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Corrupción es un término por desgracia muy exacto, y que nos indica que algo ha comenzado a descomponerse cambiando de forma radical su propia esencia.

Corrupción es al propio tiempo un término cada día más en boga y que se aplica de forma preferente al campo de la política.

No obstante, incluso en el ámbito del terrorismo esa inevitable corrupción acaba por hacer su aparición descomponiéndolo todo hasta convertir en irreconocible la materia original de las ideas — justas o injustas- sobre las que se asentaba.

La corrupción que se apoderó del espíritu de ETA es en cierto modo similar a la que se apoderó del espíritu socialista durante sus últimos años en el poder, y de la que probablemente se apoderar algún día del Partido Popular si sus dirigentes no aprenden en cabeza ajena de unos errores que, pese a repetirse una y otra vez, vuelven siempre a la carga como la pescadilla que se muerde la cola.

¿Qué puede existir más corrompido, y más alejado del ideal de quienes un buen día decidieron arriesgar sus vidas enfrentándose al todopoderoso franquismo, que esos estúpidos que han secuestrado a un pobre muchacho para descerrajarle un tiro en la nuca cuarenta y ocho horas más tarde?

El asesinato a sangre fría y sin justificación de ningún tipo de Miguel Ángel Blanco ha significado catapultar los principios fundamentales de ETA al extremo opuesto de su arco ideológico, y resulta curiosa — y en cierto modo macabra- la coincidencia en los apellidos: de la brillante victoria del atentado al tiránico fascista Carrero Blanco, a la hedionda derrota del crimen cometido en la persona del honrado demócrata Miguel Ángel Blanco.

De Blanco a Blanco, cuando se ha pasado en realidad del blanco al negro, aunque yo soy quien menos puede sorprenderse por el hecho de que las cosas hayan evolucionado de ese modo, ya que tuve ocasión de tratar a fondo a un hombre como El Dibujante, que representaba el origen de una ideología hasta cierto punto respetable, y he tenido también la oportunidad de tratar, aunque de un modo mucho m s superficial, a quienes recogieron su testigo para conducirlo a una meta situada en una dirección totalmente opuesta.

Algún día, en algún lugar equivocamos el rumbo, y lo que en el fondo me atormenta, es que no soy capaz de determinar en qué momento exacto ocurrió.

No obstante, casi al final de su revelador diario, Lautaro puntualiza:

En realidad sí sé cuándo comenzamos a errar nuestro camino, pero me avergьenza admitir que tuve miedo a decir lo que pensaba porque ya en esos momentos no me sentía con fuerzas como para arriesgarme por defender un sueño del que desgraciadamente me había despertado tiempo atrás.

Sé muy bien cuánto duele despertar de un sueño que ha causado tantísimo dolor. Volver el rostro para descubrir que no has hecho m s que dar pasos en falso cuyo único rastro es un reguero de cadáveres provoca un vacío interior que ni el mejor poeta sabría expresar, en especial si se detiene a preguntarse cuántas cosas hermosas podría haber llevado a cabo de no haberse cegado en tan fútil empeño.

Lautaro tal vez hubiera llegado a ser un gran pintor. Tenía talento.

Y fuerza.

Y también hubiera sabido hacer feliz a una mujer.

Le gustaban los niños.

Y los perros.

Y le gustaba el mar aunque jamás me hablara de ello.

Renuncié a la vida que en justicia me correspondía por arrebatarle a otros la vida que en justicia también les correspondía.

Y nadie salió ganando.

Esa última frase.: Y nadie salió ganando, simboliza mejor que ninguna otra, la esencia de nuestra común aventura, y de la de todos aquellos que eligieron el tortuoso sendero de la violencia. Nadie sale ganando.

El terrorismo, o el crimen tal como yo lo he practicado, se transforman muy pronto en la resbaladiza senda de la derrota, y el hecho de tomar conciencia de que no somos más que pobres fracasados es como una invencible fuerza de gravedad que tanto más nos acelera, cuanto más nos vamos acelerando.

Pasé aún dos largas semanas con la que acabaría por convertirse en mi sexta víctima. Dos semanas en las que a punto estuve de confesarle que había leído su diario y compartía la mayor parte de sus amarguras y desengaños, y a estas alturas aún suelo preguntarme por qué razón no lo hice.

Tal vez, juntos, hubiéramos conseguido escapar de nosotros mismos.

Era el hombre indicado.

Enfermos de la misma enfermedad.

Prisioneros en idénticas cárceles.

Enemigos cuya única esperanza de victoria se centraba en sellar una firme alianza. Y estoy convencida de que él hubiera aceptado.

Encontrar a una persona que compartiera sus pesadillas y pudiera disculpar sus errores por el hecho de haber cometido esos mismos errores, era lo que Lautaro Céspedes estaba necesitando. Pero no tuvo esa oportunidad.

No se la concedí.

De lo que sí tuvo oportunidad en esos últimos días de su vida fue de sincerarse. Tal vez presentía que iba a morir. O quizá debió captar de un modo inconsciente que yo ya sabía tanto sobre él que no valía la pena continuar ocultándome el resto.

También debió influir la noticia de que uno de sus antiguos camaradas había sido asesinado por los llamados Grupos Armados de Liberación, los tristemente famosos GAL creados al parecer por el Ministerio del Interior del gobierno socialista con el fin de combatir ilegalmente el terrorismo.

— Eliminan a los hombres equivocados — se lamentó-. El bueno de Gorka ya no le hacía daño a nadie, y por el contrario era de los que podían contribuir a la pacificación de Euskadi. Sin embargo, como sabían dónde encontrarle le pegaron un tiro, mientras que a los auténticos asesinos ni siquiera los buscan.¡Inútiles!

Aquella manifiesta ineptitud por parte de quienes en buena lógica contaban con todos los medios imaginables para conseguir sus objetivos tenía la virtud de sacarle de quicio, puesto que lo veía como una muestra m s de hasta qué punto la vieja batalla había perdido grandeza.

— La policía franquista era dura, cruel y despiadada, pero eficiente — solía decir-. Gente que sabía su oficio y a la que nos enfrentábamos de igual a igual arriesgando la vida. Pero ahora los encargados de acabar con ETA no son más que una pandilla de pistoleros a sueldo o funcionarios corruptos que se quedan con el dinero destinado a combatirla. Lo único que saben hacer es torturar hasta que alguien les dé un nombre-lanzó un reniego-. Y cobrar de los fondos reservados por cada muerto que se apuntan.

— No resulta fácil combatir a una organización tan bien montada — le hice notar.

— Lo es si conoces sus fallos — replicó con calma-. ETA es como un antiguo galeón: demasiado velamen y obra muerta para tan poca quilla. Navega bien con viento en popa, y es capaz de capear un temporal a palo seco, pero con el viento de través corre serio peligro de naufragar.

Era la primera vez que se expresaba como un marino, por lo que me limité a observarle con fingida sorpresa.

— ¿Y a qué viene semejante terminología náutica? — protesté-. Yo soy de tierra adentro.

— No era más que un símil — se disculpó-. Viene a significar que ETA no está lo suficientemente inmersa en la masa social vasca como para resistir que se la ataque allí donde no suele atacársela.

— ¿Y es?

— En sus cimientos. La finalidad última de todo grupo terrorista se centra, como su propio nombre indica, en sembrar el terror. Y si no lo consigue, está condenado al fracaso.

— ¿Te parece poco terror el que ha conseguido sembrar en estos años? Docenas de atentados con centenares de muertos.

— Más muertes provocan cada año los accidentes de tráfico, y para que la carretera infunda auténtico respeto, las autoridades se ven obligadas a realizar costosas campañas publicitarias con el fin de atemorizar a los ciudadanos. Eso significa que para que el pueblo tenga miedo, le tienen que inculcar ese miedo. Pero si no se habla de ello, si se ignora o se desprecia, deja de importar. El silencio es la clave.