¡Astuto! ¡Muy astuto!
Registré a conciencia el lugar, pero tampoco descubrí nada de especial interés. Ni una carta, ni un documento, ni una libreta de teléfonos, y el simple hecho de no encontrarlos me afianzó en la idea de que tenían que ser importantes y que tenían que estar ocultos en alguna parte.
Tardé tres noches en dar con ellos.
¡Hijo de la gran puta!
Los había escondido en el fondo de la caja de anclas, de tal forma que normalmente se hacía necesario salir a navegar, fondear lejos de la costa, lanzar el ancla permitiendo que metros y metros de cadena fueran cayendo al agua, y solamente cuando esa cadena hubiera salido por completo de su estrecho cubículo se conseguiría acceder a un pesado maletín metálico perfectamente estanco.
Aún me invade el sudor cada vez que recuerdo los tremendos esfuerzos que tuve que hacer, acosada por nubes de mosquitos, a la hora de ir arrojando silenciosamente al agua del puerto, eslabón tras eslabón, la interminable cadena del ancla.
Pero debo admitir que valió la pena. Me llevé el maletín y pasé dos días examinando su contenido.
Constituía un auténtico tesoro de incalculable valor testimonial y casi cabría asegurar que histórico.
La base de tan inapreciable hallazgo la conformaban tres libretas de tapas de hule, en las que Lautaro Céspedes había ido anotando día a día y con una caligrafía minúscula y perfecta cuanto había acontecido en la banda armada desde el momento mismo en que ingresó en ella, en la segunda mitad de los años sesenta, hasta la noche en que subió a bordo del Malandrín y se perdió en la oscuridad del agitado golfo de Vizcaya.
Nada me importaría que estas olas se tragaran cuanto queda de mí. Nada me importaría que mi cuerpo se hundiera en las aguas que bañan las costas de mi tierra, puesto que ya mi alma se ha hundido en la sangre que yo mismo ayudé a derramar sobre sus ciudades y sus campos.
La última luz desaparece a popa. Sé que jamás regresaré a mi casa, ni vivo, ni muerto. Nadie se acordará de mí. Adiós, adiós, adiós.
Con ese triple adiós terminaba el diario, pero tanto o más que el testimonio de primera mano de alguien que había vivido muy de cerca tan trascendentales acontecimientos, lo que en verdad no tenía precio, era la enorme cantidad de nombres, direcciones, números de teléfono e incluso fotografías que abarrotaban el maletín.
¿Por qué razón había conservado El Dibujante todo aquello?
¿Qué objeto tenía si había decidido abandonar cualquier tipo de actividad clandestina desde el momento en que embarcó?
A mi modo de ver tan sólo existe una respuesta válida: aquel maletín, aquel diario, y aquel cúmulo de documentos comprometedores constituían el seguro de vida de alguien que no confiaba en sus antiguos camaradas.
Ahora, tanto después, me reafirmo en semejante apreciación; nadie que hubiera ocupado un puesto de tanta responsabilidad podría abandonar nunca una organización tan radicalizada si no era a base de cubrirse muy bien las espaldas.
En ETA, la deserción se paga con la vida. Y no se me antoja en absoluto injusto.
¿Quién soy yo, que tantas vidas me he cobrado, para juzgar a quienes juzgan según sus propias leyes?
¡Si yo establecí las mías y no dudé a la hora de ajusticiar a quienes sospechaba que me habían fallado, carezco de fuerza moral para condenar a quienes consideran que escabullirse en plena noche a mar abierto y desaparecer sin dar explicaciones, constituye un delito de alta traición que se castiga con la muerte!.
Quiero pensar que de no existir el maletín que en aquellos momentos descansaba sobre una mesa del Barracuda III, Lautaro Céspedes habría caído abatido por una bala en la nuca tiempo atrás sin que nadie se hubiera escandalizado por ello.
Según él mismo dejó escrito, Andoni El Dibujante había sido en su día un sanguinario terrorista sobre cuya conciencia pesaban una larga lista de muertes violentas, y por lo tanto siempre había tenido muy claro cuál sería su destino si un día decidía abandonar el camino libremente elegido.
Mi caso es en cierto modo semejante. Si una noche cualquiera alguien me suicida ahorcándome con una sábana de los barrotes del ventanuco, no tendré ni tiempo ni razón para quejarme puesto que fui yo quien se lo buscó sin ayuda de nadie. Y por desgracia, no cuento con un metálico maletín que me proteja.
Quien se lanza de cabeza a un lago de sangre, debe saber que conseguir mantenerse a flote un cierto tiempo, pero que a la larga esa sangre le ahogar indefectiblemente, por que lo único que se aprende una vez dentro, es que ése es un lago que carece de orillas.
Lautaro Céspedes había conseguido mantenerse a flote aferrado a un maletín que hacía las veces de salvavidas, pero ahora ese maletín estaba en mi poder, y por lo tanto su tiempo había acabado.
Lo medité largamente, y he de admitir que, al igual que me ocurrió con Emiliano y Alejandro, me plante‚ muy seriamente la posibilidad de permitir continuar viviendo a alguien que a mi modo de ver merecía estar muerto.
Y es que en el fondo le apreciaba. Y le entendía muy bien. Había cometido los mismos errores que yo, y por lo tanto gozaba de todas mis simpatías, pero en el mundo en que me desenvuelvo no hay lugar para las simpatías ni los afectos personales.
Limitarme a desaparecer llevándome sus documentos, significaba tanto como conservar siempre sobre mi cabeza una temible espada de Damocles.
Pronto o tarde Lautaro acabaría por darse cuenta de que su precioso maletín había desaparecido, ataría cabos, y entraba dentro de lo posible que optara por poner sobre aviso a sus antiguos camaradas advirtiéndoles de que una muchacha morena, joven y especialmente atractiva estaba en condiciones de causarles un daño terrible.
Y efectivamente yo tenía intención de causar ese daño.
Ahora contaba con los medios.
Una interminable lista de nombres, direcciones e incluso fotografías de todos aquellos que podían haber sido causantes de la muerte de mi padre.
Incluso el propio Lautaro entraba en esa lista. Al fin y al cabo había sido dirigente de ETA en las fechas en que uno de sus comandos itinerantes se equivocó a la hora de hacer estallar una bomba.
La venganza es mi ley, y a ella me atengo.
Hubiera deseado haber tenido el suficiente valor como para dar marcha atrás en algunos momentos de mi vida, pero nunca lo tuve, por lo que opté por huir hacia adelante aun a sabiendas que dicha huida me conduciría directamente al abismo.
Me gusta repetir frases del diario de Lautaro puesto que en cierto modo las considero como propias.
Aquella noche hubiera dado la mitad de mi vida por conseguir olvidar la otra mitad, pero no encontré a nadie que quisiera quedarse con ella.
Se refería a la noche en que había votado a favor a la hora de ejecutar a un industrial al que mantenían secuestrado.
Quiero suponer que El Dibujante que había colaborado en la organización del arriesgado y meticuloso atentado que acabó con la vida del almirante, poco tenía en común con El Dibujante que alzó la mano accediendo a que se le arrebatara la vida a un inocente.
Nada tiene que ver una cosa con otra.
Puede que se emplee la misma palabra para designar ambos actos: terrorismo, e incluso para designar a quienes lo cometen: terroristas, pero en mi opinión incluso dentro de tan execrable término, deben establecerse distinciones.
Especialmente a la hora de juzgarlos.
Personalmente hubiera sido capaz de perdonarle la vida al terrorista que ejecutó a Carrero Blanco, pero no demostré la más mínima compasión con respecto a quien, a continuación, consintió en ser cómplice de tantas muertes inútiles.
En resumen se puede decir que a la hora de la verdad asesiné al segundo Dibujante, no al primero.
Por desgracia resultaba imposible separarlos, al igual que hoy por hoy resulta imposible separar a la inocente chiquilla que tan sólo buscaba justicia, de la implacable y corrupta Sultana Roja.