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Los crímenes que pudiera haber cometido habían prescrito. Prescrito no desde un punto de vista meramente legal y por el hecho de que hubiese transcurrido demasiado tiempo desde que los cometió, sino sobre todo desde el punto de vista moral, ya que me constaba que además de arrepentido, Lautaro Céspedes se encontraba realmente aplastado por el peso de sus culpas.

Ahora era yo quien me sentía aplastada por ese peso, pero la diferencia estribaba en que él había asegurado que se sentía incapaz de continuar matando por ETA, mientras que yo seguía matando por una causa que ni siquiera sabía con exactitud cual podía ser.

No tenía sentido continuar aferrándome a la idea de que lo único que pretendía era vengar a Sebastián. Ni yo misma seguía aceptándolo como disculpa. Sebastián se había convertido en una especie de sombra inconsistente que supongo que incluso me aborrecía por haberle elegido como pantalla tras la que ocultarme a la hora de cometer mis crímenes.

No se lo merecía. Un hombre tan bondadoso y justo como él, no debía haber sido nunca elegido como símbolo de una cruzada tan absurda y diabólica como la que estaba llevando a cabo, y yo era, curiosamente, la primera, y la única en entenderlo así.

Y es que nadie más que yo lo sabía. Esa era otra de las razones por las que lloraba tan desconsoladamente en el avión. Acababa de matar a Lautaro, pero al disparar sobre él había contribuido a matarme un poco más a mí misma.

Cada nuevo asesinato era como una herida abierta por la que se me escapaba la vida. A veces temo que en mi obcecación lo único que buscaba era suicidarme a base de disparar sobre otros.

Más me valía haberme pegado un tiro a mí misma y acabar de una vez. Aunque en el fondo es de justicia reconocer que a partir de aquel momento la inmensa mayoría de las personas a las que maté merecían la muerte, y a mi modo de entender Lautaro Céspedes puede ser considerado con toda sinceridad mi postrer error.

Su postrer error fue otro, y sin duda mucho mayor que el mío, tal como él mismo reconocía en su diario:

Mi gran error, y el de todos nosotros, se centra en el hecho de no habernos percatado de que ya no tenemos tiempo material de convertir Euskadi en una nación propiamente dicha.

Tanta sangre, tantos sufrimientos y tanta violencia resultar n por completo inútiles, puesto que dada nuestra particular posición geográfica, y encaminándose como se encamina Europa hacia una imparable integración económica, legislativa y militar, nuestro papel como nación independiente sería a todas luces ridículo.

¿De qué le serviría ser independiente a un diminuto país encajonado entre España y Francia, que se vería obligado a comprar y vender en una moneda común, depender de los ejércitos de la OTAN, y aceptar leyes comerciales o cuotas de producción impuestas por Bruselas?

Desde el momento en que careciésemos de moneda propia, ejército propio o leyes propias, la palabra independencia carecería a mi entender de sentido.

A la larga, lo único que conseguiremos ser imponer a nuestra juventud, arbitrariamente y por la fuerza, una lengua que de nada les servir más allá de nuestras fronteras.

Muy pronto el euskera no será ya más que el llamativo estandarte con el que unos cuantos políticos que juegan a ser y no ser sin mostrar nunca sus verdaderas intenciones continúen enardeciendo a un puñado de fanáticos.

Temo que a nuestro sueño de libertad le ocurre como a los grandes transatlánticos: desde que se inventó el avión ha quedado desfasado, y hoy por hoy constituye un lujo que no nos podemos permitir.

Ese convencimiento de que se carecía de tiempo material para llevar a buen puerto una idea nacida demasiado tarde pese a que llevara siglos anidando en el pecho de todo un pueblo, parecía haberse convertido en una obsesión para El Dibujante, ya que continuamente volvía sobre ella en sus escritos, maldiciéndose a sí mismo por el hecho de no haber sabido prevenir con la debida antelación el desarrollo de los acontecimientos.

Cuando, cansada de los ultranacionalismos que la han conducido indefectiblemente a la desesperación y la ruina, la humanidad comienza a encaminar sus pasos hacia una lógica integración, toda voz discordante, en especial si tal voz ni siquiera tiene voto en el concierto de las naciones, parece condenada a quedar ronca o en silencio.

Hace unos días, contemplando en la televisión la increíble riada de hombres, mujeres y niños que abarrotaban las calles y las plazas de la práctica totalidad de las ciudades españolas, gritando Asesinos! a quienes habían ejecutado tan vilmente al pobre Miguel Ángel Blanco, llegué a la conclusión de que eso era exactamente lo que Andoni El Dibujante pretendía plasmar en sus escritos: la voz de una pistola de nada vale frente a las voces que nacen de millones y millones de gargantas.

Y al igual que con su infinito poder los medios de comunicación se convierten casi a diario en un elemento multiplicador de los logros de los violentos, en esta ocasión se ha vuelto ferozmente contra ellos, obligándoles a aceptar la magnitud de su propia insignificancia.

Si tras lo ocurrido con el asesinato de Miguel Ángel Blanco los actuales dirigentes de ETA no han comprendido cu n minúsculos son en realidad, es que a mi modo de ver son mucho más cortos de talla mental de lo que suponía.

Aunque resulta evidente que ningún gran hombre ha tomado nunca conciencia de su auténtica grandeza, ni ningún mediocre ha conseguido aceptar nunca la miseria de su mediocridad.

El Dibujante no fue un gran hombre, pero tampoco fue un hombre mediocre, y por ello consiguió entender muchas cosas que quienes le sucedieron jamás aceptarán.

Recuerdo que entre los documentos que conservaba en su maleta destacaba un cartel en el que se veía a un hombre tumbado en una sucia colchoneta con un arma apuntándole la sien, bajo el que destacaba la leyenda:

Ángel Berazadi, ejecutado por ETA el 8 de abril de 1976.

Por lo visto, con dicho cartel los terroristas buscaban impresionar a otros empresarios vascos con el fin de que pagaran sin rechistar el llamado impuesto revolucionario que se les exigía.

Según el propio Lautaro dejó escrito de puño y letra, Berazadi había sido un auténtico nacionalista que había defendido ardientemente el sueño de una Euskadi libre e independiente, pero que no obstante acabó ejecutado por el imperdonable delito de no haber conseguido reunir a tiempo los doscientos millones de pesetas que quienes se supone que compartían sus ideales le exigían para que dicho sueño continuara siendo una pesadilla.

¿En qué cabeza cabe?

¿En qué grupo de cabezas caben tantísimos errores?

Demasiado a menudo mi cabeza no rige como debiera y mis errores puede que sean monstruosos, pero me queda el consuelo de que los cometo sin ayuda de nadie y no aspiro a formar parte de ninguna cúpula dirigente.

Es muy posible que esté loca. Pero no creo que sea estúpida. Los que matan a hombres como Berazadi o Miguel Ángel Blanco tienen una remota posibilidad de no estar locos, pero abrigo el convencimiento de que son rematadamente estúpidos.

Recuerdo un viejo proverbio ecuatoriano:

Quien caga sobre la mesa acaba comiendo en el retrete. Y eso fue lo que le ocurrió a Andoni El Dibujante y a docenas que, como él, dispararon contra su propio pueblo, lo que a la larga viene a significar tanto como cagarse sobre la propia mesa.

Ahora Andoni había lanzado su último vómito de sangre sobre una sucia acera de Caracas, y en cuanto la policía registrase su apartamento y descubriese los documentos y las hojas de su diario, no abrigaría la m s mínima duda a la hora de dictaminar que se trataba de un ajuste de cuentas.

¿Y qué otra cosa era, al fin y al cabo?

Un ajuste de cuentas.

De mis cuentas particulares.

Cuando el sol hizo su aparición sobre un rojo horizonte, ascendiendo con increíble rapidez a medida que el avión volaba a casi mil kilómetros por hora en dirección opuesta, dejé de llorar.