Un nuevo día significaba una nueva página del libro, o el inicio de una nueva jornada de un camino que me constaba que ya jamás abandonaría. Me encontraba prácticamente sola en la cabina de Gran Clase, a nueve mil metros de altura sobre el nivel del mar, esperando ver aparecer las costas europeas en el horizonte, consciente de que nadie me aguardaba a mi llegada, de la misma forma en que nadie me había despedido en el momento de mi marcha.
¡La soledad!
¡La soledad una vez más!
¡La soledad una y mil veces!
Durante aquel amargo viaje y quizá en el justo momento de ver amanecer sobre el océano, descubrí algo importante y que me aclararía el futuro de una forma definitiva: me gustaba la soledad.
Y más que la soledad en sí, me gustaba aquella agridulce sensación de saber que no significaba nada para nadie, ni nadie significaba nada para mí.
No importaba dónde me encontrara ni qué estuviera haciendo en un determinado momento; no importaba si estaba sana o enferma, si era feliz o desgraciada, y no importaba si seguía viva o había muerto.
No existía.
Tan sólo quienes me vieran o me dirigieran la palabra tendrían plena conciencia de que era un ser vivo. Para el resto me había sumido — quizá definitivamente- en la bruma de un amanecer cualquiera.
Una vez más, me había quedado sin familiares, amigos o enemigos.
¿Triste? Triste, en efecto, hasta que descubres que eso es lo que en el fondo te hace feliz porque es lo que has elegido libremente.
Quiero suponer que para la mayor parte de los seres humanos tan absoluta carencia de ataduras constituiría el peor de los castigos, pero no obstante a mi modo de ver se convertía en una rotunda e indiscutible demostración de libertad.
María de las Mercedes Sánchez Rivera había dejado de existir en algún recodo del camino, al igual que dejó de existir Rocío Fernández, natural de Coria del Río y muy pronto dejaría de existir la ecuatoriana Serena Andrade.
Era como si día a día fuese muriendo, renaciendo y dejando atrás un pasado sangriento como la serpiente que muda de piel, para reencarnarme una y otra vez en personalidades diferentes, sin que yo misma supiera cuál me pertenecía en realidad.
¿La Sultana Roja, quizá?
¡Qué tontería!
La Sultana Roja no es más que un invento de algún fantasioso periodista que oyó campanas sin saber dónde, y al que alguna vez debieron hablarle de una muchacha que no dudaba a la hora de apretar el gatillo.
Y como los apodos de La Viuda Negra o Mantis Religiosa se los habían adjudicado ya a demasiada gente, inventó una idiotez que suena bien, pero nada tiene que ver conmigo.
Ni soy sultana, pese a haber nacido en un pueblo de Córdoba, ni mucho menos roja, puesto que prefiero los hoteles de lujo y los zapatos de marca a las chabolas, la miseria y las alpargatas.
Sin lugar a dudas, Araña Negra hubiera sido un sobrenombre más acorde con mi personalidad, puesto que lo que en verdad me gusta es ese tejer en solitario una tupida tela en que hacer caer a mis víctimas, pese a que creo recordar que en alguna ocasión ya he puntualizado que mi primera víctima fui siempre yo misma.
Ahora, encerrada aquí sin m s compañía que un cuaderno barato, quiero hacerme la ilusión de que en el fondo lo mío fue una predestinación, y el destino me eligió para que algún día, y a través de tan tortuosos avatares, fuera la encargada de salvar a miles de seres inocentes.
¿Quién, de haber sido yo, habría puesto sobre aviso a las autoridades de lo que estaba a punto de suceder?
¿Quién, sino yo, habría conseguido averiguar que un grupo terrorista se disponía a prenderle fuego a la mitad de las ciudades europeas?
¿Quién, de no haber estado yo, hubiera conseguido evitar tamaña apocalipsis?
Digan lo que digan a la hora de juzgarme, ha quedado claro que de cuantos asistieron a la reunión en la que Martell anunció a bombo y platillo que había descubierto la forma de acabar de una vez por todas con La corrupta sociedad capitalista, únicamente yo hubiera sido capaz de traicionarle.
Todos los demás estaban locos. Pero locos de otra locura. Locura de destrucción indiscriminada, mal que a mí no me afecta puesto que siempre he tenido muy claro a quién pretendo destruir.
El caso de Lautaro es diferente. Lloré su muerte. Pero estoy convencida que de la docena larga de hijos de la gran puta que se reunieron a escuchar la arenga de Martell ni uno solo hubiera llorado por los miles de víctimas que un gigantesco incendio hubiera provocado. Ni aunque la mitad de los muertos hubieran sido niños de pecho.
Era gente enferma, terroristas de la peor calaña, auténticas alimañas para los que prender fuego a edificios y monumentos no hubiera significado m s que una suprema demostración de poder, y a los que los gritos de sus víctimas habrían sonado a himnos de victoria.
Recuerdo que en cierta ocasión escuché las declaraciones que le hizo a la prensa una joven terrorista que aseguraba que se sentía feliz por el hecho de que sus compañeros hubiesen cometido un nuevo atentado tras varios meses de silencio.
Para aquella enferma mental, más joven y más enferma aún que yo, los gritos de dolor, la sangre y las l grimas de unos desgraciados a los que la explosión había arrancado los brazos se transformaban como por arte diabólico en cánticos de gloria, ya que ello venía a confirmarle que aquello en lo que creía, seguía vigente.
¿Qué inconcebible grado de felicidad habría conseguido alcanzar si cualquier ciudad española hubiera ardido por los cuatro costados?
Tal vez incluso hubiera tenido un orgasmo. Mal de muchos consuelo de tontos.
¿Quizá me consuela saber que existen seres, incluso mujeres, que disfrutan aún más que yo a la hora de hacer daño.
No. No me consuela.
Y es que muy en el fondo, y pese a todo cuanto haya escrito hasta el presente, no creo que me produzca el m s mínimo atisbo de placer causar daño.
Sobre todo a inocentes.
¿A qué viene todo esto?
¿A qué viene empantanarse una vez más?
Quizá al hecho de que me estoy refiriendo al amanecer en que acepté la incuestionable realidad de que me gusta ser como soy y vivir como vivo. Siempre se ha asegurado que nos complacen m s nuestros defectos que las virtudes ajenas. Puede que éste sea mi caso.
Mis defectos nacen de mi yo más íntimo y como tal los acepto como supongo que aceptaría los defectos de un hijo en caso de haberlo tenido.
Me acude a la mente la abominable escena de una gorda gritona que abrazaba y besaba desesperadamente a un canalla al que acababan de detener por haber violado y asesinado a una niña de seis años.
¿Qué le impulsaba a hacerlo?
¿El amor maternal?
¿Cómo puede nadie amar a semejante monstruo por mucho que lo haya llevado nueve meses en las entrañas?
Quiero creer que de la misma manera que yo amo a ese otro monstruo que nació en mi interior sin ayuda de nadie. Un monstruo que nunca ha violado a nadie, pero que asesina sin que le tiemble el pulso a seres a los que ama.
De nuevo París.
De nuevo los largos paseos a orillas del Sena y las interminables horas sentada en algún café de los Campos Elíseos.
No me quedaba otro remedio puesto que tenía que esperar la documentación que me había enviado a m¡ misma desde Caracas. Aquélla era una de las muchas enseñanzas de Hazihabdulatif, que nunca viajaba con más de un pasaporte falso.
Al-Thani aseguraba que si en una aduana te detienen porque tu documentación no está en regla, puedes alegar que no eres m s que un inmigrante ilegal, con lo que el máximo peligro que corres es el de que te expulsen del país.
Pero si te registran el equipaje y descubren que cargas con varios pasaportes falsos, pasas a ser considerado un terrorista o un delincuente internacional, con lo que lo más probable es que acaben por averiguar tu auténtica personalidad y te encierren por una larguísima temporada.