Pero ¿es que acaso puede existir algo más traumático que la certeza de haber asesinado a tres seres humanos?
¿Algo peor que haber descerrajado un tiro en la cabeza al amigo con el que convives?
¿O haberle metido una bala en el entrecejo a un pobre diablo que únicamente intentaba defender lo que creía suyo?
¡Existe!
Estoy segura de que existe, pero ni sé lo que es, ni mucho menos dónde se oculta.
Callejeaba sin descanso.
Iba y venía con la mirada atenta a cada detalle de cuanto ocurría a mi alrededor, hasta que al fin, una aciaga tarde, descubrí aparcada en una plazoleta, y a menos de setecientos metros de Casa Pedro, la vieja furgoneta de Emiliano.
Di la vuelta a la manzana, me detuve en la esquina m s apartada y aguardé. Mi antiguo camarada tardó casi una hora en surgir de un oscuro portal pero al fin lo hizo, y le reconocí en el acto pese a que se había dejado crecer una espesa barba, llevaba el pelo sujeto en la nuca formando una gruesa cola de caballo, e intentaba ocultar sus facciones tras unas enormes gafas oscuras.
Continuaba siendo un chapucero.
Seguir usando la misma furgoneta sin ventanas constituía un error muy propio de su carácter.
¿De qué demonios le servía intentar disfrazarse si aquel viejo trasto le delataba sin que fuera precisa siquiera su presencia?
Estaba claro que de haber seguido a su lado haría ya mucho tiempo que nos habrían cazado como a conejos.
No había crecido.
No había madurado.
Continuaba siendo un aprendiz de brujo al que se le había agotado el repertorio.
Decidí no seguirle, limitándome a regresar a mi apartamento y constatar por medio de la guía telefónica de calles que en aquel cochambroso edificio de la plazoleta se encontraba registrado el número de Emiliano a nombre de un tal Tomás Guerrero Jiménez.
Ahora ya le tenía localizado.
Sabía dónde vivía, y cuál era su verdadero nombre, o al menos cuál utilizaba. Una vez más había demostrado que era buena en mi oficio aunque admito que hay que ser bastante estúpida al sentirse tan orgullosa como me sentía en aquellos momentos por el simple hecho de haber sido capaz de localizar a mi enemigo.
¿Qué mérito tenía el demostrarme a mí misma que podía ser más astuta que aquel descerebrado?
Los años — cuantos más mejor- son los únicos capaces de echarnos en cara nuestros errores sin que consigan hacernos enfurecer.
Tal vez porque el paso de los años nos invita a creer que fueron otros quienes cometieron tales errores.
El paso de estos años me ha permitido aceptar sin enfadarme que en aquella ocasión me comporté como una perfecta imbécil al intentar demostrar lo inteligente que podía llegar a ser. Más me hubiera valido no ser tan lista. A veces creo que aquella deleznable época de mi vida fue en cierta forma comparable al hecho de jugar silenciosas partidas de ajedrez contra unos contrincantes que nunca llegaron a saber que estaban participando en ellas, y que lo que estaba en juego era su propia vida.
Nada tiene de extraño que la mayor parte de las veces fuera yo quien ganara. Emiliano me imaginaba muy lejos de Madrid y por lo tanto se encontraba desprevenido. ¿Qué mérito tenía descubrirle? ¿Y qué mérito derrotarle?
A media mañana del sábado siguiente, que yo sabía muy bien que era el día que acostumbraba a reunirse con Alejandro, me encontraba aparcada ya al otro lado de la plazoleta para observar cómo entraba a desayunar en el bar de la esquina y cómo se encaminaba a buscar la dichosa furgoneta.
Le seguí discretamente hasta que abrigué la certeza de que se encaminaba a la autopista de La Coruña, y a partir de ese momento le sobrepasé. Recordaba muy bien los consejos de Al-Thani:
— Cuando quieras seguir a alguien ve siempre delante.
Por mucho que estuviese convencida de que Emiliano se encontraba desprevenido, me constaba que solía tener siempre un ojo puesto en el espejo retrovisor, puesto que nunca parecía sentirse absolutamente seguro.
Le adelanté por tanto, y cinco kilómetros más allá me detuve. Por suerte, su vieja furgoneta, de un azul desvaído, se distinguía a gran distancia, y de ese modo fui siempre por delante de ella hasta que advertí que abandonaba la autopista por una salida lateral. No me costó gran trabajo regresar y alcanzarle nuevamente para ocultarme detrás de un camión de cervezas que avanzaba tras él.
Era como el juego del ratón y el gato que me condujo directamente a una casita en las afueras de Navacerrada. Allí recogió a Alejandro que de lejos se me antojó aún más enclenque de lo que recordaba, y juntos se encaminaron a un minúsculo restaurante que se alzaba a orillas de la carretera.
Admito que durante la larga espera alimenté ciertas dudas.
Había conseguido mi objetivo puesto que me constaba que los tenía a mi merced, y tal vez en el fondo no mereciesen la muerte. No eran m s que dos pobres soñadores; un par de inofensivos desgraciados a los que sus locas ilusiones les habían llevado a un callejón sin salida.
Si los dejaba vivir se contentarían con continuar reuniéndose a comer con el fin de imaginar nuevas formas de desestabilizar el sistema que jamás llegarían a concretarse. Si los dejaba vivir tal vez no volverían a hacerle nunca daño a nadie. Si los dejaba vivir tal vez mis temores resultaran infundados y no correría ningún peligro. Si los dejaba vivir…!
Había tocado fondo.
No tenía amante.
No tenía familia.
No tenía amigos.
Y por no tener, no tenía ni siquiera enemigos. Tan sólo un hombre, allá en el confín del mundo, en las islas Galápagos, me dedicaría quizá de tanto en tanto un pensamiento; pero sería seguramente un pensamiento amargo; de profundo rencor por haberle abandonado sin tan siquiera una carta de explicación.
Me gustaría poder escribir que es muy triste llegar al convencimiento que no le importas nada a nadie, pero no tengo derecho a hacerlo.
Yo podría haberle importado mucho a mucha gente. Mucho, puesto que sé muy bien que mi corazón rebosa un amor que jamás encontró el recipiente justo que supiera retenerlo.
Pero elegí siempre el camino equivocado. Y lo peor de todo es que lo elegí a conciencia. Y en esta ocasión también. Me encontraba en un punto cero; un punto desde el que tenía la oportunidad de optar por hacer amigos, buscarme un amante, intentar casarme y construir mi propia familia, o decantarme por el más estúpido de todos los caminos, que era el de lanzarme una vez más en pos de imaginarios enemigos.
Si hubiera sido tan sólo medianamente inteligente y me hubiera decidido por cualquiera de las muchas oportunidades que la vida me ofrecía, no estaría ahora aquí, eso ya es cosa mil veces repetida.
El mal venció una vez más, y fue de una forma definitiva, hasta el punto de que a partir de aquel momento ni tan siquiera me plante‚seriamente las razones últimas de mis pautas de comportamiento.
Le había tomado gusto al poder, puesto que disponer a nuestro libre albedrío de la vida de los demás constituye sin lugar a dudas la máxima demostración de poder que existe. Ser dueña de un arma y en especial saber que eres dueña de la voluntad de utilizarla te vuelve prepotente. Cuando miras a alguien y te dices a ti misma que podrías borrarlo del mapa con un simple gesto de la mano, te endiosas.
Y el hecho de haber matado a cinco seres humanos y continuar impune, te inclina a imaginar que dicha impunidad te acompañará para siempre. Cada vez te vuelves más osada. No obstante comprendí que no debía continuar cometiendo crímenes absurdos. Ahora me veía obligada a retomar el camino allí donde lo había dejado, para encaminarme sin más dilaciones hacia mi objetivo final.
Quienes habían puesto aquel coche-bomba en Córdoba lo pagarían con la vida. Los que me habían robado mi fuente de alegría sufrirían por ello. Y ya no se enfrentarían a una muchachita provinciana e inexperta, sino a una mujer hecha y derecha y en cierto modo bastante m s hija de puta que ellos.