— Mi asistente personal se ocupar del tema y le enseñar lo mejor que tenemos — señaló.
En cuanto su asistente personal hizo acto de presencia y me dirigió la primera mirada comprendí que la aplastante sensación de fracaso que había experimentado ante el gélido recibimiento de Ferdinand Mantelet, se trocaba de inmediato en triunfo.
Tendría poco más de cuarenta años, el cabello castaño, inquisitivos ojos verdes, un mentón firme y decidido, y una boca grande y ansiosa.
Me desnudó con la mirada.
Mi experiencia es ya larga; podría añadir que casi excesiva, pero en pocas ocasiones me he sentido tan deseada como aquella mañana en aquel elegantísimo despacho.
— Mademoiselle Monet es actualmente nuestra vicepresidente ejecutiva y goza de mi total confianza, hasta el punto de que sus decisiones equivalen a las mías.
Mademoiselle Monet poseía una voz grave y profunda, unas manos grandes, huesudas y posesivas y un insaciable apetito sexual en cuanto hiciera referencia a sonrosados pezones y pieles muy tersas.
¿Lesbiana?
Siempre he considerado que en mi relación con doña Adela no llegué a comportarme como una auténtica lesbiana. Fui más bien una víctima.
Pero en lo que se refiere a Didí Monet no tengo excusa. Desde el primer momento comprendí que el éxito o el fracaso de mi misión dependía de ella, y acepté el juego.
Al día siguiente me llevó a visitar la mansión de una vieja estrella de Hollywood recientemente fallecida que se había puesto en venta en Cap-Ferrat, y en cuanto pusimos el pie en el inmenso dormitorio blanco presidido por la mayor cama de baldaquines que se haya construido nunca, nos miramos a los ojos, nos desnudamos ceremoniosamente la una a la otra e hicimos el amor allí donde probablemente tantas actrices famosas de la época dorada del cine lo habían hecho.
Didí era una experta.
No una vulgar comecoños que tan sólo busca satisfacerse a sí misma, sino una sofisticadísima mujer que adoraba a las mujeres, y que por lo tanto sabía muy bien cómo tratarlas.
No se lanzó sobre mí como un perro sobre su hueso, sino que me envolvió en un mórbido ambiente de susurros, besos y suaves caricias, preparando el terreno con la paciencia y la dedicación con que un verdadero artista prepara los pinceles y las pinturas mucho antes de decidirse a ensuciar el lienzo con un simple trazo.
Cuando al fin llegó a donde se había propuesto llegar, yo hacía tiempo que estaba deseando que llegara.
¿A qué viene negarlo?
¿De qué me serviría mentir en estos momentos?
Disfruté como hacía mucho tiempo que no disfrutaba.
Bebió de mi fuente, que se mostró en esta ocasión especialmente generosa, y al mismo tiempo bebí yo de la suya sin empacho, sabiendo lo que hacía y sintiéndome feliz por lo que estaba haciendo.
Continúo sin considerarme una lesbiana.¡Ni tan siquiera bisexual. Pero admito que en muy determinadas ocasiones. Y con muy concretas personas… Didí era una de ellas. Era ella. Incluso me atrevería a insinuar que a mi modo de ver todas las mujeres deberían mantener al menos una vez en la vida una relación tan turbadora como la que mantuve con Didí Monet, aunque comprendo que no debe resultar en absoluto sencillo que te seduzcan en la cama del dormitorio principal de una mansión valorada en millones de dólares.
En los días que siguieron visitamos media docena de mansiones semejantes y en todas ellas se repitió una escena que se prolongaba hasta que la noche se extendía sobre el mar, y la costa se convertía en una auténtica guirnalda de luces de infinitos colores.
Ya satisfechas acudíamos a cenar a Le Moulen de Mougens, La Palm d'Or o Felix, algunas noches jugábamos un rato en el casino del hotel Carlton, y por último nos encerrábamos en la coqueta villa que Didí tenía en las cumbres de Grasse.
Pocas veces me he esforzado para que una persona se enamore de mí, pero en esta ocasión puse todas mis cartas sobre el tapete y acabé consiguiéndolo.
El día en que le comuniqué que Hans Preyfer venía a verme, a punto estuvo de darle un ataque de apoplejía. La sola idea de que un hombre me pusiera la mano encima la desquiciaba.
Nunca he visto a una mujer tan fuera de sí. Y siendo en todo tan exquisita, tan vulgar.
— ¿Acaso me crees capaz de meter la lengua donde un cerdo haya metido la polla? — me espetó encolerizada.
La buena señora de la mesa vecina dio un respingo.
— Escucha — susurré esforzándome por tranquilizarla-. Tú tienes tu propia vida y yo la mía. Hemos coincidido en un punto y admito que nuestra relación es maravillosa, pero no puedes borrar mi pasado de un plumazo. Aún no sabes nada de mí, ni yo de ti, y hasta cierto punto es bueno que así sea.
— Yo quiero saberlo todo sobre ti — replicó nerviosamente-. Y en cuanto a mí no hay mucho que contar. Admito que he conocido a muchas mujeres, nunca sentí por ninguna lo que siento por ti.
No me interesaba en absoluto lo que sentía por mí, pero sí hasta qué punto estaba al tanto de los negocios sucios de Ferdinand Mantelet, por lo que me vi obligada a derrochar mucho tacto y paciencia para conseguir que al fin admitiera que desde hacía ya algún tiempo era ella quien en realidad manejaba la empresa.
— Ferdinand tiene dos grandes problemas: el juego, y la impotencia — señaló-. No me atrevería a asegurar si fue el hecho de volverse impotente lo que le empujó a jugar como un poseso, o si fue la obsesión por el juego lo que le hizo perder todo interés por el sexo, pero lo cierto es que si no le freno nos llevaría a la ruina. Y en nuestro caso, la ruina significaría un final terrible.
— ¿Por qué razón? — quise saber-. Aunque Mantelet quebrase no tendrías problemas. Conoces tu trabajo y.
Me interrumpió tomándome la mano y llevándosela amorosamente a los labios, cosa que a punto estuvo de producirle un soponcio a nuestra ya escandalizada vecina de mesa, y mirándome fijamente a los ojos, musitó:
— La mayor parte de nuestros clientes no admiten bromas en lo que se refiere a su dinero. Si lo perdiéramos nos rebanarían el pescuezo. Yo lo sé y me preocupa, pero últimamente a Ferdinand parece no importarle.
— En ese caso… — señal‚ en tono de profunda inquietud-. Quizá ser más prudente que mantengamos nuestra relación dentro de unos límites estrictamente personales — bajé instintivamente la voz-. Quienes me confían su dinero tampoco son de los que se resignan a perderlo.
— Eso puede arreglarse — me tranquilizó-. Soy yo quien controlo las transacciones y sé cómo hacerlo.
— Tendrás que convencerme o no habrá trato-le hice notar-. Como comprenderás no puedo arriesgarme a que tu jefe se juegue el dinero de mi gente. Me gustaría disfrutar de ti muchos años.
¡Bendita frase!
Le llegó al alma. La conmovió hasta el punto de que casi se le saltan las lágrimas. Estaba enamorada!
Al cabo de un tiempo comenzó a explicarme con todo detalle cómo funcionaba el entramado de la compleja maquinaria que el meticuloso Monsieur Mont-Blanc había sido capaz de crear a lo largo de treinta años con exclusivo propósito de conseguir blanquear ingentes sumas de dinero.
El punto culminante de su confesión y su indiscutible prueba de amor sin límites se concretó la noche en que me introdujo en su baño, corrió el enorme espejo que cubría la pared del fondo y me mostró con gesto de triunfo el ordenador personal y los disquetes que contenían una copia de la práctica totalidad de la información que se guardaba en La Maison Mantelet de La Croissette.
Se trataba de gente muy lista. Condenadamente lista, justo es reconocerlo. Quizá los mas listos, junto con Jack Corazza, que he conocido. Quien compra oro, sabe de antemano el valor de ese oro; quien vende dólares conoce la cotización de esos dólares, y quien invierte en acciones puede leer cada mañana lo que han subido o bajado esas acciones. Sus márgenes de pérdidas o beneficios fluctuar n casi siempre dentro de unos límites previsibles.