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Y es que cuando se cuenta con un currículum como el mío toda precaución es poca. Durante aquel apacible verano engordé ocho kilos y me dediqué a elegir con todo cuidado la ropa que destacara aún más dicha gordura.

Luego me corté el pelo y me lo teñí de una suave tonalidad rojiza, por lo que puedo asegurar sin miedo a equivocarme que si en esos momentos le hubiera servido un café, mi propia madre no me hubiera reconocido.

Las mujeres tenemos infinitamente más posibilidades de cambiar de apariencia que los hombres.

La muchachita sucia, sudorosa, fondona y marimacho que con la llegada de las primeras nieves abandonó Suiza rumbo al norte, nada tenía en común con la sofisticada Serena Andrade, o cualquiera de las otras personalidades por las que hubiese podido ser conocida anteriormente.

En mi fuero interno estaba íntimamente convencida de que nadie me buscaba, pero aun así quería ponérselo difícil a quien quiera que lo intentara.

Ahora, cuando el tiempo, que es el único juez fiable, ha dado ya su veredicto, reconozco que en el fondo de mi alma estaba deseando que alguien me buscara, puesto que ello me indicaría que de algún modo significaba algo para alguien.

Si la policía me seguía la pista no tendría más remedio que admirarse por mi astucia, interesándose cada vez más, para bien o para mal, por mi persona.

Pero si esa misma policía ignoraba por completo mi existencia, carecía de espectadores, y todos mis esfuerzos por despistarla no constituían más que soberanas estupideces.

Era, lo admito, un doble sentimiento difícil de explicar.

Por un lado me enorgullecía haber sido lo suficientemente astuta como para haber conseguido permanecer en el más absoluto anonimato. Por otro lado, me molestaba haber llegado tan lejos para continuar en ese mismo anonimato.

Cuando me detenía a reflexionar sobre ello tomaba conciencia de que en aquellos momentos mi peor enemigo era mi propia soberbia.

Nadie a mi edad había dejado tras de sí tantos cadáveres y había conseguido apoderarse de tanto dinero de tanta gente tan peligrosa sin dejar la más mínima huella. Eso quería decir a mi modo de ver que nadie era tan inteligente como yo. Y nadie más escurridiza. Pero únicamente yo lo sabía.

Recuerdo que una tarde ascendí hasta la cima de una enorme montaña para gritar a voz en cuello:¡Los he jodido a todos…! pero curiosamente aquella solitaria montaña por no tener ni siquiera tenía eco, y mi desesperada proclamación de victoria fue arrastrada por el viento más allá de las nubes.

Constituye una desagradable experiencia el hecho de sentarte sobre una roca en lo alto de una perdida cumbre de los Alpes, y comprender que, hagas lo que hagas y te comportes como te comportes, los únicos que te prestan atención son los espíritus de tus víctimas.

Aquellos a los que mandé ejecutar se me aparecen en sueños y me preguntan… ¿Qué te he hecho, si jamás llegamos a conocernos? ¿Qué te hicieron mi mujer, o mis hijos? ¿Qué error cometí para que mi vida se interpusiera en el camino de la libertad de tu pueblo?

No consigo responder a tales preguntas. Ni en sueños, ni mucho menos despierto. No consigo saciar la justa curiosidad de los muertos para que de ese modo puedan emprender al fin el camino que les lleve a la eternidad, y a veces temo que esa inquietante ignorancia me acompañar hasta más allá de la tumba.

Sin llegar a la altisonante desesperación que con excesiva frecuencia rezumaba el diario de Andoni El Dibujante, también yo me enfrentaba a planteamientos semejantes, e incluso creo recordar que en cierta ocasión fue el propio Andoni quien irrumpió en mis sueños, aunque se limitó a mirarme sin pronunciar palabra.

Curiosamente, de todos mis fantasmas personales, el más incordiante fue siempre a mi entender el de Didí Monet, y no por el hecho de que se tratara de la única mujer a la que ejecuté, o porque mereciera la muerte menos que los demás, sino porque a decir verdad no me satisfacía en absoluto la forma en que acabé con ella.

Fue un asesinato bastante rastrero, me duele confesarlo. Traición, sobre traición, sobre traición, y engaño final a alguien que había puesto su vida en mis manos.

¡Me amaba.¡Dios, cómo me amaba!

Y ella no tenía la culpa de que el objeto de su amor fuera una persona de su mismo sexo. Supongo que es mil veces más digno entregar tu corazón a alguien de tu propio sexo, que no tener corazón alguno que entregar.

A veces no puedo evitar preguntarme si la razón por la que primero doña Adela y más tarde Didí se volvieron tan locas por mí, se debe a que mi personalidad ofrece un fuerte componente masculino que yo misma ignoro. Si en demasiadas cosas no me comporto como mujer, pero poseo no obstante un hermoso cuerpo de mujer, resulta en cierta forma comprensible que alguien a quien le atraiga físicamente un cuerpo de mujer pero que continúe siendo pese a ello profundamente femenina, se sienta doblemente atraída por mí.

¡Curioso!

¡Muy curioso!

Cuando lleve muchos años aquí encerrada habré conseguido desarrollar un sinfín de seudoteorías freudianas bajo las que enterrar todos mis cadáveres en un inútil intento de que no continúen atormentándome, pero lo cierto es que sé que seguirán ahí, hediendo a muerte, hasta que yo misma me pudra.

Lo peor que tiene el hecho de elegir la soledad como forma de vida, se centra en la evidencia de que no cuentas con más compañía que recuerdos y pensamientos que a la larga se suelen hacer m s repetitivos y obsesionantes que la más charlatana de las suegras.

A los viejos les gusta contar una y otra vez la misma historia, y en eso la conciencia se comporta como un anciano insoportable y machacón, ya que cada mañana me despierta con la misma cantinela con que arrulló mis sueños la noche antes.

Elegí una vez m s la soledad como forma de castigo, pero ni tan siquiera aquellos interminables y aburridos meses que pasé a modo de penitencia en un perdido rincón de los Alpes bastaron para hacerme cambiar de actitud con el fin de replantearme mi futuro.

Había conseguido enriquecerme de la forma más absurda que nadie hubiera imaginado nunca: robando a ladrones y asesinando a asesinos, pero el hecho de ser dueña de una fabulosa fortuna no me producía la menor impresión.

Necesito saber que dispongo de dinero para gastar, pero no necesito saberme rica. Son dos conceptos a mi modo de ver muy diferentes, y que por suerte me alejan del más indigno, abominable y rastrero de los pecados: la avaricia.

Aborrezco a la gente avariciosa.

En cierto modo son como los anoréxicos que a pesar de tomar conciencia de que su estúpida actitud a nada conduce, no consiguen evitar seguir acaparando m s riquezas de las que nunca podrán gastar, hasta que al fin su desesperada ansia de posesión les precipita al abismo.

¿Cuántos políticos, cuántos banqueros, cuántos empresarios o cuántos traficantes de drogas he conocido en estos años que encontrándose ya en la cumbre, continuaban robando y especulando como poseídos de una enfermedad incurable?

¿Cuántos Craxi, Roldán, Conde o Escobar?

Yo puedo haberme emborrachado de soledad, odio y deseos de venganza, pero nunca de avaricia.

Y es que un asesino tal vez alcance a consumir toda la soledad, el odio o la sed de venganza que sea capaz de generar, pero un banquero ladrón o un político corrupto jamás conseguirá consumir todas las riquezas que haya sido capaz de amasar.

Triste es saber que vas a pasar el resto de tu vida en la cárcel por haber matado a aquellos que creías que merecían la muerte, pero mucho más triste debe ser pasarse el resto de la vida en la cárcel por haber enviado a los sótanos de un banco sacos de billetes, o por el dudoso placer de haberte comprado un yate excesivamente grande.

Eran hermanos, portugueses, niño y niña de tres y cuatro años, siempre sucios, siempre hambrientos, siempre muertos de frío. La madre, borracha a todas horas, los mantenía en la calle hasta altas horas de la noche mendigando unas monedas que en cuanto caían en sus manos acababan indefectiblemente en el mostrador de una apestosa taberna, y tras espiar a la infeliz familia durante cinco días, senté a la mujeruca en un parque y le hice una generosa oferta.