La mejor solución estribaba por tanto en introducir los pasaportes que no fueran a utilizarse durante un determinado viaje en un sobre para enviarlos, poco antes de embarcar y desde el mismo aeropuerto, a la lista de correos de la ciudad de destino.
El correo venezolano funciona como el culo. No es una expresión en absoluto elegante, pero es la que mejor se ajusta a una penosa realidad.
Al octavo día de mi estancia en París me tropecé en un minúsculo pero selectísimo restaurante especializado en caviar iraní con Hans Preyfer.
Hans era uno de los innumerables socios de Jack Corazza que siempre había mostrado un especial interés por llevarme a la cama, y yo sabía que entre otras muchas cosas igualmente valiosas poseía un maravilloso apartamento en la mejor zona de París, a tiro de piedra del Arco de Triunfo.
Era un hombre muy rico, educado, agradable, buen conversador y exquisito en el trato, por lo que pronto llegué a la conclusión de que en su apartamento estaría mucho más segura que en el hotel George V, puesto que la ecuatoriana Serena Andrade empezaba a ser un personaje demasiado popular, y que corría por tanto excesivos riesgos.
Cuando menos te lo imaginas la policía se muestra a menudo particularmente eficaz, y aunque me había esforzado por no dejar rastros en lo que se refería a mi relación con Lautaro Céspedes, nunca se puede tener la absoluta seguridad de que no haya quedado algún cabo suelto.
Fue por ello por lo que me convertí en amante ocasional de Hans Preyfer, lo que, amén de un inestimable margen de seguridad, me proporcionó un fabuloso collar de esmeraldas que aún conservo.
¿Prostituta?
¡Tal vez!
No me acosté con Hans Preyfer por dinero, pero si, sobrándole como le sobraba, se empeñaba en hacerme regalos, se me antojaba estúpido rechazarlos.
El día que al fin recuperé mis pasaportes y le comuniqué que tenía intención de pasar unos días en la Costa Azul, me propuso que me alojara en el inmenso yate que mantenía eternamente atracado en el puerto deportivo de Cannes, prometiendo acudir a visitarme de tanto en tanto.
Tratar con ricos tiene sus ventajas.
¡Grandes ventajas!
Aunque ello te obligue a mamarla demasiado a menudo. Al fin y al cabo yo no estaba comprometida con nadie, una agradable charla me permitía olvidar mis obsesiones, y de tanto en tanto Hans conseguía provocarme algún que otro orgasmo.
¿Qué más podía pedir?
En Cannes se estaba celebrando por aquellas fechas un festival de televisión, no quedaba por tanto una sola plaza libre en los hoteles, y el Corfú era a todas luces el lugar idóneo para pasar unas plácidas vacaciones, ya que sus tripulantes parecían m s que habituados al hecho de que de tanto en tanto su patrón les enviase alguna que otra invitada especial a la que sabían tratar a cuerpo de rey.
Aunque a decir verdad yo no había ido a Cannes a disfrutar de unas más o menos plácidas vacaciones. Yo había ido a Cannes porque sabía que justo en el centro de La Croissette, a mitad de camino entre los hoteles Carlton y Majestic, se alzaban las elegantísimas oficinas de La Maison Mantelet.
Ferdinand Mantelet o Monsieur Mont-Blanc — que por ambos nombres solía mencionarle- se había convertido en uno de los principales protagonistas del diario de Andoni El Dibujante, quien admitía haberse reunido con él en más de diez ocasiones durante sus años de plena actividad terrorista.
Y es que aquel astuto francés nacido en Suiza, corredor de fincas de reconocido prestigio e intachable reputación, había sabido ganarse la confianza de El Dibujante, hasta el punto de convertirse en el encargado de invertir un amplio porcentaje del dinero que se obtenía de los secuestros y la extorsión a empresarios vascos, en la compra, venta y alquiler de lujosas villas en la Costa Azul y el Principado de Mónaco.
Sabido es que las autoridades de la región han procurado desde siempre que las grandes fortunas del mundo se acaben instalando pronto o tarde en su hermosa franja costera, y por ello jamás se han mostrado excesivamente meticulosas a la hora de investigar el origen del dinero de todos aquellos que manifiestan interés por invertir grandes sumas en uno de los lugares más privilegiados del planeta.
Dictadores argentinos, tiranos africanos, narcotraficantes colombianos, mafiosos italianos y políticos corruptos de las m s diversas nacionalidades, abren sus ventanales cada mañana a las tranquilas y luminosas aguas mediterráneas, acuden a los más exclusivos restaurantes en sus fastuosos Rolls-Royce, atracan sus pretenciosos yates en las docenas de puertos deportivos del litoral o despilfarran su pringoso dinero en los casinos, convencidos de que mientras no se dediquen a atracar turistas a punta de navaja, ningún polizonte les buscar problemas.
Viejas fortunas de rancio abolengo o nuevos ricos que construyeron su imperio honradamente, se codean no obstante con traficantes de armas y especuladores sin escrúpulos, demasiado a menudo incluso en torno a la misma mesa, sin que nadie sea capaz de determinar en qué lado de esa mesa se sienta un genocida balcánico y a qué lado un pintor genial o un realizador cuya obra quedar para siempre en la historia del cine.
La Costa Azul siempre será la Costa Azul aunque sus gigantescas piscinas reúnen en ocasiones corrupción y mierda, y por lo tanto me veía obligada a admitir que Lautaro Céspedes había demostrado ser muy astuto a la hora de llegar a la conclusión de que el mejor lugar para esconder dinero ensangrentado era allí donde esa clase de dinero abunda.
Y a la hora de trapichear con semejante tipo de dinero, nadie se las ingeniaba mejor que el taimado Ferdinand Mantelet.
Penetrar en sus inmensas oficinas y extasiarse ante la contemplación de las magníficas fotografías, las cuidadas maquetas y los meticulosos planos de las villas y palacios que se encontraban a la venta constituía a mi modo de ver un placer semejante al de penetrar en alguno de los más bellos museos del mundo, con la diferencia de que allí el visitante podía convertirse de inmediato en propietario de una de aquellas fastuosas obras de arte.
Todo en La Maison Mantelet era en verdad un monumento al buen gusto y un homenaje al refinamiento m s sofisticado, lo cual no significaba que no estuvieran dispuestos a venderle una de aquellas delicadas joyas a un emperador africano que se hubiera comido el corazón de sus enemigos políticos, o a un narco sospechoso de haber asesinado a veinte policías en Medellín.
Los negocios son los negocios, solía decir. Y por desgracia hay más gente con exceso de dinero que con exceso de gusto. A la hora de solicitar una entrevista con el casi inaccesible monsieur Mont-Blanc mencioné de pasada los nombres de Jack Corazza indicando que me hospedaba en el yate de Hans Preyfer, y me presenté a la cita con tres minutos de retraso pero tan absolutamente deslumbrante que yo misma me piropeaba al verme reflejada en un espejo.
No obstante, en el momento de tomar asiento frente a Ferdinand Mantelet, descubrí, desolada, que me prestaba la misma atención que le podría haber prestado a un viejo lord inglés o a un fabricante de coches japonés.
— Si me proporcionara alguna idea de qué es lo que tiene en mente y en qué banda económica desea moverse, me facilitaría mucho las cosas, ya que disponemos de una amplia gama de posibilidades y.
— Ni tengo ideas preconcebidas, ni existe banda económica de ningún tipo — le interrumpí-. Deseamos invertir en La Riviera, y si lo que ofrece nos interesa no existe limitación alguna en lo que se refiere al dinero.
— Entiendo… — replicó cambiando levemente de actitud-. Por lo que puedo colegir es usted sudamericana.
— ¡Exactamente!
Meditó unos instantes, como si la constatación de mi supuesto origen le aclarara infinidad de dudas, y al poco pulsó un botón para solicitar la inmediata presencia de alguien.