Pero quien pretenda comprar, vender o alquilar un palacete en la Costa Azul, depender siempre de los precios de oferta y demanda que estipulen quienes controlan el mercado, y que están en disposición de subir a las nubes o tirar por los suelos el valor de una propiedad, por el simple procedimiento de revalorizar o desvalorizar la zona.
Lo que hoy vale mil mañana puede valer cien simplemente porque en la finca vecina se acaba de instalar el grasiento, aborrecido y sanguinario hijo del dictador haitiano Papa Doc, o subir a tres mil visto que el nuevo inquilino será el rey de los ordenadores o una estrella del rock.
Nadie se siente plenamente capacitado a la hora de determinar el valor de las estatuas de un jardín, los tapices de un salón, o los cuadros de una biblioteca cuando se encuentran integrados a un estilo arquitectónico muy concreto, y a ello se añade una fastuosa vista sobre la bahía de Cannes o una privilegiada ubicación en Cap Ferrat, al borde del mar y con atraque privado incluido.
Quien decide es quien intervendrá a la hora de comprar o vender.
Juez y parte, La Maison Mantelet y su cohorte de empresas asociadas configuraban un exclusivo gremio de tendencias mafiosas que en lugar de con drogas o con armas traficaba con piscinas rodeadas de preciosos jardines, y en sus manos el dinero negro parecía convertirse en semillas de algodón, ya que cuantos más excrementos tuviera la tierra en que se ocultaban, más blancos y compactos florecerían los copos a la hora de la cosecha.
— Cada uno de nuestros clientes importantes no es más que un número en clave en el ordenador central de la compañía. Por ese número sabemos cuáles son sus propiedades, cuánto renta cada una de ellas y si está o no en disposición de venderlas. Por último, otro programa de ordenador, al que no tenemos acceso más que Ferdinand y yo, determina a quién corresponde en realidad cada número en clave, así como en qué banco y en qué cuenta se deben ingresar los beneficios de cada ficha.
— Parece bastante seguro siempre que nadie se dedique a jugarse parte de ese dinero — admití-.
Pero en realidad lo que mis amigos necesitan es hacer aflorar sumas muy importantes.
— No hay problema… — sentenció-. Tus amigos pueden comprarnos una finca que valga diez millones de dólares y dentro de unos meses nosotros mismos nos encargamos de que un jeque árabe que se ha encaprichado con ella se la recompre por el doble.
— ¿Realmente puedes hacer eso?
— ¡Desde luego! Tenemos en nómina media docena de caprichosos jeques árabes que se prestan a ello. Suelen ser parientes lejanos de auténticos príncipes, y la mayoría disponen de pasaportes diplomáticos que facilitan los trámites.
— Nunca se me hubiera ocurrido! — admití.
— Ya te advertí que estamos muy bien organizados — puntualizó con una leve sonrisa de superioridad-. Si por el contrario, un cliente lo que desea es evadir impuestos, nos compra una mansión que al cabo de un tiempo decide vender a toda prisa puesto que está pasando por un mal momento de liquidez. En ese caso le enviamos a uno de nuestros halcones que aparentemente abusa de su delicada situación. Sin embargo, a la hora de declarar a Hacienda puede demostrar que su patrimonio ha sufrido un brutal descalabro. ¿Has jugado alguna vez al Monopoly?
— De niña.
— Pues nosotros también jugamos, pero con casas, calles y hoteles de verdad. La diferencia estriba en que no gana quien m s dinero consigue acumular, sino quien mejor se desenvuelve en el complejo laberinto legal.
— ¿Y te gusta participar en ello?
— ¿Gustarme…?¡Me chifla!
Le chiflaba, en efecto, puesto que sin duda aquel juego le permitía sentirse influyente y poderosa; con un estilo de influencia y poder típicamente masculinos, lo que le facilitaba enormemente la tarea a la hora de conquistar a una mujer, puesto que no existía nada en este mundo que satisfaciera más el profundo ego de Didí Monet, que el hecho de quitarle la novia a un cabronazo.
Su relación con los hombres, no era, como suele suceder con otro tipo de lesbianas, de asco o desprecio, sino m s bien de abierta rivalidad en todos los terrenos, y creo tener razones para suponer que cuando alguna que otra vez se iba a la cama con uno de ellos, el choque debía ser en verdad de los que levantan chispas.
Era inteligente.
Muy inteligente.
Más que la mayoría de los hombres. Pero al igual que a ellos, también le perdió el sabor de mi entrepierna.
Recuerdo que en cierta época tuve un amante ocasional — bastante bueno por cierto, si la memoria no me falla- que me confesó muy seriamente que había tenido relaciones con mujeres más hermosas que yo, más inteligentes que yo, e incluso más expertas que yo, pero jamás, en toda su vida, había conocido a nadie que tuviera un sexo tan limpio, sonrosado, sabroso y perfumado como el mío, y aunque me está mal el decirlo y honradamente no me sienta en disposición de emitir un juicio justo, algo debe de haber de cierto en ello, puesto que debo admitir sin presunción de ningún tipo, que cuantos descendieron hasta él jamás volvieron a levantar cabeza.
Nunca me he tenido por mujer especialmente apasionada, y ni tan siquiera me considero poseedora de una técnica amatoria digna de ser tenida en cuenta, y por lo tanto si tanta gente se ha empeñado en empujarme una y otra vez a una cama, en ese lugar tan íntimo y tan concreto se debe ocultar probablemente el secreto de mi éxito.
Lo cual no es óbice para que en ciertas ocasiones me haya considerado más bien un helado de pistacho que una auténtica mujer.
Bromas a un lado, lo que s¡ es cierto es que la posesiva y en cierto modo despótica Didí Monet acabó por convertirse en cera entre mis dedos, y no quedó un solo secreto que yo quisiese conocer que no estuviese dispuesta a revelarme con tal de que fuera espaciando cada vez más mis encuentros con Hans Preyfer.
En cierta ocasión leí que la resistencia de ciertos gobiernos a elevar a cargos de alta responsabilidad a homosexuales, no se basa en el hecho de que duden de su capacidad o su honradez, sino en la constatación histórica de que son mucho m s proclives que los heterosexuales a contar a sus parejas lo que no deben contar.
Dudo que un hombre hubiera sido nunca tan explícito e inconsciente como lo fue Didí conmigo. Dudo que ni el más pagado de sí mismo se hubiese esforzado tanto por deslumbrarme con sus revelaciones. Dudo que ni el más machista hubiese dado tan abundantes y ridículas pruebas de desaforado machismo.
Se consideraba a sí misma mucho más inteligente que la inmensa mayoría de los hombres, pero al resto de las mujeres nos consideraba más estúpidas que el más estúpido de los hombres, lo cual en cierto modo me ofendía.
Pagó caro su error.
Muy, muy caro.
Yo, que tantísimos errores he cometido, suelo obligar a pagar un precio muy alto a quienes caen en ellos en mi presencia, y aunque me consta que no debiera comportarme as¡, puesto que la mayor parte de las veces soy yo quien les induce a cometerlos, es algo que nunca he podido ni he querido evitar.
Alguien más generosa de lo que he sido nunca, habría aceptado que el amor debe considerarse un atenuante digno de ser tenido en cuenta, pero triste resulta reconocer que ni por un segundo me detuve a sopesar las razones por las que Didí Monet hizo lo que hizo.
Tenía miedo a perderme. Tenía pavor a no volver a escuchar mi voz. Le aterrorizaba la idea de no aspirar cada mañana mi perfume.
Y prefería la muerte antes que dejar de saborear mi saliva cada noche. Me juró una y mil veces que bajaría cantando a los infiernos si bajaba cogida de mi mano. Y que ardería feliz entre sus llamas si ardía a mi lado.
¡Cretina!
¿Tanto poder tiene un coño por muy limpio, sonrosado, sabroso y perfumado que pueda parecer?