¿Me he referido ya a la corrupción?
Creo que sí.
Imagino que sí, puesto que en los tiempos que corren resulta muy difícil escribir tanto como creo haber escrito en estos días, sin hacer mención al peor de los males que afectan a nuestra sociedad.
Todo el mundo engaña, todo el mundo roba, todo el mundo se deja sobornar, pero también todo el mundo pretende continuar aparentando que es sincero, honrado e insobornable.
Únicamente yo acepto que he sido incendiaria, prostituta, lesbiana, drogadicta, ladrona y asesina. Aunque nadie pueda acusarme de corrupta. Corrompida tal vez, pero nunca corrupta.
¿Por qué me gusta tanto jugar con las palabras?
Tan sólo son palabras.
Los hechos; los verdaderos hechos; los dramáticos hechos se centran en los meses que necesité para procurarme una copia alterada a mi gusto de todos y cada uno de los disquetes del archivo privado de Didí Monet.
Dupliqué luego esas copias alteradas, y la mañana de un domingo de finales de mayo en que se corría el Gran Premio de Montecarlo momento en que me constaba que no quedaría un alma en ellas, penetré en las oficinas de La Croissette con toda la tranquilidad que me confería contar con un juego de llaves, desconecté las alarmas, sustituí toda la información de los ordenadores por las copias alteradas, y me volví a marchar llevándome conmigo los disquetes auténticos y el núcleo básico del archivo central.
Hice un paquete con todo ello y me lo envié a mi nombre a la lista de correos de Roma.
Cuando a última hora de la tarde Didí regresó de Montecarlo, le insinué que me apetecía jugar a la raya en la raya, a condición de que en esta ocasión fueran dos las rayas en las rayas.
¡Qué puta puedo llegar a ser cuando me lo propongo!
¡Qué redomadamente viciosa!
Casi tanto como pudiera serlo la propia Didí.
Se puso de alcohol y coca hasta las cejas y a punto estuvo de quedárseme muerta entre los brazos. Me constaba que hasta bien entrada la tarde no recuperaría la conciencia, pero desde las nueve en punto de la mañana, desde el momento mismo en que abrieron los bancos, me senté ante el teclado del ordenador personal de la vicepresidenta ejecutiva de La Maison Mantelet y comencé a emitir órdenes de traspaso.
¡Dios, la que organicé!
Prepararlo todo hasta el último detalle me había exigido meses de ímprobo trabajo y casi absoluta dedicación, pero gracias a los nuevos sistemas informáticos y a la increíble rapidez de las telecomunicaciones actuales, la ejecución física del plan apenas requirió un par de horas de esfuerzo.
Millones de dólares, francos, libras y marcos pasaron de una cuenta a otra como si fueran judías y garbanzos que estuviera trasvasando de un bote a otro en la cocina.
Mansiones que valían fortunas se quedaron momentáneamente sin dueño, mientras que otras pasaban a manos de instituciones benéficas, o a las de quienes durante años habían sido sus propietarios sin sospecharlo.
Mi cuenta de Ginebra se vio engrosada en una cantidad astronómica, pero que apenas significaba un porcentaje mínimo de lo que estaba colocando en docenas de cuentas que había abierto previamente en muy diversos paraísos fiscales a nombre de sociedades ficticias.
Fue un golpe perfecto, y a menudo pienso que cuanto aconteció aquella increíble mañana de mayo justifica toda mi vida anterior, asesinatos incluidos. El solo hecho de imaginar la cara que se les iba a quedar a docenas de hijos de puta en el momento de descubrir que sus millones habían desaparecido como si se los hubiera engullido un sumidero, me hacía saltar de gozo.
¡Dios bendito! Qué empacho de poder!
¡Y que inconciencia…!
Siempre he sabido que estoy loca, pero ese día mi locura se convirtió en auténtico frenesí. Ni siquiera me detuve a meditar en el hecho de que me estaba buscando docenas de enemigos. Y enemigos francamente peligrosos. Aunque yo sabía muy bien que ninguno de ellos llegaría a averiguar nunca quién les había jodido con tanta limpieza.
Y es que Serena Andrade estaba a punto de diluirse en el aire.
A las once de la mañana y después de haberlo dejado todo perfectamente limpio y recogido, abandoné la casa llevándome los disquetes que contenían la información válida y dejando en el baño los que ya no servían para nada, tomé un taxi que me condujo a Niza, y me embarqué en el avión de las dos de la tarde que se dirigía a Roma.
Sobre la enorme cama había dejado una escueta nota:
Me voy a casar. Te quiero. Hasta nunca.
Tenía muy clara cuál sería la reacción de Did¡ en el momento de leerla. Tras el primer momento de desesperación, optaría por echarse al cuerpo una larga raya de coca, y casi de inmediato apuraría hasta el fondo el coñac que había quedado en la copa que yo me había servido la noche antes, y que descansaba aún sobre la mesilla de noche.
Con la boca pastosa aún por la resaca, ni siquiera advertiría que su sabor no era el mismo de siempre y si lo advertía, ni tan siquiera se le pasaría por la mente la macabra idea de que antes de irme había disuelto en el coñac media docena de sus pastillas para dormir.
Drogas, alcohol y barbitúricos nunca deben mezclarse. En especial cuando tu amante te ha abandonado para casarse. Fue por ello, y a la vista de mi nota, por lo que la policía no dudó un instante a la hora de dictaminar que se trataba de un evidente caso de suicidio.
Cuando dos días más tarde Ferdinand Mantelet se dio cuenta del irremediable desastre que su desesperada vicepresidenta ejecutiva había provocado poco antes de desaparecer del mundo de los vivos, arruinando por completo a la compañía, tomó la sabia decisión de pegarse un tiro en la boca.
Las autoridades locales aterrorizadas por la pésima imagen que iban a dar al mundo con respecto a la forma en que habían permitido que funcionaran las cosas, y evitando en lo posible verse implicadas en el tremendo escándalo, optaron por echarle tierra al asunto.
Oficialmente se hizo correr la voz de que se había tratado de un desgraciado conflicto pasional entre compañeros de trabajo.
El pequeño detalle de que Ferdinand Mantelet fuera impotente y Didí Monet lesbiana carecía según ellos de relevancia. Nadie hizo la más mínima mención a la espectacular sudamericana con la que la difunta había estado compartiendo su vida durante casi un año y que al parecer había sido el factor desencadenante de tan terrible tragedia, pero es que existían pruebas irrefutables de que Serena Andrade había partido rumbo a Italia horas antes de que aquella pobre infeliz tomara tan drástica decisión.
¡Oh, el amor!
¡A qué extremos nos puede conducir una pasión desenfrenada!
Medité profundamente sobre todo ello mientras volaba sobre el Mediterráneo, y al día siguiente, a las pocas horas de haber puesto el pie en Roma me compré un Ferrari.
En ocasiones la mejor forma de pasar desapercibido es llamar la atención. Y una magnífica forma de llamar la atención es comprarte un Ferrari, usarlo una semana, viajar en el hasta Nápoles, llevarlo al taller para que le hagan una revisión rutinaria y no volver a buscarlo.
Si una estúpida turista que no duda en exhibir públicamente valiosísimas joyas y fajos de billetes deja su Ferrari en un taller de Nápoles y jamás vuelve a por él, lo más probable es que su cuerpo aparezca pronto o tarde en el fondo de la bahía.
Mientras tanto, una humilde provincianita visiblemente embarazada y que no cargaba más equipaje que una triste maleta de cartón, tomaba un discreto tren y desaparecía de Nápoles rumbo al norte.
Seguía fiel al manual de Hazihabdulatif Al-Thani.
Haz siempre lo contrario que se supone que harás.
Pasé cuatro meses en la Suiza italiana viviendo en una perdida aldea, gastando lo menos posible, y convenciendo a los cariñosos propietarios de la pensión en que me hospedaba que intentaba recuperarme de un intento de suicidio motivado por un desgraciado desengaño amoroso.