El único terrorista bueno, es el terrorista muerto. Y es que el terrorismo es un virus peor qué el de la rabia, aunque tan sólo afecte a determinados seres humanos.
Siempre he sido partidaria de pegarle un tiro a los perros rabiosos y a los terroristas donde quiera que se encuentren. Pero el tiempo que había pasado en Tánger me había servido para comprender que el terrorismo es como un pulpo de infinitos rejos, y que nadie, nadie en este mundo! está en disposición de cortarlos todos para erradicar tan perniciosa lacra definitivamente.
Y es que por muchos que se corten, vuelven a renacer. Se trata por lo tanto de un pulpo inmortal, o de un Ave Fénix, que renace una y otra vez de sus cenizas.
Mi obligación debía ser por lo tanto concentrarme en un solo objetivo, y en buena lógica dicho objetivo no podía ser otro que aquel que tenía más cerca, y que además había sido el causante de que un comando itinerante de triste memoria permitiera que una bomba estallara a destiempo en una tranquila calle cordobesa destrozando a mi padre.
En pocas palabras: tenía que concentrarme en combatir a ETA.
Tenía una ligera idea de cómo llegar a ella, puesto que no en vano había ejercido durante meses como mano derecha de Al-Thani, pero muy pronto llegué a la conclusión de que para poder actuar sin trabas lo primero que tenía que hacer era librarme de mi pasado.
Mientras Alejandro y Emiliano continuaran con vida, correría un serio peligro, puesto que parecían ser los únicos seres de este mundo que estaban en disposición de implicarme en la muerte de Yusuff.
Y se habían convertido en confidentes.
¡Odio a los confidentes!
Sé que odio demasiado, pero los confidentes se me antojan una subespecie deleznable que no merece vivir.
¿Me estoy justificando?
Si es así retiro lo dicho. No quiero que nadie piense jamás que busco justificaciones. Soy como soy, y punto. Tal vez la única verdad se limita al simple hecho de que — como muchos aseguran- en el fondo no soy m s que una pobre psicópata que disfruta matando y que por aquellos tiempos me encontraba obsesionada por la idea de vengarme de un par de imbéciles que imaginaba que me habían traicionado.
Por lo tanto, lo primero que tenía que hacer era neutralizarlos. Durante mi primera época madrileña jamás me había preocupado de averiguar dónde vivía Emiliano, ya que Alejandro siempre aseguraba que cuanto menos supiéramos los unos de los otros, mejor.
Solíamos citarnos en bares o restaurantes, aunque a m¡, por ser la última llegada al grupo, sabían muy bien dónde encontrarme.
Sospecho que siempre temieron que en el fondo no fuera más que una infiltrada que cualquier día acabaría por denunciarles. Pero ahora se habían vuelto las tornas. Ahora eran ellos los que me habían denunciado, necesitaba encontrarlos en la inmensidad de una ciudad de casi cuatro millones de habitantes, y para ello lo primero que hice fue dedicarme a telefonear a todos los números anteriores y posteriores al de Emiliano hasta que al fin una voz muy amable respondió:
— Restaurante Casa Pedro, dígame.
Reservé una mesa y le supliqué a mi interlocutor que me proporcionara la dirección exacta de su establecimiento, puesto que no sabía cómo llegar a él.
Naturalmente me la dio en el acto y correspondía a una sinuosa callejuela del viejo Madrid.
Busqué en la guía telefónica para intentar comprobar si en alguno de los edificios de la misma calle figuraba el número de Emiliano, pero como no conseguí dar con él, una mañana me enfundé en un amplio mono de cuero negro, me cubrí la cabeza con un casco que impedía adivinar si quien la conducía era una mujer, trepé a la moto que guardaba en el aparcamiento de la plaza de España, y me dediqué a recorrer el viejo Madrid en varias manzanas en torno al restaurante Casa Pedro.
Pasé así casi una semana, yendo y viniendo a diferentes horas aunque esforzándome por no despertar sospechas, y cada noche regresaba al apartamento abatida por la frustración para dejarme caer en el butacón de la terraza y contemplar las luces del parque de atracciones.
Era una vida insana; insana e ilógica, aunque muy propia de alguien que no conseguía escapar al circulo vicioso que había trazado en torno a sí misma.
Un domingo entrevistaron en un programa divulgativo a una muchacha anoréxica. Era apenas un esqueleto ambulante, la voz surgía de aquel cuerpo enclenque como un susurro, tenía los ojos dilatados hasta casi salirse de las órbitas, y resultaba evidente que, por el camino que llevaba, no viviría mucho.
No obstante, repetía una y otra vez que no podía hacer nada por evitar su propia destrucción. Ni el profundo amor que le demostraban sus padres, ni los inteligentes consejos de los psiquiatras, ni los cuidados de todo un ejército de médicos y enfermeras conseguían obligarle a abandonar un camino que le llevaba directamente a la tumba, puesto que juraba y perjuraba que a pesar de reconocer que quienes le rodeaban tenían razón, en cuanto se miraba al espejo se veía gorda y se castigaba a s¡ misma dejando de comer.
¿Qué desconcertantes misterios encerraba aquella mente?
¿Qué era lo que le obligaba a verse a sí misma de una forma tan evidentemente distorsionada?
¿Qué extraña imagen le devolvía el espejo?
Averiguarlo me hubiera servido tal vez para descubrir qué misterios semejantes encerraba mi propia mente, puesto que continuaba empecinada en una absurda búsqueda de supuestos enemigos aun a sabiendas de que con ello me causaba un daño irreparable.
Cada noche me acostaba jurándome a mí misma que a la mañana siguiente lo abandonaría todo, y cada mañana me levantaba ansiando trepar a la moto para continuar intentando localizar a un pobre imbécil del que tendría que haberme olvidado hacía ya mucho tiempo.
¡Dios!
¡Dios, Dios, Dios!
Mi cerebro era como una gigantesca red de alcantarillas por las que en mis sueños me veía avanzar armada únicamente de una diminuta linterna cuyo haz de luz extraía destellos rojizos de los ojos de las ratas mientras me aventuraba por conducciones cada vez m s tenebrosas para acabar por desembocar siempre en el mismo punto y reiniciar una agotadora andadura.
De tanto en tanto una empinada escalera ascendía hasta un punto en el que me constaba que brillaba el sol, no existían ratas y el aire no apestaba, pero en mi fuero interno sabía que ese sol y ese aire me aterrorizaban m s que las tinieblas, la hediondez y las ratas.
¿Qué explicación existía?
La única que se me ocurre, simplificando mucho, se basa en el hecho de que — al igual que aquella descentrada anoréxica- lo único que en el fondo pretendía era imponerme a mí misma un castigo con el fin de expiar de ese modo mis culpas.
Y para ello no encontraba una fórmula mejor que insistir en mis propias culpas, como quien habiendo roto un vaso se empeña en machacar los pedazos de cristal confiando en que al desmenuzarlos acabar n por convertirse en polvo y desaparecer.
Pero nuestros m s ocultos pecados no desaparecen nunca.
Especialmente cuando ignoramos cuáles son, y resultaba evidente que yo no sabía qué era en realidad lo que había comido.
Algo existía — y sospecho que aún existe en lo m s recóndito de mi mente por lo que vengo pagando un precio muy alto desde que tengo uso de razón, y aunque he pretendido tener la suficiente valentía como para obligarlo a aflorar, aún no he conseguido m s que entreverlo en la bruma, como si se tratase de un escurridizo fantasma incorpóreo.
Tal vez debería haber recurrido a los consejos de un psiquiatra. Tal vez un loquero hubiera sabido ayudarme. Tal vez, si me hubiera sometido a una de esas sesiones de hipnosis a las que tan a menudo se echa mano en las malas películas, mi subconsciente hubiera escupido milagrosamente todos mis traumas.