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Aunque en eso tal vez me equivoco.

Tal vez, no.

Seguro.

En estos días he estado viendo en la televisión y leyendo en la prensa todo cuanto se refiere a la liberación de José Antonio Ortega Lara, e incluso a m¡ me ha horrorizado comprobar cómo unos supuestos seres humanos han sido capaces de mantener enterrado en vida a un hombre durante casi dos años.

Ver el lugar en que mantuvieron secuestrado a ese pobre infeliz, observar su aspecto en el momento de abandonar su encierro, o escuchar cómo había suplicado que le mataran de una vez en lugar de continuar inflingiéndole tan inconcebibles tormentos, me ha obligado a reflexionar sobre el hecho de que, por insensible que personalmente me considere, soy como una especie de hermana de la caridad frente a semejantes alimañas.

No se han inventado palabras para describirlos. Ni forma alguna de unirlas entre sí. Lo único que se me ocurre a la vista de tales imágenes, es que no tengo motivos por los que arrepentirme de haber elegido aquel camino, y que si me dieran la oportunidad de volver al mismo punto estoy convencida de que tomaría idéntica decisión.

No yo, mil peores aún que yo! serían necesarias para borrar de la faz de la tierra a quienes se comportan de una forma tan infame, puesto que al fin y al cabo son ellos los que han propiciado que existan seres como yo. Se asegura que pasan de ochocientas las víctimas mortales de ETA en estos últimos años.

¿Cuántos padres, cuántos hijos, cuántos esposos y cuántos hermanos les odiar n tanto como yo les odio, pese a que no hayan tenido el valor suficiente como para empuñar un arma y meterles un tiro entre las cejas?

¿Cuántos desearían que les permitieran hacerlo?

¿Cuántos sueñan con ello?

Existen seres — como aquella estúpida vieja-, faltos de espíritu o redomadamente hipócritas que no dudar n a la hora de declarar en público que perdonan de todo corazón a quienes les causaron tanto daño, pero estoy convencida de que si les proporcionaran la oportunidad de ajusticiar calladamente a quienes aseguran perdonar, serían muy pocos los etarras que continuarían respirando.

Odiar a quien nos arrebata a los seres queridos, es humano. Perdonar es divino, pero casi nadie es auténticamente divino.

Aspirar a la venganza también es humano. Quien sostenga lo contrario, miente. Tan sólo existen dos razones para que no se imponga siempre la ley del ojo por ojo. El miedo, y un trasnochado sentido de la moral.

Yo nunca tuve miedo. Ni sentido de la moral.

Existen cosas, eso sí, que me repugnan, como ese hecho inaudito de mantener más de quinientos días en el interior de un zulo apenas mayor que un ataúd a una criatura que no parece haberle hecho daño a nadie. Le doy vueltas a la mente y no concibo que ni la m s miserable alimaña de la selva, ni el más cruel monstruo de la imaginación de un novelista trastornado, fuera capaz de llevar a cabo, de verdad! semejante crimen que a mi modo de ver pasar a la historia como uno de los m s nefandos que hayan cometido los seres humanos.

Los grandes asesinos, aquellos que figuran en los museos de cera y en las cámaras de los horrores: Jack El Destripador, Landrú o El Estrangulador de Boston fueron casi siempre seres solitarios, mentes enfermas que — tal vez como tan a menudo a mí misma me ocurre- no consiguieron dominar sus impulsos.

Pero que un grupo de personas, cuatro, diez o las que quiera que fueran, hayan sido capaces de reunirse con el fin de planear, ejecutar y llevar hasta sus últimas consecuencias un acto de barbarie en el que según parece estaban dispuestas a dejar morir de hambre y desesperación a su víctima, escapa por completo a mi capacidad de comprensión. Aunque resulte evidente que no soy alguien que se escandalice con facilidad.

¿Y en nombre de qué lo han hecho?

¿De la libertad de un pueblo?

¿De la patria vasca?

Quiero imaginar que la inmensa mayoría de los vascos renunciarían de todo corazón a una libertad, y sobre todo a una patria que hundiera sus raíces en semejante horror.

Yo sé mejor que nadie que en el fango no nacen orquídeas.

Mi vida es puro fango.

La esencia de mi protesta y desarraigo; el hecho de que me arrebataran de forma violenta al ser que más amaba condenándome de paso a pedir limosna y acabar como juguete de una sucia lesbiana, es a mi modo de entender tan lícito o m s que el de aquellos que protestan o se consideran desarraigados por que no se conceda la independencia a una región del planeta en la que no está plenamente comprobado que el resto de sus convecinos deseen ser de igual modo independientes.

No obstante, ni siquiera yo, esgrimiendo mis indiscutibles derechos y a título personal, sería capaz de llegar a los extremos a que han llegado quienes lo han hecho arrogándose el dudoso derecho de representar a una comunidad.

Por todo ello, repito que hoy por hoy considero que en el fondo acerté el día en que decidí que más que amantes, familia o amigos, lo que deseaba tener era enemigos, y que ellos — los que asesinaron impunemente a Sebastián- serían los elegidos.

Y es que eran al propio tiempo los enemigos de cuarenta millones de españoles. Pero estaba claro que lo primero que tenía que hacer era intentar localizarles. Y la única pista con la que contaba para ello era la de Andoni, más conocido como El Dibujante.

Durante mi época de Tánger, Iñaki me había hablado con frecuencia de El Dibujante, apodo con el que se conocía a uno de los históricos de ETA a quien admiraba por su inteligencia y su coraje, pero que por lo visto había decidido abandonar las armas, rechazando una lucha armada que sabía muy bien que, con la llegada de la democracia, carecía de futuro.

Iñaki lamentaba haber perdido contacto con él y lo único que le constaba era que había emigrado a Venezuela, para cambiar de nombre y de personalidad con el fin de sumirse en el más absoluto anonimato. Al parecer, y según el mismo Andoni asegurara poco antes de marcharse: No quería saber nada de una guerra que ya no era la suya.

La suya había sido una guerra contra Franco y el fascismo. El resto era otra historia. No obstante, por lo visto El Dibujante todavía continuaba formando parte de la cúpula dirigente de ETA el día en que mataron a Sebastián, y en ese caso, era de suponer que sabría quiénes fueron los autores materiales de aquel bárbaro y estúpido atentado.

Me proponía localizarle pero desde el primer momento tuve muy claro que con Iñaki encarcelado, la única pista que tal vez conseguiría llevarme hasta El Dibujante no era otra que la que me proporcionaran sus dibujos. La forma de dibujar de un ser humano es como su caligrafía o sus huellas dactilares, ya que raramente logra cambiarla por mucho que se esfuerce.

Y yo había conseguido algunos de los trabajos de la primera época de Andoni, de cuando se ocupaba de ilustrar los panfletos con los que ETA se daba a conocer desde la clandestinidad. Eran buenos. Muy buenos. Tenían garra, con unos trazos simples y firmes que transmitían de forma directa e inequívoca lo que el artista pretendía expresar.

A la vista de ello un buen día abandoné mi acogedor apartamento del paseo de Rosales, subí a mi espectacular Mercedes y regresé a París, desde donde tomé el primer avión que despegaba con destino a Caracas.

Me instalé en una suite del hotel Tamanaco, desde la que dominaba gran parte de la ciudad con la verde mole del monte lavila al fondo, para dedicarme a disfrutar de la espléndida piscina, el agradable clima, los magníficos restaurantes, y el continuo galanteo de una auténtica nube de donjuanes a los que me tenía que quitar de encima indicándoles que mi celosísimo esposo estaba a punto de hacer su aparición.

El Tamanaco es un hotel diferente a todos los otros hoteles que he conocido, puesto que en él se concentra en cierto modo la vida social de la capital de Venezuela: un riquísimo país que atravesaba por aquellos momentos una profunda crisis económica — crisis que por lo que tengo entendido aún no ha conseguido superar- pero pese a ello constituía un auténtico paraíso para quienes tuvieran dólares americanos en el bolsillo, por lo que los salones del Tamanaco se convertían en un continuo ir y venir de altos ejecutivos y mujeres hermosas.