Poco o nada.
Pero los muertos se revolvían en sus tumbas.
Los inocentes gritaban desde el más allá su inocencia. Las cenizas de Sebastián se negaban a ser esparcidas hasta que sus asesinos hubieran pagado por su crimen. Y yo no tenía la culpa de que Andoni el Dibujante hubiera aprendido su lección demasiado tarde.
Le había condenado a morir. Pero me constaba que me iba a resultar muy difícil matarle.
QUINTA PARTE
El humo
Tenía que ejecutar a un hombre al que admiraba, apreciaba y en cierto modo respetaba. Y con el que había hecho el amor, de una forma harto satisfactoria en esta particular ocasión, la noche antes. Y nadie me obligaba a ejecutarle.¡Nadie me obligaba!
Era una decisión personal, absolutamente ilógica y admito que injusta, puesto que yo no tenía el más mínimo derecho a juzgarle, ni mucho menos a decidir si merecía o no tan terrible castigo.
Me tumbé en una hamaca de la piscina del Tamanaco y mientras observaba cómo docenas de pequeñas avionetas iban tomando tierra en el cercano aeropuerto de La Carlota tras haber pasado el fin de semana en las islas vecinas o en las selvas y llanos del interior del país, me concentré en repasar una y otra vez mi plan de acción.
Admito que hay que tener mucha sangre fría, y ser al propio tiempo muy cobarde para pasarse horas meditando en cómo asesinar un ser humano que confía en ti.
Yo no le odiaba.
Eso ha sido siempre lo más duro; la mayor parte de las veces no odiaba a quienes asesiné, y como tampoco perseguía unos fines económicos, aún continúo preguntándome qué absurdas razones me impulsaban a hacerlo.
¿O era más bien la sinrazón?
La sinrazón puede llegar a convertirse en un argumento tan válido como cualquier otro si aceptas de antemano que una parte de tu cerebro no funciona como debería funcionar.
Por lo que yo sé, son muy escasos los cerebros que funcionan con absoluta normalidad y me consta que incluso los de los mayores genios se desestabilizan a menudo por culpa de inesperadas ráfagas de locura, extrañas desviaciones sexuales o absurdas manías impropias de sus privilegiadas mentes.
Y debemos dar gracias al Creador porque así sea.
Si todos los cerebros se comportaran con la perfección de un reloj, no seríamos más que una colonia de abejas en la que cada individuo reacciona al igual que lo vienen haciendo sus antepasados desde millones de años atrás y al igual que lo harán sus descendientes durante un millón de años más.
Por suerte cada cerebro humano es único, y cada uno de ellos evoluciona de una forma distinta.
¿Y quién puede culparnos por ello?
¡Oh, Dios…! Creo que una vez más estoy intentando justificarme cuando suponía que me había aclarado suficientemente a mí misma que no buscaría nuevas justificaciones.
Las decisiones estaban tomadas desde hacía ya mucho tiempo; incluso desde antes de que yo naciera, puesto que empezaba a ser evidente que me habían hecho nacer para conducirme a lo largo de tan tortuoso camino.
Tanto daba que eligiese eliminar al sanguinario terrorista responsable de modo tangencial de la muerte de mi padre, o al ya cansado y arrepentido ex terrorista que se había convertido en mi amante y confidente.
Tanto daba. Era una muerte más.
Y me sentía cansada. Muy cansada.
Ahora lo sé, pero por aquel entonces aún no había descubierto que el día anterior a una ejecución me siento cansada y deprimida, como si me hubiera bajado de modo brusco la tensión, y que lo único que me apetece es quedarme muy quieta, meditando o quizá complaciéndome en saber que soy la única testigo de una compleja batalla que se está librando en mi interior.
Luego, cuando al fin esa batalla ha concluido y tengo muy claro qué es lo que voy a hacer, me invade una perentoria necesidad de entrar en acción para llevar a término mi plan lo antes posible.
Pero la muerte de El Dibujante no era una muerte cualquiera.
Tenía que estar exquisitamente diseñada. Como una macabra partida de ajedrez.
— ¡ Qué manía!
A decir verdad nunca me ha gustado especialmente el ajedrez.
Esa noche dormí en casa de Lautaro aunque me negué a hacer el amor alegando que me dolía la cabeza. Me repelía la idea de llevar en mi interior restos del semen de un cadáver.
¡Sucio pensamiento, admito! Sucio e indigno.
A la mañana siguiente, y en cuanto se marchó al trabajo, oculté en el último cajón de la cómoda algunas de las hojas de su diario que más le comprometían, así como varios documentos que le relacionaban de forma indiscutible con ETA, para abandonar el apartamento llevándome el arma que guardaba en la mesilla de noche, una vieja Astra que un auténtico profesional jamás hubiera utilizado, pero que El Dibujante conservaba como una amada reliquia.
La envolví en un paño de cocina, y al pasar la oculté en un espeso macizo de flores del pequeño parque infantil que ocupaba el final de la calle.
Tomé un taxi que me llevó directamente al Tamanaco, almorcé en la terraza, pagué la cuenta y a primera hora de la tarde solicité una limusina para que me condujera al aeropuerto de Maiquetia, donde facturé el equipaje en el vuelo que partía hacia París a las nueve de la noche.
En Venezuela resulta aconsejable acudir con tiempo más que sobrado al aeropuerto, no sólo porque de no hacerlo se corre el riesgo de que hayan vendido más billetes de la cuenta y al final no queden plazas libres, sino sobre todo porque a causa del notable flujo de drogas que se embarcan con destino a Europa, los aduaneros tienen orden de registrar y precintar las maletas antes de ser embarcadas.
Tal como esperaba, y como viajaba en Gran Clase, los trámites resultaron bastante más fluidos de lo normal, por lo que al concluirlos disponía de casi dos horas de tiempo hasta el momento de abordar el avión.
De no haber sido así, tal vez Lautaro Céspedes hubiera salvado la vida.
¡Tal vez!
Conmigo nunca se sabe.
En el baño de señoras cambié mi elegante vestido de firma por un amplio mono azul, para encaminarme directamente al aparcamiento de la terminal en el que tres días antes había estacionado una pequeña moto.
Siempre he considerado que cuando se actúa en solitario, la moto es el único vehículo válido a la hora de cometer un atentado.
Confiere autonomía y es rápida y eficaz sobre todo en una ciudad de tráfico tan endiablado como Caracas.
A las siete, ya noche cerrada, había recogido el arma de entre los arbustos. A las siete y diez Andoni El Dibujante descendió del autobús para encaminarse ajeno a cualquier tipo de peligro hacia el portal del pequeño edificio de apartamentos.
A las ocho me encontraba de nuevo en el aeropuerto tras arrojar la vieja pistola por uno de los viaductos de la autopista que desciende a Maiquetia.
A las ocho y media embarcábamos.
Me pasé la mayor parte del viaje llorando. Era tanto mi dolor y tan incontenible mi tristeza, que incluso la azafata se vio en la obligación de tomar asiento a mi lado en un inútil intento de tranquilizarme. No creo que hubiera conseguido explicarle a aquella amable señorita, que probablemente lo peor que había hecho en su vida era acostarse con un piloto casado, que me sentía tan apenada porque acababa de dejar tendido sobre la acera, con un tiro en la cabeza y empapado en sangre, a un moribundo al que en el fondo de mi alma quería y respetaba.
La muerte de Lautaro no fue como las anteriores. Ni como las que vendrían a continuación. La ejecución de El Dibujante tuvo para mí un significado muy especial, puesto que aunque en el momento de apretar el gatillo no me tembló el pulso y llevé a cabo mi trabajo con indiscutible limpieza, sabía positivamente que estaba cometiendo un terrible error al ejecutar a un hombre que no merecía la muerte.