¿Instinto?
Posiblemente, ya que en los niños el instinto siempre tiende a ser, por lógica, mucho más poderoso que la razón, y a menudo tenía la sensación de que, por muy cariñosa que me mostrara, les asustaba.
¿Acaso olían la muerte?
¿Es posible que cada vez que regresaba de ejecutar a alguien percibieran que había algo nauseabundo en mí que les obligaba a rechazarme?
Nunca he podido saberlo, pero lo que sí sé es que los días que acudíamos a la clínica se abrazaban a su madre, la acariciaban, se sentaban en su regazo y se mantenían aferrados a su mano como si se tratara de la única tabla de salvación en mitad de un océano tempestuoso.
Qué extraño puede llegar a ser el ser humano. Mi resentimiento contra la sociedad probablemente hunda sus raíces en los años en los que me expulsaron del paraíso que significaba vivir en una preciosa casa en el campo para condenarme a pedir limosna en compañía de mis hermanos. Sin embargo, para aquel par de mocosos acosar a los transeúntes con el fin de conseguir unas monedas con las que su madre pudiera emborracharse parecía constituir un destino infinitamente mejor que vivir en una encantadora granja rodeados de patos y gallinas.
Acción, reacción.
Idénticos estímulos provocan diferentes respuestas, y a estas alturas ya no me siento con capacidad de discernir cuál es la adecuada. Estoy convencida de que en lo más profundo de mi alma envidiaba a aquel despojo humano por el hecho de que dos criaturas demostraran necesitarla tanto como la necesitaban, mientras que a mí nadie me ha necesitado nunca.
Cuando llegaba el momento de abandonar la clínica los niños lloraban, seguían haciéndolo durante todo el viaje de regreso, y esa noche los sorprendía durmiendo juntos, fuertemente abrazados, como si cada uno de ellos buscara en el otro el calor de su madre.
Un hijo tal vez hubiera cambiado mi vida.
¡Tal vez!
Aunque para cambiar de vida lo primero que se necesita son sinceros deseos de cambiar, y no era ‚se mi caso pese a que mi guerra con ETA no tenía ya razón de ser.
Por muchas derrotas que continuara infligiéndole y muchos de sus afiliados que continuara asesinando sin motivo, las mayores derrotas llegaban de su propio entorno, y lo único que cabía hacer ya era confiar en que sus raíces se pudrieran de la misma manera que se habían echado a perder sus frutos y se habían desgajado la mayor parte de las ramas.
Su ideología había muerto tiempo atrás aunque ellos aún no se hubieran dado cuenta. El término ideología proviene sin duda de idea, pero resulta evidente que existe un gigantesco abismo entre la libertad de las ideas y la tiranía de las ideologías.
Todo ser humano debe tener derecho a defender sus ideas, pero cuando se une a otros para intentar imponerlas por la fuerza, se convierte en un fascista y los fascistas carecen de derechos.
Hacía semanas que la sorda ira y el profundo resentimiento contra aquellos a los que siempre había culpado de la muerte de Sebastián estaba dejando paso a la apatía y la desidia, pero ni por un momento me plante‚ la posibilidad de abandonar la lucha e intentar organizarme una vida más o menos normal.
Lo que en realidad andaba buscando eran nuevos enemigos. Nuevas víctimas para ser más exactos.
Necesitaba una droga más dura, como el yonqui al que la cocaína ya no le hace efecto y decide pasarse a la heroína. Quien escala los Pirineos aspira a escalar los Andes, y quien corona los Andes sueña con conquistar el Himalaya.
No pretendo que nadie acepte que dejar a un ser humano tendido sobre la acera con un tiro en la cabeza pueda ser considerado una especie de sofisticado deporte, pero admito que en el fondo era el único que me gustaba practicar.
A la vista de ello, debo admitir de igual modo, que o soy una especie de aborto de la naturaleza, o estoy rematadamente loca. En las malas películas los malvados se enfurecen cuando alguien les llama locos.
Yo no. No me enfurezco puesto que me consta que la locura no es m s que un desarreglo cerebral capaz de conseguir que una muchacha joven, atractiva y en aquellos momentos asquerosamente rica, eligiese seguir siendo una especie de víbora que se ocultaba en el fango y emponzoñaba a cuantos se ponían a su alcance.
Fue justamente entonces, como si el destino llevara años preparándolo, cuando saltó la noticia de que acababan de secuestrar a un poderoso empresario alemán, y que la policía sospechaba que quien se encontraba detrás del secuestro no era otro que el temible Martell.
¡Martell!
¡El Gran Martell!
El mismo Martell que figuraba en los archivos de Didí Monet y en el diario de Andoni El Dibujante.
Pero ¿quién era aquel misterioso personaje?
Nadie parecía tener una respuesta exacta a tal pregunta, aunque la mayor parte de los periódicos aseguraban que se trataba de un astuto terrorista del que se ignoraba la nacionalidad, la ideología e incluso la edad o el aspecto físico.
Por lo visto no respondía al perfil de un mercenario, pero tampoco se ajustaba al perfil del violento que lucha por una causa perdida.
Aparecía de improviso en escena como un brillante cometa que surcara de tanto en tanto el firmamento opacando a las mayores estrellas, para desaparecer de inmediato en ese mismo firmamento como si se hubiera transformado en un gigantesco agujero negro.
Acudí de inmediato al diario de tapas de hule.
A veces me asalta la sospecha de que Xangurro se ha vendido a Martell, pero ésa es una acusación tan grave, que tanto si fuera cierta como si resultara falsa, me costaría la vida.
¿Qué extraño poder tenía aquel hombre, que incluso atemorizaba a alguien tan difícil de asustar como Andoni El Dibujante?
Fuera cual fuera dicho poder debía encontrarse en franca decadencia, puesto que yo había procurado que sufriera una considerable pérdida económica por el sencillo procedimiento de cambiar sus números de cuenta en un ordenador.
Hazihabdulatif aseguraba que un terrorista arruinado se convierte en una presa fácil para unos carroñeros que siempre parecen estar al acecho de una posible recompensa, y probablemente Martell se encontraba en aquellos momentos comiéndose un cable.
Comerse un cable es una de las expresiones venezolanas que más me divierten puesto que expresan de modo muy gráfico que cuando el hambre arrecia comerse un cable o la suela de un zapato en el caso de Charlot- constituye la última esperanza de supervivencia.
Si pretendía sobrevivir en el agitado mundo en que se desenvolvía, Martell necesitaba rehacer su tesorería, y para conseguirlo recurría a la desesperada solución de secuestrar a un hombre demasiado influyente y poderoso.
Un riesgo a todas luces excesivo incluso para alguien en apariencia tan inteligente como él.
Aquél era el reto que yo llevaba años esperando.
Si en verdad era tan buena como aseguraba, había llegado el momento de demostrármelo a mí misma.
Aquel que ama el peligro, perecer en él.
Allí, en algún lugar desconocido se encontraba la cumbre más alta del Himalaya y decidí que tenía que encontrarla y coronarla.
Primer paso: llegar hasta Martell. Y para llegar hasta Martell tan sólo existía a mi entender un camino: Xangurro.
Jacinto Piñeiro, alias Xangurro, aquel de quien Andoni El Dibujante desconfiaba, se había establecido años atrás en Lyon, donde regentaba un próspero negocio de compraventa de maquinaria agrícola y para estar a tono se había casado con una especie de vaca holandesa con la que tenía tres hijos que más bien parecían los tres cerditos del cuento.
Era un hombre inmenso, con una inmensa barriga y una inmensa papada, manos inmensas e inmensos zapatones del tamaño de lanchas de desembarco.
Cuando me acomodé al otro lado de su inmensa mesa de despacho, me observó con sorpresa puesto que sin duda aguardaba la visita de una zafia aldeana que tal vez tenía la intención de adquirir una cosechadora de segunda mano, y se enfrentaba a una elegantísima señorita vestida y calzada a la última moda.