Cierto que no había tenido ocasión de concluir el bachillerato, pero es que en la universidad no me matriculé con mi verdadero nombre, sino con el de Rocío Fernández, una pobre muchacha de Coria del Río, que había muerto un año antes en un estúpido accidente de tráfico.
A partir del momento en que conseguí apoderarme del documento de identidad de una chica de mi edad, morena y de pelo largo, las cosas me resultaron increíblemente sencillas, puesto que he podido constatar que nadie se preocupa nunca por comprobar la coincidencia en las huellas dactilares, y las fotos del DNI suelen parecerse a todo el mundo, menos a quien tienen que parecerse.
Me fui a Madrid.
Mi madre prefirió quedarse en Sevilla donde los chicos habían rehecho su vida, y en mis planes no entraba tener cerca a una familia que pudiera complicarme la mía.
En aquel tiempo tenía muy claro qué era lo que andaba buscando.
Años después ya no lo tuve tan claro.
Por lo general la mayoría de las personas tardan en madurar, e incluso muchas de ellas llegan a viejas sin haber conseguido averiguar qué le habían pedido a la vida.
Son seres que andan siempre como perdidos, confusos e insatisfechos puesto que al no haberse planteado una meta, no tienen ni la menor idea de en qué punto del camino se encuentran ni hacia dónde se tienen que dirigir.
Otros, los más afortunados, se trazan un camino casi desde que tienen uso de razón, y lo siguen ciegamente hasta el fin de sus días. Si la suerte les acompaña, triunfan. Si les da la espalda, fracasan, pero al menos les queda el consuelo de que lucharon por aquello en lo que creían y valió la pena el esfuerzo.
Existe por último un tercer grupo, y en él me incluyo, que se marca ese rumbo con una fe ciega desde el primer momento; se apasiona, lucha e incluso está dispuesto a morir por aquello que anhela, pero que de improviso se descubre solo en mitad de una inmensa pradera, sin tener la más remota idea de hacia dónde se encamina ni de qué lugar proviene.
Yo, antes de cumplir los veinte años, me consideraba, pobre de mí! una mujer decidida, segura de sí misma y con la suficiente inteligencia y sangre fría como para conseguir cuanto me había propuesto sin ayuda de nadie.
Acceder a la universidad con documentación falsa no me preocupaba, por lo tanto, en absoluto, puesto que resultaba evidente que no tenía la más mínima intención de graduarme, obtener un título o ejercer como abogado.
Eso quedaba para quienes pretendían labrarse un futuro, y yo por aquel tiempo continuaba teniendo la sensación de que mi futuro se había truncado definitivamente el día en que me arrebataron a Sebastián.
Sé que suena estúpido pero así es y así debo contarlo.
Lo queramos o no, son los golpes que nos asestan durante la pubertad los que nos marcan de una forma indeleble, y si a los quince años tienes la sensación de que te han arrancado para siempre la razón de tu vida, supongo que se debe tardar muchísimo tiempo en aceptar que existen otras razones para continuar viviendo.
Si es que existen.
Lo que esperaba encontrar en la universidad no lo encontré. Viejas películas, viejos libros y viejas historias de viejos luchadores, me habían llevado al convencimiento de que la universidad era el punto desde el que irradiaban todos los focos de inquietud de las nuevas generaciones; el lugar en el que nacían las teorías más avanzadas, y el caldo de cultivo en que el que se desarrollaban las revoluciones.
Recuerdo haber visto, de muy niña, cómo los estudiantes se enfrentaban a pecho descubierto a los enormes caballos de la violenta policía de los últimos años de la dictadura, y recuerdo de igual modo cómo ya en plena democracia se lanzaban de continuo a la calle, demasiado a menudo, sin razón válida alguna. Ahora, sin embargo, aquella mítica universidad creadora de sueños más bien parecía dormida.
Había luchado durante cuarenta años por conseguir que nos convirtiéramos en un país demócrata y progresista, y cabría asegurar que a partir del momento en que lo consiguió se le acabaron las ideas o se olvidó de que debía seguir luchando por un mundo cada vez mejor y más justo.
En apenas seis años de gobierno, el socialismo, que tanto contribuyó tiempo atrás a que las voces de los universitarios se escucharan altas y fuertes, había conseguido silenciarlas.
Ahora, los únicos gritos de protesta se limitaban a solicitar rebajas en el precio de las matrículas. ¿Acaso consideraban que vivíamos en una sociedad tan perfecta que no cabía exigir más? ¿Acaso el estado de corrupción total que se había instalado en la mayor parte de los estamentos del país no merecía el esfuerzo de tomar de nuevo las calles?
Admito que me encontraba perpleja. No. Aquello no se parecía en nada a cuanto había imaginado. Todo se me antojaba demasiado tranquilo. Demasiado burgués.
Aunque para ejemplo de burguesía, me sobraba con doña Adela que acudía a visitarme un par de veces al mes. En las escasas ocasiones en que conseguía que no tuviera las orejas tapadas por mis muslos, le hablaba de mis inquietudes y de la profunda decepción que sentía al descubrir que fuera de las aulas mis compañeros no pensaban más que en coches, música, drogas y sexo.
— ¿Y qué esperabas? — solía ser su agria respuesta-. O mucho me equivoco, o debes ser la única virgen que frecuenta esa universidad, y cuando se tiene todo tan a mano, se olvidan muchas cosas. Quedaron atrás los tiempos en los que la juventud soñaba con solucionar los problemas de los más necesitados. Ahora en lo único que piensan es en una discoteca, una raya de coca y un buen polvo a ser posible con una desconocida.
— No es tan fácil.
— Así de fácil.
— Tiene que existir alguna otra razón más sutil y más profunda.
— ¿Cómo qué? ¿Cómo una conspiración judeomasónica inspirada por las altas esferas del gobierno, encaminada a silenciar a los alumnos de todas las universidades del país? Lo dudo. Ni siquiera los socialistas conseguirían corromper a tanta gente. Lo que en verdad ocurre es que los ideales han muerto.
— No los míos.
— ¿Y cuáles son, si puede saberse?
¿Qué respuesta había?
¿Qué respuesta podía darle a alguien que había comenzado a besarme una vez más los pezones y cuya lengua amenazaba con descender hacia mi ombligo?
¿Qué respuesta hubiera tenido aun en el caso de que me hubiera prestado una sincera atención?
En caso de haberle confesado que estaba buscando la razón por la que unos desconocidos habían hecho saltar en pedazos al hombre más maravilloso que nunca existió, me habría replicado, y con razón, que ningún catedrático ha tenido jamás respuesta a tal pregunta.
Ni ningún catedrático, ni ningún ser humano de este mundo.
Probablemente, ni siquiera quienes colocaron personalmente aquella bomba.
Fue un error — me habrían respondido-. Un desgraciado accidente.
Pero un coche-bomba no es nunca un accidente.
Es, en todo caso, un accidente premeditado, y esa era una respuesta que no aceptaba.
Yo por aquel entonces necesitaba — y aún sigo necesitando- que alguien me ayude a entender la auténtica razón por la que aquel coche-bomba estaba aparcado aquel día en aquella calle de Córdoba.
La explicación de que estaba destinado a un furgón militar y se activó antes de tiempo no me bastaba.
Y continúa sin bastarme.
He pasado casi una d‚cada entre terroristas; he tratado de comprenderlos y pensar cómo piensan; he buceado en lo más profundo de sus personalidades, pero aún no tengo respuesta.
Nada de lo que puedan hacer, decir o pensar; ningún ideal, vale lo que valía la vida de Sebastián Miranda.
Nada de lo que pudieran alcanzar en mil años de lucha proporcionaría a nadie la felicidad que Sebastián proporcionaba a cuantos le rodeaban cada vez que sonreía.