Me llevaría a los niños al campo, cuidaría de ellos como si fueran míos, les proporcionaría cuanto pudieran necesitar, y le pagaría una cura de desintoxicación en el mejor centro privado de Francia.
En cuanto me convenciera de que había dejado de beber le devolvería a sus hijos y le entregaría medio millón de francos con los que rehacer su vida en su Alentejo natal.
Me miró como si estuviera loca, pero cuando le puse en la mano diez mil francos para que se instalara en una pensión, bañara a los niños y les comprara ropa, se lo pensó mejor.
Tres días más tarde volvimos a reunirnos en el parque. Era una buena mujer, y cuando se encontraba sobria, una cariñosa madre que comprendía muy bien que por el camino que llevaba, cualquier día la policía le arrebataría a sus hijos para ingresarlos definitivamente en una institución pública.
— ¿Cómo sé que no trata de robármelos? — inquirió.
— No puede saberlo — repliqué-. Pero si fuera esa mi intención me los habría llevado durante las horas que duerme la mona. Y si no lo hago yo, cualquier pederasta lo hará el día menos pensado.
— ¿Podré verlos?
— Cada quince días.
Conseguí plaza en una excelente clínica privada de Burdeos, y me instalé con los niños a menos de una hora de camino, en una minúscula granja al sur de Agen relativamente cerca de Biarritz y la frontera.
A los ojos de todos no era más que una pobre inmigrante que se ocultaba como buenamente podía de un marido brutal que había jurado arrebatarle a sus hijos.
Me las arreglaba para sobrevivir con el dinero que me enviaban mis padres, me desplazaba en un cochambroso utilitario que se caía a pedazos, vendía los productos del huerto y no le hacía ascos a aceptar algún trabajo que no me alejara de casa, pero a los niños no les faltaba de nada.
No obstante, y pese a que en apariencia jamás abandonaba la comarca, al mes de haberme establecido en Agen una potente motocicleta se detuvo una noche frente a un bar de Bayona y su ocupante, cubierto con un mono y un casco oscuro, abatió de un único y certero disparo al propietario, un exiliado vasco que estaba echando el cierre a su local en ese justo momento.
Ignacio pretende hacerme creer que se mantiene neutral en su retiro de Bayona, pero me consta que de él parten consignas que suelen desembocar en acciones violentas. Debería haberle parado los pies hace tiempo porque tengo la impresión de que aspira a quitarme de en medio para poder manejar los hilos en la sombra.
Quizá sea ya demasiado tarde.
El Dibujante no había conseguido pararle los pies al tal Ignacio en su momento, pero tal vez ahora, donde quiera que se encontrase, me estaría agradeciendo que tuvieran que sacarle de su bar con los pies por delante.
Creo haber mencionado ya que el diario y los documentos que El Dibujante tan celosamente conservaba en una maleta metálica oculta en lo más profundo de la caja de anclas de su vetusto velero, constituían un fabuloso e inapreciable tesoro.
Tanto más fabuloso e inapreciable cuanto más interesado se estuviera en hacerle daño a la organización terrorista que con tanta minuciosidad había diseñado y con tanto esmero describía.
Y yo lo estaba.
Seguía estándolo ya que ni siquiera el magnífico triunfo que había significado conseguir que uno de sus principales administradores se hubiera pegado un tiro en la boca al tiempo que una parte muy importante de su tesorería se esfumaba, me bastaba.
A mí nada me bastaba.
Y no me bastaba porque el odio que un día pudiera haber sentido hacia aquellos que habían asesinado a mi padre ya ni siquiera existía.
Lo aceptara o no, había pasado tiempo atrás al olvido. Y tampoco me bastaba porque sabía que lo único que me producía algún placer en esta vida era continuar demostrándome a mí misma que era más fría, más cruel y más astuta que el resto de la gente. Pese a que en realidad me causara daño saberlo.
¡Cuánto hubiera dado por unas gotas de rencor que me sirvieran para mitigar la sinrazón de mis crímenes!
O por un ideal tan equivocado como el de aquellos a quienes asesinaba, pero que hubiera significado al menos un ideal tras el que parapetarme.
Era peor que ellos.
¡Infinitamente peor!
Nunca conseguir‚ entender las razones por las que alguien es capaz de colocar una bomba que destrozar a seres inocentes, ni entenderé tampoco qué pensarán de sí mismos cuando comprueban que han dejado sin piernas a una dulce muchachita que ya nunca podrá conocer lo que es el amor o tener hijos.
Es algo que aún se escapa a mi capacidad de comprensión, pese a que me consta que quienes colocan esas bombas continúan convencidos de que les asiste la razón.
¡Benditos sean por creer!
¡Y mil veces malditos por creer en lo que creen!
¡Pero creen!
En algo a todas luces irracional, pero creen.
Yo por aquel entonces hacía tiempo ya que no creía absolutamente en nada más que en la excitación que me producía el hecho de buscar, espiar, estudiar, acosar y aniquilar a un ser humano.
Ejecutaba a mis víctimas, regresaba a toda velocidad en mitad de la noche, ocultaba la moto en un granero abandonado, trepaba a un cochambroso utilitario cargado de huevos, zanahorias y lechugas, y ponía rumbo a la granja de Agen donde volvía a convertirme en una pobre mujeruca ignorante y asustada que tan sólo se preocupaba de sus hijos.
Jugaba a su mismo juego.
Yo sabía muy bien que un buen número de comandos se ocultaban en no más de quinientos kilómetros alrededor, y que de allí partían con el fin de cometer sus atentados al otro lado de la frontera, para regresar de inmediato a sus seguros refugios.
Me limitaba a imitarles.
Lo que es igual no es trampa.
Si te disfrazas, me disfrazo.
Si mientes, miento.
Si asesinas, te asesino.
Y estaba íntimamente convencida de que como asesina era más limpia, más eficiente y más aséptica que ellos.
Jamás se me escapó un tiro equivocado. Jamás le hice el m s mínimo daño a un inocente. Jamás rocé siquiera a un transeúnte. Era buena. Muy buena. Como siempre… La mejor en mi oficio.
La prueba está en que no consiguieron atraparme hasta que decidí permitir que me atraparan, porque la noche en que le prendí fuego al charco de gasolina a espaldas del Teatro Real podía muy bien haber aprovechado la confusión para salir corriendo sin que aquel par de atontados barrenderos hubieran intentado siquiera detenerme.
Era la mejor, repito, pero convencerse de que eres la mejor en algo entraña el peligro de que cuando te cansas de ser la mejor, la vida pierde todo su interés.
Llegó un momento en que me limitaba a pegarle un tiro a un infeliz para regresar a casa y sentarme a leer o a ver jugar a unos niños que a pesar de cuanto hacía por ellos seguían mirándome como a una extraña.
Nunca aprendieron a quererme.
Me respetaban, pero pese a todo el cariño y la atención que les ofreciera, tan sólo pensaban en la sucia borracha que les había obligado a mendigar y a pasar hambre y frío.
¿Cómo se entiende?
¿Es la voz de la sangre, o es que el amor ha sido siempre un sentimiento incontrolable desde la más tierna infancia?
Con el tiempo llegué a la conclusión de que lo que en verdad ocurría era que en lo m s profundo de su corazón aquellas inocentes criaturas presentían que su borracha madre realmente los amaba y los necesitaba, mientras que yo, pese a que me cuidara de ellos tan sólo los utilizaba para mis fines particulares.