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Me cuesta aceptarlo.

Aunque se trate del mío.

Los expertos en espionaje industrial aseguran que los secretos que un amante no confiese durante el primer mes de relaciones, no los confesar jamás, puesto que ya para entonces ha comenzado a decaer su interés por deslumbrar a su pareja, pero no obstante en mi relación con Didí no ocurrió así, ya que transcurrió mucho tiempo antes de que consiguiera averiguar la mayor parte de lo que me interesaba saber.

Al mes de conocerla tenía libre acceso a su casa y su despacho, había conseguido hacerme con un duplicado de todas sus llaves y me sabía de memoria la combinación de su caja fuerte. Sin embargo, desentrañar los códigos de acceso a su ordenador personal y la clave de entrada al archivo central de La Maison Mantelet me exigió casi medio año de una labor solapada y meticulosa; sin lugar a dudas la más compleja y delicada a la que me haya enfrentado jamás, y de la cual aún hoy me siento particularmente orgullosa.

Pero al cabo de ese tiempo lo había conseguido, me sentía de igual modo capaz de falsificar su firma sin que ni el mejor calígrafo descubriera el engaño, y en diez minutos me las ingeniaba para peinarme y maquillarme de tal forma que a cierta distancia se nos pudiera confundir.

¡Me entusiasma ese tipo de trabajo!

Me fascina la delicada labor de ir adelantando sigilosamente mis piezas buscando acorralar al enemigo para acabar con él cuando menos se lo espera, aunque sé muy bien que cuando menos se lo espera suele ser casi siempre, ya que por lo general mis víctimas ni siquiera sospechan que intento acorralarlas.

Abandoné a Hans Preyfer, me establecí en su casa, y nos convertimos en lo que viene a llamarse una pareja de hecho, con lo que el día en que al fin pude descubrir dónde se ocultaba y cómo funcionaba el resorte que permitía correr el gran espejo de la pared del fondo del baño, lo que daba acceso a la pequeña estancia en la que guardaba su archivo privado y los disquetes, tuve necesidad de sentarme en la taza del retrete para observar tan hermoso panorama con absoluta paz y serenidad.

Era como si acabara de atravesar el desierto y me encontrara haciendo pis en el mismísimo corazón de la cueva de Alí Babá. Didí Monet guardaba la mayor parte de sus valiosísimas joyas en una caja fuerte que se ocultaba tras el cuadro que aparecía colgado justo sobre su cama, de tal forma que el más inexperto ladrón conseguiría apoderarse de ellas, pero desentrañar los misterios de aquel maldito escondite resultaba increíblemente complicado, lo cual significaba que los disquetes le importaban infinitamente m s que unas joyas que dejaba casi a la vista como cebo.

Y además resultaba evidente que jamás se le hubiera ocurrido engalanarme el cuerpo con disquetes, mientras que con frecuencia me cubría literalmente de joyas.

Me obligaba entonces a tomar asiento en el alto sillón con aspecto de trono que se alzaba al fondo de su enorme dormitorio, me suplicaba que entreabriera levemente las piernas, y tras espolvorearme cocaína sobre el pubis, gateaba lentamente recreándose en el hecho de avanzar hacia mí centímetro a centímetro.

Era lo que ella solía llamar: esnifar una raya en la raya.

Admito que en ocasiones resultaba excitante. A veces ridículo, y a veces excitante. Y eso era algo que tan sólo dependía de mi estado de ánimo.

Algunas noches estaba deseando que alcanzase un objetivo, que no era otro que introducir con su lengua un poco de cocaína en mis partes más íntimas, lo cual me provocaba un brutal orgasmo, pero otras noches lo que en verdad me apetecía al verla de rodillas y babeante, era propinarle una coz en los morros.

Supongo que debe ser una reacción lógica cuando la relación que mantienes con una determinada persona no es de auténtico amor, y resulta evidente que yo jamás amé a aquella guarra.

No obstante, para Didí, que estoy convencida de que sí me amaba casi hasta la desesperación, semejantes ceremonias en las cuales también se abusaba del alcohol, parecían catapultarla a los cielos, enardeciéndola en un frenesí tan desmadrado, que al cabo de un par de horas quedaba como muerta — quiero creer que deshidratada de tanto sudar-, hasta el punto de que no había forma de que recuperara la conciencia ni aun prendiéndole fuego a la casa.

En aquellos momentos, con la caja fuerte abierta de par en par, su agenda sobre la mesa, las llaves en el bolso y un cuerpo inanimado despatarrado sobre la alfombra del dormitorio, podía hacer cuanto me viniera en gana, de tal forma que me encerraba en el cuarto de baño, corría el panel, tomaba asiento ante el ordenador y me concentraba en descifrar hasta el más mínimo secreto de La Maison Mantelet.

Fue por aquel entonces cuando me tropecé con el sobrenombre de Martell ligado a enormes sumas de dinero, aunque en ninguna parte se mencionaba nada sobre su origen, su nacionalidad o la procedencia de tan cuantiosa fortuna.

Y me vino a la memoria que en su personalísimo diario de tapas de hule, Andoni El Dibujante hacía una vaga referencia a un tal Martell, relacionándolo con un etarra apodado Xangurro.

A veces me asalta la sospecha de que Xangurro se ha vendido a Martell, pero esa es una acusación tan grave, que, tanto si resulta cierta como si fuera falsa, me costaría la vida.

Eso era todo: ni una nota de aclaración, como si la sola mención de Martell fuera más que suficiente. En lo que se refería al resto de los negocios de La Maison Mantelet fui consiguiendo desentrañar, eso sí con la paciencia y la constancia de un camaleón aragonés, el impresionante volumen de inversiones que movía, la cantidad exacta de propiedades que gestionaba, los nombres de los funcionarios a los que corrompía, los números de las cuentas secretas con los que trabajaba, e incluso la identidad de la mayor parte de misteriosos inversores.

También llegué a saber quiénes eran algunos de los ancianos jubilados que malvivían en cualquier asilo del mundo ignorando que figuraban como propietarios de fastuosos palacios repletos de cuadros de Picasso o de Cezanne, así como la filiación de los parados griegos cuya documentación se manipulaba como si se tratara de armadores multimillonarios.

Justo es reconocer que el curioso entramado de aquella compleja organización podría ser considerado una auténtica obra de arte en lo que se refiere a ingeniería financiera.

Lo mismo servía para aflorar dinero negro que para evadir impuestos. Y lo mismo servía para ocultar una exorbitante fortuna, que para aparentar que se tenía más de lo que en realidad se poseía.

Existían fincas duplicadas. Es decir, fincas que aparecían registradas con el mismo nombre y la misma dirección, pero en unos casos apenas valían nada, y en otros una auténtica fortuna.

La extensión de terreno solía ser la misma en ambas, y se encontraban casi siempre en términos municipales limítrofes, pero una de ellas no era más que una mísera finca rústica provista de una cochambrosa casa de campo, mientras que la otra albergaba un auténtico palacete rodeado de jardines, piscinas, cascadas e incluso pequeños campos de golf.

La razón de tal duplicidad se debía a que siendo La Riviera una zona tan accidentada, con docenas de carreteras secundarias y caminos vecinales que se perdían entre bosques y barrancos, a la hora de la verdad se podía conducir a los visitantes a una u otra según conviniera, puesto que los auténticos catastros habían sido previamente apañados.

Un trabajo de chinos. Un estudiadísimo encaje de bolillos minuciosamente diseñado. Tanto más perfecto por el hecho de que contaban con la colaboración de la mayor parte de quienes se suponía que tenían la obligación de desbaratarlo.

Pero estaba claro que mientras se continuara construyendo, invirtiendo y revalorizando terrenos, poco o nulo interés se tenía en sacar a la luz pequeñas irregularidades administrativas que no venían al caso.

Una vez más La Corrupción, aunque en esta ocasión con mayúsculas.