El Dibujante se había arriesgado a ser ejecutado para acabar viendo cómo sus sueños de libertad se transformaban en pesadillas de tiranía, puesto que a su modo de ver la cúpula dirigente de la ETA actual constituía la más genuina representación del fascismo y la intransigencia llevados a sus últimos extremos.
Era consciente de que había renunciado a su familia, sus amigos, su trabajo, su futuro e incluso su patria para que a la postre un grupúsculo de fan ticos pudiera seguir matando y secuestrando bajo la bandera de aquel hermoso sueño.
En buena lógica, la simple constatación de tales hechos le sumía con demasiada frecuencia en una profunda depresión. Y en tales momentos se consideraba incapaz de razonar, de reír, de pensar, e incluso hacer el amor con unas mínimas garantías de éxito.
Me mostré comprensiva. Encantadoramente paciente, afectuosa y comprensiva. Pero a cambio de tanto encanto, tanta paciencia y tanta comprensión fui obteniendo — eso sí, muy poco a poco y casi con cuentagotas- la valiosa información que había venido buscando.
Con el tiempo acabé por verme obligada a confesar que en realidad nunca había estado casada, sino que mantenía desde hacía varios años una difícil relación con un alto cargo de la embajada de Ecuador, que era en realidad quien corría con todos mis gastos.
Dicha confesión propició que nuestra relación se afianzase aún más, por lo que no tenía nada de extraño que con frecuencia me quedara en su casa cuando se marchaba al trabajo.
Los venezolanos son los seres más madrugadores del mundo. En cuanto amanece ya están correteando de un lado a otro, con lo que a las seis en punto de la mañana Caracas aparece sumida en un tráfico infernal.
Lautaro entraba en la agencia a las ocho, por lo que yo acostumbraba a quedarme en la cama, aunque en realidad lo que hacía era dedicarme a registrar cada rincón de su minúsculo apartamento.
No encontré nada. Ni un diario, ni una libreta de direcciones, ni una carta, ni un documento comprometedor… Nada de nada.
Busqué y rebusqué con todo el cuidado y la paciencia que requería el hecho de haberme tomado tantas molestias para llegar hasta allí, pero lo único que cayó en mi poder fueron viejos recibos y facturas que había ido acumulando en una manoseada caja de zapatos.
Empezaba a sospechar que no conseguiría llegar a parte alguna, cuando una mañana, al revisar por enésima vez su armario, reparé en una pequeña factura garrapateada a mano que aparecía olvidada en el bolsillo interior de una vieja zamarra:
Por el alquiler del pantalán número treinta y dos, ocho mil bolívares. Puerto La Cruz, uno de marzo de mil novecientos ochenta y nueve.
¡Puerto La Cruz…! Eso significaba que el bueno de Lautaro, que ni siquiera tenía coche, poseía no obstante un barco atracado en una pequeña ciudad de veraneo muy frecuentada los fines de semana, ya que se encuentra a unos treinta minutos de vuelo de Caracas.
Allí en el pantalán número treinta y dos del más cochambroso de sus innumerables puertos deportivos, se encontraba atracado un viejo velero de unos doce metros de eslora, el Malandrín, que presentaba todo el aspecto de no haber salido a la mar en años.
Mientras almorzaba en un restaurante cercano llegué a la conclusión de que harto ya de todo, un buen día El Dibujante debió tomar la decisión de romper con ETA para embarcarse en tan ruinosa reliquia, rumbo al Caribe. Aquel barco debería constituir por tanto su refugio secreto, el lugar en el que ocultaba sus documentos, y su vía de escape.
Muy propio de alguien tan sumamente previsor como Lautaro, ya que pese a todo, todo lo que habíamos hablado, jamás había hecho una sola mención al mar, o a que supiera navegar. Y quien fuera capaz de atravesar el océano en semejante cáscara de nuez tenía que ser, a mi modo de ver, un experto marino.
A la hora del café abrigaba el convencimiento de que en el Malandrín se ocultaba cuanto venía buscando, pero justo pegado a él, borda con borda se encontraba atracada una altiva falúa erizada de cañas de pescar que un par de vociferantes mulatos repasaban y aparejaban con especial esmero.
Más tarde me contaron que en aquellas aguas, justo frente a sus costas se suelen pescar los mayores peces vela del mundo.
Invadir un barco atracado en un pantalán a plena luz del día con dos testigos a menos de tres metros de distancia resultaba en exceso arriesgado, pero al poco reparé en el hecho de que unos veinte metros más allá un llamativo letrero anunciaba que una lujosa motora de unos quince metros de eslora se alquilaba — con patrón o sin patrón- por días o semanas.
La alquilé.
Conté una historia bastante verosímil sobre un marido enamorado del mar que en aquellos momentos estaba trabajando pero que vendría a pescar el próximo fin de semana, coloqué un fajo de billetes de cien dólares sobre la mesa, firmé un pequeño contrato, rellené una póliza de seguro y recibí en el acto las llaves del Barracuda III.
Era una nave cómoda y espaciosa, con tres mullidas literas, cocina, ducha y cuanto se pudiera exigir para pasar a bordo unos cuantos días de placentero descanso.
Tan sólo necesitaba un buen patrón y yo había asegurado que antes de hacernos a la mar mi marido presentaría al jefe del puerto su carnet de capitán de yate con m s de doce años de probada experiencia.
— Le esperaré a bordo — concluí.
El buen hombre me observó perplejo.
— Como guste — replicó-. Pero le aconsejo que por las noches se encierre a cal y canto. No es por miedo a que la violen. Es que aquí los mosquitos son como pelícanos.
Y tenía razón. En cuanto oscurecía nubes de gigantescos mosquitos de una voracidad inaudita se adueñaban del puerto y sus alrededores hasta el punto de que al cerrar la noche no se distinguía un alma en cuanto alcanzaba la vista.
Apagué las luces, permanecí atenta hasta cerciorarme de que era el único ser humano despierto en m s de un kilómetro a la redonda, y sobre las dos de la mañana me introduje silenciosamente en un agua tibia y grasienta, para atravesar nadando muy despacio los escasos metros que me separaban del Malandrín y trepar a bordo.
El herrumbroso candado que cerraba el tambucho de popa no se me resistió en exceso pese a la oscuridad, por lo que a los pocos minutos había conseguido deslizarme en el interior del maltrecho velero.
Hedía a pintura y brea, pero sobre todo apestaba a habitáculo cerrado desde hacía meses.
Corrí a conciencia las cortinas de los ojos de buey con el objeto de que ni un rayo de luz se filtrara al exterior, y únicamente entonces encendí la enorme linterna que había traído conmigo. Esperaba encontrarme con un espectáculo deprimente, pero me equivoqué.
Exteriormente el barco parecía semiabandonado y su interior olía a demonios, pero precisamente dicho olor se debía al hecho de que la camareta se encontraba herméticamente sellada y aislada con el aparente propósito de protegerla de la humedad.
Aunque al primer golpe de vista se pensara otra cosa, el Malandrín tenía todo el aspecto de poder hacerse a la mar en aquel mismo momento.
Y por lo que pude advertir al analizarlo con más detenimiento, disponía de agua, combustible y alimentos suficientes como para realizar una larga travesía. Las velas se encontraban perfectamente apiladas en sus estantes, los cabos muy bien colocados, y el pequeño motor auxiliar reluciente e impecable.
Resultaba evidente que mi buen amigo El Dibujante debía ser un auténtico lobo de mar, muy capaz de levar anclas para perderse en la inmensidad del océano en cuestión de minutos.
Una lección más que aprender.
La impagable enseñanza de un viejo terrorista consciente de que en un determinado momento las fronteras pueden encontrarse vigiladas, mientras que a ninguna policía del mundo se le pasaría por la mente la absurda idea que alguien pudiera intentar abandonar el país en semejante barquichuelo.