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— ¿El silencio? — me sorprendí-. ¿Acaso pretendes que se amordace a los medios de comunicación como se solía hacer en tiempos de Franco?

— No se trata de amordazarlos — replicó seguro de sí mismo-, sino de hacerles comprender que años de airear atentados y exhibir todo un rosario de horrores a base de bombas y los asesinatos que pueden herir la sensibilidad del espectador, no han conducido m s que al aumento de esa imparable escalada de violencia. El terrorista disfruta viendo cómo son otros los que multiplican por mil su lúgubre aullido. La prensa, la radio y la televisión son como gigantescos altavoces que le sirven para amedrentar al pueblo. Si se les priva de ellos, se les priva de su mejor arma.

— En las democracias existe una libertad de prensa que no puede coartarse.

— Hacer algo voluntariamente nunca puede ser considerado coacción — puntualizó-. Es únicamente civismo. Años de condenar duramente los atentados no han servido de nada. Y me consta, porque eso era lo que más nos preocupaba, ya que lo peor que le puede ocurrir a quien comete un atentado, es que únicamente se enteren un centenar escaso de personas. Por eso, en los tiempos de la censura teníamos que recurrir a golpes de efecto que no pueden ocultarse como fue el caso del atentado a Carrero Blanco. Sin embargo, hoy en día le pegan un tiro a un infeliz cartero en Bilbao, y los periódicos de Málaga le dedican la primera página. Y eso asusta tanto al vecino de Málaga, como al de Bilbao. Y lo peor de todo, es que con ello no se ha conseguido devolverle la vida al pobre cartero.

— No entiendo gran cosa de terrorismo — argьí-. Pero se me antoja que lo que estás diciendo es injusto. Y cruel.

— Yo sé mejor que nadie que todo cuanto se refiere al terrorismo es injusto y cruel, puesto que son mayoría los inocentes que sufren las consecuencias — admitió-. Lo aprendí demasiado tarde, pero lo aprendí muy bien. Y te diré una cosa: resulta muchísimo más injusto asesinar a una persona, que silenciar su muerte.

— En eso estoy de acuerdo. En lo que no estoy de acuerdo es en que se permita a una determinada organización terrorista que campe por sus respetos sin que nadie proteste por ello.

— Te repito que protestar no suele servir de nada — insistió-. Y además, ese silencio debe venir acompañado de mucha astucia a la hora de atacar por otros flancos. Me duele decir esto ya que contribuí a crearla, pero a estas alturas estoy convencido de que ETA hay que enquistarla en sí misma por medio de la indiferencia más absoluta al tiempo que se la corrompe en sus propias raíces.

— ¿Cómo?

— Desmoralizando a sus bases. Si un cachorro de ETA es sorprendido quemando una cabina telefónica y al día siguiente sale en libertad sin cargos, se considera un héroe que puede permanecer impune hasta el punto de que un día en lugar de incendiar cabinas, asesinar personas. Pero si a la semana de salir en libertad tres encapuchados le secuestran y le propinan una soberana paliza intentando averiguar qué es lo que le contó a la policía mientras lo tuvieron en el calabozo, llegar a la conclusión de que sus amigos son más temibles que sus enemigos. Y eso le desmoralizará.

— Es un truco muy sucio — protesté-. Y antidemocrático.

— Más sucio y antidemocrático es hacer explotar un coche-bomba en mitad de la calle — señaló, y no le faltaba razón-. Quien cometa un acto vandálico debe tener muy claro que antes o después, y venga de un lado u otro, pagar por ello. Y si además se hace correr la voz de que no resistió el interrogatorio y se fue de la lengua denunciando a otros camaradas que posteriormente sufrieron idéntico trato, en lugar de ser un héroe se habrá convertido en un traidor que ya nunca podrá dormir en paz.

— Tienes una mente retorcida y diabólica.

— Tengo la mente que me han obligado a tener. Yo era un hombre justo, y fiel a una causa al que unos cuantos enanos mentales que ambicionaban su puesto acabaron por expulsar de su país condenándole a un futuro sin esperanzas. ¿Cómo quieres que piense?

— Mal, desde luego, pero si es así, ¿por qué no pones tus conocimientos al servicio de quienes pueden aniquilar a esos enanos mentales?

— Porque tal vez sea un resentido, pero no un traidor. Mientras no vengan a por m¡ los dejaré en paz. Pero si intentan continuar haciéndome daño me encargar‚ personalmente de que les envenenen las municiones.

— ¿Y eso qué quiere decir?

— Literalmente, lo que he dicho.

— Sigo sin entenderlo.

— Envenenar la munición significa manipularla de tal forma que en el momento de dispararé la bala explote reventando el arma y arrancándole la mano al tirador, por lo que éste se convierte de cazador, en cazado.

— ¡Joder! ¡Qué putada!

— Se trata de una tremenda putada, en efecto — admitió-. Pero hay que tener en cuenta que la mayor parte de las armas de ETA utilizan munición de nueve milímetros, y que suelen abastecerse por medio de traficantes que carecen del más mínimo escrúpulo. Se venden al mejor postor. Lo sé muy bien porque conozco a la mayoría. Si alguien viene a por mí les proporcionar‚ sus nombres a la policía, para que los corrompan y se las arreglen de tal modo que en cada cargamento que reciba ETA se hayan introducido un par de docenas de balas envenenadas — sonrió con manifiesta intención-.

Nadie en este mundo es capaz de diferenciarlas de las auténticas, y en ese caso, antes de un par de años tendríamos un centenar de terroristas mancos. O tuertos. O incluso muertos.

¡Me asombraba!

Admito que en cierto modo Lautaro Céspedes me asombraba puesto que a decir verdad poseía una mente criminal infinitamente más aguzada que la mía o que la de cualquier otra persona que hubiese conocido.

Y como aquella maligna forma de ver las cosas no aparecía reflejada en su diario, a mi entender eso significaba que se trataba de ideas muy recientes, y que sin duda había ido desarrollando durante sus años de exilio.

Y es que aunque se negara a admitirlo y en un principio diese la impresión de ser un viejo excombatiente que había elegido voluntariamente el retiro, resultaba evidente que un rencor negro, profundo y enfermizo anidaba en lo más profundo de su corazón, y que lo que en verdad buscaba a aquellas alturas era venganza.

Vivía maquinando mil formas de destruir a quienes le habían destruido, y no me extrañaría nada que si algo malo le ocurría, alguien, en algún perdido lugar del mundo, tuviera órdenes muy precisas de señalar a la policía en qué lugar se encontraba escondido el comprometedor maletín metálico.

Por desgracia para él, ese maletín ya no estaba en el fondo de la caja de anclas del Malandrín, sino en poder de alguien que esperaba sacarle mayor provecho del que pudiera sacarle la policía.

Más que El Dibujante deberían haberle llamado El Maestro, y estoy convencida de que hubiera hecho magníficas migas con Al-Thani puesto que ambos poseían la misma maquiavélica mentalidad.

En lugar de pagar con fondos reservados a ineptos y corruptos policías que se limitaban a contratar pistoleros mafiosos, lo que el gobierno socialista tenía que haber hecho, ya que estaba dispuesto a jugar sucio, era ofrecer la oportunidad de una nueva vida en paz, anonimato y libertad a cualquiera de los antiguos dirigentes etarras condenados a pudrirse durante años en una cárcel, con el fin de que les ayudaran a destruir a sus sucesores. Quiero suponer que — al igual que ocurría con Lautaro- debían existir muchos antiguos líderes que se sabían traicionados por quienes les habían sucedido en el cargo.

Y alguno habría, amargado y rencoroso, que en la soledad de su celda hubiese tenido tiempo sobrado para diseñar estrategias semejantes a las que El Dibujante había diseñado en la soledad de su diminuto apartamento.