Fingí sorprenderme y aparté la vista frunciendo el entrecejo como si estuviera preguntándome de qué diablos me sonaba su cara.
Volví a mirarle, me saludó con un ademán de cabeza y a duras penas acepté a devolverle cortésmente el saludo al tiempo que me mordía los labios como si estuviera intentando disimular mi desconcierto.
Tal como imaginaba a los pocos instantes acudió a aclararme quién era y dónde nos habíamos conocido.
Dudé, pero al fin le invité a tomar asiento, y al cabo de un rato se vio en la obligación de preguntarme qué era lo que me había pasado en el rostro.
¡Una triste historia!
Triste y evidentemente dolorosa.
Mi marido, hombre irascible, violento y celoso hasta límites patológicos, había decidido que nadie acostumbra contratar a una modelo con un ojo morado, y as¡ pensaba mantenerme hasta que renunciara a la estúpida idea de trabajar para una agencia de publicidad.
Y yo sabía muy bien, oh, Señor, lo sabía por años de experiencia! que mi marido era de los que realmente disfrutaban a la hora de hacer realidad tales promesas.
Admito que en lo más profundo de mi alma no me sentía en absoluto orgullosa por el hecho de verme obligada a emplear un truco tan sucio sabiendo como sé que existen miles de mujeres que viven sometidas a un trato semejante, pero es que tenía muy claro, que a los ojos de un hombre como El Dibujante, una mujer que permitía que su marido la maltratara sin oponer resistencia, se convertía automáticamente en una mujer inofensiva.
Una pobre mujer que lo que en verdad necesitaba era protección. Y a nadie — ni tan siquiera a un desconfiado ex terrorista- se le ocurriría protegerse de alguien que imagina que necesita protección.
Nos hicimos amigos.
Evidentemente yo, como extranjera en un país al que acababa de llegar, necesitaba un confidente a quien hacer partícipe de mis cuitas, y él, extranjero en un país en el que llevaba años pero en el que no había conseguido integrarse, también necesitaba a alguien con quien poder hablar y a quien aconsejar sobre la mejor forma de hacer frente a su difícil problema conyugal.
Lautaro era un hombre inteligente, sensible y profundamente amargado. Desilusionado sería tal vez el término correcto con el que definirlo.
Miembro fundador de un movimiento que en sus principios tuvo una clara y lógica razón de ser, había sacrificado — y arriesgado- su vida en aras de unos sueños que habían acabado por transformarse en pesadilla.
De sus viejos compañeros de armas apenas quedaba ya más que el recuerdo, puesto que la mayoría estaban muertos — algunos de ellos ejecutados-, otros pasarían el resto de su vida entre rejas, y tan sólo media docena de ellos vivían de igual modo en el exilio, pero tan perdidos, amargados y desarraigados como él mismo.
Su obra, su bien diseñada organización, había ido pasando de mano en mano, tal como suele ocurrir con casi todas las ideologías y partidos políticos, para acabar en poder de los eternos segundones; esa miserable raza de arribistas y trepadores que tienen por costumbre recoger el fruto del árbol que en su día plantaron los auténticos líderes.
Cuando un campesino siembra un peral, cosecha peras, pero en el mundo de la política y el terrorismo, si se siembran perales, se puede acabar recolectando castañas.
Y quien advierte que ha desperdiciado su juventud y tirado por la borda su futuro en un esfuerzo que a la larga ha resultado tan fallido, no puede por menos que preguntarse de qué le sirvió tanto esfuerzo, cuando lo único que le queda por delante es una eterna huida de un pasado del que jamás conseguir librarse.
Una noche, mucho tiempo después, pronunció una significativa frase que permitía adivinar la naturaleza de su auténtico pensamiento:
El día que el coche del almirante Carrero Blanco voló por los aires deberíamos habernos disuelto, pues resultaba evidente que ya jamás conseguiríamos un éxito semejante, y el resto se limitaría a un inútil derramamiento de sangre que acabaría por empañar el brillo de un hecho tan especialmente glorioso.
La muerte de un tirano pierde toda validez frente a la muerte de un niño, y por desgracia figuran infinitamente más cadáveres de niños que de tiranos en la larga lista de las víctimas de la organización que El Dibujante contribuyó a crear.
Y entre ellas, y eso era algo que yo jamás conseguiría olvidar, se encontraba Sebastián.
Una pobre muchacha supuestamente maltratada por su marido, y un hombre solitario e infeliz que vivía del pasado, acabaron lógicamente por convertirse en amantes.
Lautaro — prefiero continuar llamándole Lautaro para evitar confusiones- era a mi modo de ver un amante bastante irregular.
En ocasiones se comportaba como un muchachito apasionado, vitalista, experto y profundamente imaginativo, que conseguía catapultarme hacia algunos de los orgasmos más prodigiosos que recuerdo, mientras que por el contrario, a menudo se mostraba como un anciano mustio, flácido y sin el menor interés por lo que estaba haciendo, como si su mente — y todo su cuerpo- se encontraran muy lejos de allí.
Lógicamente tras una de aquellas deprimentes sesiones de alcoba, en las que más que a un hombre tenía la sensación de haber estado abrazada a un muerto, abandonaba la estancia deseando perderle de vista, aunque debo admitir que fuera de los estrictos límites de la cama, era una persona con la que, por lo general, daba gusto tratar. Aunque seguía siendo, de igual modo, profundamente irregular.
Al poco de afianzar nuestra relación, y tras una visita a su apartamento, durante la cual no pude por menos que mostrar mi extrañeza ante el hecho de que no hubiera ni un solo detalle que recordara su supuesto origen chileno, mientras que por el contrario la evocación española se advertía en libros, revistas, fotos, recuerdos e incluso vinos y alimentos, acabó por admitir que era vasco, aunque se mostró sumamente reacio a hablar de sí mismo.
No obstante, una noche en que se encontraba especialmente deprimido comentó con manifiesta amargura:
El problema estriba esencialmente en que llegó un momento en que estaba dispuesto a morir por ETA, pero no a seguir matando en nombre de ETA, mientras que mis compañeros no estaban dispuestos a morir por ETA, pero sí a continuar matando en nombre de ETA.
Aquella sencilla frase evidenciaba, mejor que cualquier otra, la esencia de su pensamiento político, y la razón por la que había elegido el camino del exilio.
Para El Dibujante el momento cumbre de la organización que había contribuido a fundar, llegó el día en que fueron capaces de hacer volar limpiamente y mediante una acción en verdad espectacular, el coche de Carrero Blanco, que era la única persona que hubiera sido capaz de perpetuar la dictadura franquista en el país.
Muerto Carrero Blanco, agonizante el dictador y a las puertas ya de una nueva etapa de democracia y libertades, ETA había concluido según él de forma brillante y ejemplar la función para la que había sido creada, por lo que había llegado el momento de dar paso a una nueva manera de entender la política a través del mutuo respeto y el diálogo.
Pero los recién llegados no lo entendieron así. Los que a ultima hora se habían subido al carro de un éxito del que ni siquiera tuvieron sospechas hasta el día en que aquel coche reventó, no se conformaron con la idea de que dicho carro se detuviera en el momento en que trepaban a él, soñando quizá con nuevas acciones de idéntica resonancia.
Pero ya no quedaban Carreros Blancos, y los cerebros que habían sido capaces de diseñar tan exquisito atentado tenían el corazón y la mente en otra parte. Suelen ser los héroes los que ganan las batallas o perecen en el intento, pero suelen ser sus escuderos los que a la larga se adueñan del botín.
Cristóbal Colón sacrificó su vida por descubrir un continente que hoy día lleva el nombre de un chupatintas que lo visitó años más tarde por cuenta de un desconfiado banquero.