de por vida.
¡Brillante panorama! ¡lindo futuro!
Me acude en estos momentos a la memoria una frase genial atribuida al prodigioso Groucho Marx:
Partiendo de la más espantosa miseria, y gracias únicamente a mi esfuerzo y tesón, con los años he logrado alcanzar la más negra ruina.
Aquél era exactamente mi caso.
Habiendo comenzado pidiendo limosna por las calles de Sevilla, y gracias únicamente a mi esfuerzo y tesón, con los años había logrado alquilar un tico del paseo de Rosales y conducir un Mercedes descapotable.
Pero mi vida, mi verdadera vida! se encontraba inmersa en la ruina.
Nadie con quien hablar.
Nadie en quien confiar.
Nadie a quien confesarle quién era en realidad.
Se hacen muy largas las horas encerrada en un apartamento, aunque sea de lujo y tenga una fastuosa vista sobre la Casa de Campo.
En cuanto oscurecía clavaba la vista en las lejanas luces del parque de atracciones, observando el girar de la noria o la montaña rusa y el parpadeo de las incontables atracciones, preguntándome cómo era posible que existieran seres humanos que no tuvieran otra preocupación que pagar dinero con objeto de experimentar emociones fuertes.
¿Es necesario caer por un tobogán metálico para advertir cómo el terror se te clava en la boca del estómago?
¿Es necesario pagar por sentir miedo?
Mi noria y mi montaña rusa no se detenían nunca, puesto que mi particular parque de atracciones se había instalado en un inaccesible rincón de mi cerebro adonde cada día me resultaba más difícil acceder para desmontarlo.
Era como el niño que hace una larga cola y paga una y otra vez por subirse a una diabólica m quina en la que sabe que comenzar a sudar y temblar deseando apearse, pero que a pesar del mareo, los gritos y los deseos de vomitar, correr a ponerse de nuevo en la cola en cuanto ponga el pie en el suelo.
¡Ecuador!
Echaba de menos la paz de Ecuador. Echaba de menos los hermosos paisajes que rodean Quito, la selva, los volcanes y las largas charlas con Mario.
¿Y si le escribiera?
¿Y si le sorprendiera presentándome de improviso en las Galápagos para aceptar su oferta de conocer a sus padres?
¿Y si de pronto dejara de ser quien soy para convertirme en otra persona, cuerda, serena y consciente?
El tiempo me ha enseñado que en el fondo no somos más que esclavos de nosotros mismos. Y a mí me había tocado en suerte un mal amo. Un amo duro, cruel, exigente, vengativo y, sobre todo, imprevisible. Una peste de amo del que jamás conseguiría liberarme!
Un amo que me impedía coger mi precioso Mercedes deportivo, enfilar la carretera y poner rumbo a Florencia donde estaba segura de que encontraría no sólo una ciudad inimitable, sino un atractivo galán dispuesto a hacerme la corte. O tal vez Capri. E incluso las islas griegas.
Valía la pena intentar rebelarse, decir basta y emprender el camino, carretera adelante. Sin embargo, continuaban produciéndose masacres. Continuaban estallando bombas que mataban inocentes o mutilaban niños indiscriminadamente.
Un día, hizo su aparición en todas las pantallas de televisión una estúpida anciana que admitió con voz temblorosa y ojos de oveja triste, que perdonaba de todo corazón a quienes le acababan de arrebatar a su hijo, pese a que con ello se hubieran quedado huérfanos sus dos pequeños nietos.
¡Me indignó!
Me enfurecí con ella más aún de lo que aborrecía a los hijos de puta que habían puesto aquella bomba, puesto que mientras continuaran existiendo víctimas del terrorismo dispuestas a olvidar y perdonar de todo corazón a sus verdugos continuarían existiendo tales verdugos.
Yo me consideraba, y con razón, una víctima del terrorismo, la primera de la lista, y en cuanto se refería a ellos me tenía por más fascista que el mismísimo Mussolini.