No hay mejor cuña que la del mismo palo, dice el refrán, y en este caso particular era muy cierto. Nadie mejor que el arquitecto que lo construyó para saber cómo se derriba un edificio, y nadie mejor que uno de sus miembros fundadores para destruir una organización terrorista.
Yo aprendía.¡Dios, cuántas cosas llegué a aprender de tanta gente cualificada, sobre la mejor forma de hacer daño!
Durante aquellas dos últimas semanas de su vida, Lautaro Céspedes me proporcionó de motu propio toda una valiosísima serie de pautas de comportamiento, como si en cierta formame estuviese considerando su heredera espiritual, aunque ignorase — como quiero suponer que ignoraba- que además de sus palabras yo contaba ya con su diario y sus más secretos documentos.
Recuerdo que una noche del fin de semana anterior a su muerte me invitó a cenar en un simpático restaurante de las afueras, que según me aseguró había pertenecido al famoso Henry Charriére, más conocido como Papillon, un ex presidiario huido años atrás de la isla del Diablo, autor de una novela que me había impresionado en mi juventud.
Allí, relajados en un encantador y oloroso jardín de luz difusa y bajo un cielo particularmente caluroso y estrellado, El Dibujante, sin duda influenciado por el exótico ambiente, o por los vapores del magnífico vino con que habíamos regado generosamente la cena y el excelente coñac Napoleón que estábamos saboreando tras el café, pontificó muy serio:
— Creo que he encontrado la forma de acabar con ETA en cuarenta y ocho horas.
— ¡Menos mal que hemos venido en taxi! — puntualicé-. ¿Tan mal te ha sentado el vino?
— No estoy borracho — aclaró al tiempo que me guiñaba un ojo-. Tal vez más alegre que de costumbre, pero no borracho. Y lo que te voy a decir te parecer a primera vista estúpido, pero si la analizas con detenimiento descubrirás que podría convertirse en una fórmula impecable.
— ¡Explícate! — le rogué esforzándome por mostrarme paciente.
— En el fondo es muy simple — señaló al tiempo que encendía un grueso habano, cosa que raramente solía hacer-. El gran problema, cuando se lucha contra ETA o Herri Batasuna, se centra en el hecho de que actúan sin respetar las reglas democráticas, pero amparándose siempre en leyes democráticas. Asesinan, incendian o secuestran, pero en cuanto se les pone la mano encima corren a esconderse bajo las faldas de los organismos internacionales y la declaración de derechos humanos.
— De eso abusan — admití.
— Y me parece injusto — puntualizó-. Contra Franco sabíamos que nos jugábamos la vida, pero ahora las fuerzas están descompensadas. Un bando puede matar, pero el otro ni siquiera puede propinarle una patada en los cojones a su enemigo sin que le acusen de torturador. Y así, con las manos atadas a la espalda, nunca se conseguir acabar con quienes se burlan abiertamente del sistema.
— ¿Y qué es lo que se te ha ocurrido? — quise saber-. ¿Abolir de un plumazo las leyes democráticas?
Me lanzó a la cara una nube de humo al tiempo que sonreía burlonamente:
— Más o menos! — replicó-. La esencia de mi idea estriba en abolir las leyes democráticas, democráticamente.
— ¿Por medio de un referéndum…? Menudo lío!
— ¡No! No haría falta ningún referéndum. Todo sería legal y constitucional.
— Acabarás volviéndome loca — me lamenté.
— Para eso no necesitas ayuda — remarcó con humor-. Pero presta mucha atención: tanto España como Francia desearían cortar de raíz los brotes de separatismo a ambos lados de la frontera vasca, pero no lo consiguen por culpa de un código civil excesivamente puntilloso. ¿Estás de acuerdo?
— Hasta ahí estoy de acuerdo! — admití.
— Pero existe una situación, excepcional, aunque legal y constitucional, en que dicho código pierde todo su vigor.
— ¿Y es.?
— ¡La guerra! En tiempos de guerra prevalecen el código militar y la ley marcial, frente a lo que toda otra consideración pasa a segundo término.
— Pero no se le puede declarar la guerra a ETA, ni a Herri Batasuna! — le hice notar-.
–¡Qué más quisieran! Sería como admitir que forman parte de un País Vasco independiente y soberano.
— ¡No me has entendido! — me interrumpió-alzando la mano como pidiendo calma-. No se trata de declararle la guerra a ETA, sino a Francia.
— ¿Declararle la guerra a Francia? — repetí estupefacta-. ¿Es que te has vuelto loco?
— Probablemente — reconoció-. Pero imagínate lo que significaría que, en pleno ejercicio de sus libertades y de acuerdo con la Constitución vigente, el Estado español le declarara la guerra a Francia, y viceversa. Se firmaría un acuerdo según el cual ambos países entraban en guerra a partir de ese mismo instante, y a continuación, se concertaría un armisticio que tan sólo entraría en vigor cuarenta y ocho horas más tarde. Eso vendría a significar que, durante cuarenta y ocho horas, ambos países estarían en guerra y por lo tanto en ambos imperaría la ley marcial.
— ¡Estás como una cabra! — me escandalicé-.¡Qué cosas se te ocurren!
-Únicamente se trataría de combatir al terrorismo con sus propias armas. Y además, te garantizo que se convertiría en un magnífico ejemplo de civismo que figuraría en los anales de la historia. En cierta ocasión, y como muestra de amistad, dos países vecinos se declararon la guerra. Lo que antes tan sólo era preludio de muerte y destrucción, ahora lo sería de paz y armonía.
— ¿La guerra de las Cuarenta y Ocho Horas?
— ¿Por qué no? Si los terroristas buscan guerra, justo es que tengan guerra, pero de tal forma que tan triste palabra se convierta al menos por una sola vez en algo hermoso.
— En el fondo no eres más que un romántico-señalé.
— Y un iluso, de acuerdo — reconoció-. Pero ponte a pensar en lo que se conseguiría con dos días de ley marcial. Todos cuantos tuvieran la más mínima relación con la violencia saldrían corriendo como conejos, por lo que podrían ser declarados desertores y condenados a penas muy severas. Y al otro lado de la frontera los estarían esperando unos franceses que los atraparían para acusarlos de invasores, con lo que también se pasarían una larga temporada en un campo de concentración antes de ser devueltos a su país de origen en un justo intercambio de prisioneros.
— Cada día me pareces más hijo de puta — le hice notar-.¡Qué mente tan retorcida!
— No es más que un ejercicio de imaginación — recalcó mientras se inclinaba para tomarme de la barbilla mirándome a los ojos-. Un simple ejercicio que daría pie a infinitas especulaciones.
Francia y España se unirían en un sincero abrazo y tal vez el mundo aprendería una lección que fuera de utilidad a otros. ¿Acaso no resulta lógico que dos vecinos con ratas en el patio común se pongan de acuerdo a la hora de llamar al exterminador? Eliminado el peligro se celebraría una gran fiesta y se conmemoraría la fecha de un armisticio que quedaría como un ejemplo de lo que se puede conseguir cuando los pueblos y sus gobernantes demuestran buena voluntad.
— ¿Cómo es posible que alguien que piensa como tú, pudiera unirse a ETA? — quise saber.
— Es que no se trata de la misma persona — respondió con un innegable deje de amargura-. Los años no pasan en vano. Sobre todo para los terroristas.
De regreso a Caracas, y tras contemplar el millón de luces del valle hacia el que descendíamos entre vueltas y revueltas, me volví al hombre, ahora silencioso y como ausente que se sentaba a mi lado, y llegué a la conclusión de que era una lástima tener que acabar con quien demostraba un arrepentimiento tan sincero.
Poco o nada tenía que ver Lautaro Céspedes con Andoni El Dibujante.
Poco o nada el terrorista que asesinó a tanta gente con quien acababa de cerrar los ojos y dormitaba evocando tal vez una lejana tierra a la que sabía que jamás volvería.