Por mi parte me dediqué a estudiar concienzudamente todos los anuncios publicitarios que se publicaban en lo más diversos medios de comunicación, y debo reconocer — sin considerarme en absoluto una experta en el tema- que la calidad de la publicidad venezolana es digna de figurar entre las mejores del mundo.
A mi entender, el secreto de su éxito se basa en una perfecta simbiosis entre la agresividad del estilo de publicidad de las agencias norteamericanas, y una pequeña dosis del buen gusto de ciertas agencias europeas. El resultado es notable, y puedo asegurarlo porque durante aquellos días me empaché de avisos publicitarios de todo tipo.
Me llevó algún dinero y bastante tiempo, pero al fin abrigué la casi absoluta seguridad de que la espectacular campaña que pregonaba las excelencias de uno de los mayores bancos nacionales tenía que haber nacido de la pluma de El Dibujante.
Su estilo, agresivo y conciso, resultaba inconfundible. Triste que quien un día pusiera su arte al servicio de unos sueños de libertad lo pusiera ahora al servicio de la clase opresora, pero al destino le complacen sobremanera tales contrastes!
Cuando renuncias, renuncias. En especial si estás obligado a comer cada día.
Ese era sin duda el gran problema de un terrorista obligado a rehacer su vida partiendo de la nada.
Tomé buena nota del nombre de la agencia que había producido aquella campaña, busqué su dirección en la guía de teléfonos, y a la mañana siguiente me planté en la Torre A de un fastuoso centro comercial, para solicitar una entrevista con su director artístico.
El buen hombre, un exiliado cubano, regordete, calvorota y bonachón, se mostró más que encantado por el hecho de que una bella y elegantísima ecuatoriana que acababa de llegar a la ciudad y se aburría durante las largas temporadas en que su esposo se encontraba de viaje, estuviera dispuesta a trabajar de modelo ocasional sin exigir desorbitadas compensaciones económicas.
Venezuela es casi el único país del mundo del que se puede asegurar que sobran las mujeres guapas. Su belleza es indiscutible y su número para mi gusto evidentemente exagerado, pero aun así, al cubano se le antojó magnífico el hecho de poder contar con una cara nueva y un estilo de mujer que transmitía a su modo de ver un cierto aire de misterio.
Cuando le confesé, con cierta timidez, que jamás había pisado anteriormente una agencia de publicidad, y no tenía la menor idea de cómo funcionaba se ofreció a servirme de cicerone mostrándome hasta el menor detalle de las instalaciones, al tiempo que resultaba evidente que me exhibía como a un valioso trofeo.
En el amplio y luminoso Departamento de Arte, seis personas me saludaron con un leve ademán de cabeza. Dos eran mujeres, uno un aprendiz, el cuarto un tipo muy flaco y muy chupado que por el color de la piel no podía negar que se trataba de un clásico venezolano de clara ascendencia caribeña, el quinto un viejo huraño, y el sexto — y eso puedo jurar que lo adiviné al primer golpe de vista- El Dibujante. No le faltaba más que la chapela.
Cuando días más tarde trató de hacerme creer que era chileno nacido en Viña del Mar, a punto estuve de echarme a reír en sus narices de vasco inconfundible, pues si existía alguien en este mundo que sin desearlo fuera pregonando su origen a los cuatro vientos, ése era sin lugar a dudas el donostiarra Lautaro Céspedes, que era el sonoro nombre, a todas luces más falso que su recién adquirida nacionalidad, por el que se hacía llamar El Dibujante.
Rondaría el medio siglo y de joven debió ser muy fuerte, pero ahora exhibía una cabellera rala y entrecana, y manos largas y delicadas que contrastaban con el resto de su cuerpo. Tenía el rostro materialmente surcado de arrugas, y unos ojos grisáceos, grandes y tristes, que aparecían ribeteados por oscuras ojeras.
Nada daba a entender que otrora fuera un hombre osado y peligroso; un terrorista de pura cepa, que probablemente contaba con más de veinte muertes en su haber, pero a fuer de sincera debo reconocer que, dejando a un lado al inepto sicario colombiano que intentó localizarme en Quito, pocos criminales he conocido que tengan auténtico aspecto de asesinos.
Aunque a decir verdad mi opinión vale de poco, puesto que si ni tan siquiera a m¡ misma me reconozco como asesina al mirarme al espejo, menos podría reconocer en un hombre tan apagado al famoso Dibujante.
Me limité a dedicarle una amable sonrisa, aunque sin demostrar el más mínimo interés por su persona, consciente como estaba de que, pese a los años de exilio voluntario, aquél debía de ser uno de esos individuos que se mantienen continuamente alerta en cuanto se refiere a su relación con extraños.
En los días que siguieron visité con asiduidad el enorme y espléndido centro comercial rebosante de visitantes a todas horas, hasta descubrir una cafetería, en la galería del segundo piso, desde la que dominaba a la perfección la salida de los ascensores de la Torre A, de tal forma que podía controlar las entradas y salidas del tal Lautaro Céspedes, cada vez que hacía su aparición a las doce y media en punto del mediodía para encaminarse a almorzar a alguno de los incontables restaurantes de todo tipo que proliferaban en el interior del edificio o sus alrededores.
No obstante, mucho m s interesante me resultó constatar que cada tarde solía comprar la prensa española en la librería Las Novedades, para sentarse a leerla palabra por palabra en un bar cercano, en el que permanecía más de una hora, aguardando a que el agobiante tráfico de la ciudad comenzara a descongestionarse, momento en que tomaba un autobús que le conducía a un pequeño edificio de cuatro plantas al final de una cercana urbanización de clase media.
Tentada estuve de visitar su apartamento mientras se encontraba en el trabajo, pero una simple ojeada a la puerta me llevó a la conclusión de que me resultaría casi imposible franquearla, y que aun en el caso de conseguirlo, su dueño lo advertiría de inmediato.
Días m s tarde tuve ocasión de felicitarme por mi prudencia, puesto que El Dibujante demostró ser un personaje harto desconfiado, ya que tenía por costumbre colocar en la puerta precintos casi invisibles que le permitían comprobar de inmediato si algún intruso había intentado forzarla durante su ausencia.
Era un profesional.
Y de los buenos. De los que suelen convertirse en un reto para quien también se considera bueno en su trabajo. Nada que ver con las chapuzas de Emiliano y Alejandro!
El día en que al fin tuve la certeza de que conocía la mayor parte de sus movimientos y tenía la situación más o menos controlada, me propiné un buen puñetazo en el pómulo que me obligó a ver las estrellas y permanecer más de cinco minutos sentada en la cama medio aturdida, me maquillé el hematoma que se me había formado de tal forma que, queriendo parecer que intentaba disimularlo lo que en realidad conseguía era resaltarlo aún más, y ocultándome tras unas grandes gafas oscuras, hice unas compras sin importancia y a las seis menos cinco en punto fui a tomar asiento en una apartada mesa del bar al que Lautaro Céspedes acudía a leer la prensa cada tarde.
Tardó en descubrirme y tal vez no lo hubiera hecho, inmerso como estaba en su lectura, si yo no le hubiera rogado al camarero que me trajera otra copa en el justo momento de despojarme de las gafas y limpiarme con la punta del dedo una furtiva lágrima.
No necesité mirar para saber que me estaba observando.
Con la cabeza gacha, sumida en mi dolor, ni tan siquiera tomé conciencia que había reparado en mí hasta que el camarero se alejó, momento en que alcé los ojos y se cruzaron nuestras miradas.