— ¿En qué puedo servirle? — quiso saber.
— Verá… -repliqué yendo directamente al grano-. Tengo un grave problema: unos amigos míos se introdujeron hace algún tiempo en una red informática que no les pertenecía, y se dedicaron a la poco edificante tarea de cambiar de lugar cuentas cifradas. El resultado fue, lógicamente, el caos. Pero dentro de ese caos existe un cierto orden, y ahora resulta que mis amigos saben dónde se encuentran enormes cantidades de dinero y documentos que acreditan la propiedad de determinadas mansiones sumamente valiosas, pero no pueden acceder a ellas sin contar con la colaboración de sus legítimos propietarios.
— ¿Me está queriendo decir que robaron algo que no pueden tocar? — quiso saber el desconcertado gordinflón.
— En parte sí y en parte no — reconocí-. Digamos que lo han colocado en un lugar en el que no beneficia a nadie. No obstante, poco a poco han ido llegando a acuerdos puntuales con los titulares legales de dichos bienes, a cambio de quedarse con un módico porcentaje de lo que consiguen recuperar.
— ¿Y a eso cómo habría que llamarlo? ¿Robo o chantaje?
— Colaboración más bien, puesto que a decir verdad la procedencia de la mayor parte de ese dinero no era del todo ortodoxa, y ya se sabe ese dicho de que… quien roba a un ladrón.
— ¡Bien! — pareció impacientarse-. Entiendo su problema, pero lo que no entiendo es qué pinto yo en todo esto.
— Verá… -señalé exhibiendo la más cautivadora y cándida de mis sonrisas-. La cuestión estriba en que mis amigos han conseguido localizar a la práctica totalidad de los titulares de ese dinero, excepto a uno al que le cambiaron de lugar unos trescientos millones de francos.
— Trescientos millones de francos! — repitió asombrado-.¡No es posible!
— Lo es — insistí-. Y eso calculando por lo bajo me incliné hacia adelante-. Mis amigos estarían dispuestos a entregarle un diez por ciento de esa suma a quien nos pusiera en contacto con dicho personaje. Y nos han asegurado que usted es el único capaz de conseguirlo.
— ¿Yo? — inquirió perplejo-. ¿Y por qué yo?
— Porque usted le conoce… — hice una corta pausa-. Se llama Martell.
Su abotargado rostro se contrajo, un relámpago de temor cruzó por sus ojos y casi de inmediato protestó:
— ¿Martell? No conozco ningún Martell.
Al menos ninguno que pueda disponer de tan astronómica cifra. Me temo que les han informado mal.
— ¡Lástima! — puntualicé-. En ese caso perder la oportunidad de embolsarse treinta millones de francos. Y mis amigos cien.
— Sí que es una lástima! — reconoció contrito-.
Pero ¿qué puedo hacer?
— En ese caso no le molesto más… — añadí al tiempo que me ponía en pie decidida a marcharme-. Pero le llamar‚ dentro de unos días, por si se le refresca la memoria.
Me encaminé a la puerta, y ya junto a ella me volví con el fin de dirigirle una última sonrisa:
— ¡Por cierto! — señalé-. Si alguien le pregunta, puede decirle que todo este asunto está relacionado con la inesperada quiebra de La Maison Mantelet y el sorprendente suicidio de dos de sus directivos.
Cerré a mis espaldas imagino que dejándole meditabundo, y cuando diez días más tarde le telefoneé, su voz sonaba muy diferente.
— ¿Consiguió hacer memoria? — quise saber.
— Lo conseguí — admitió.
— ¿Cree que mis amigos podrían llegar a un acuerdo? — inquirí.
— Espero que sí.
— Recuerde que tan sólo trataremos directamente con el titular. Nada de intermediarios.
— ¿Quién se entrevistar con él? — inquirió interesado.
-Únicamente yo — repliqué-. ¿Podrá arreglarlo?
— Por supuesto.
— En ese caso, decida dónde y cuándo. -concluí-. Volveré a llamarle.
Colgué y no pude por menos que lanzar un profundo suspiro:
Había avanzado un peón, y mi enemigo había respondido avanzando el suyo.
SEXTA PARTE
Las cenizas
¿Qué era lo que buscaba exactamente a la hora de enfrentarme a un hombre tan peligroso como parecía ser el tal Martell?
¿Qué ganaba con encontrarle, si es que conseguía localizarle?
Si mi lucha venía motivada por mi resentimiento contra ETA — a la que directa o indirectamente culpaba de la muerte de Sebastián- a tenor de lo que El Dibujante había dejado escrito en su diario — quienquiera que fuese Martell- nada pintaba en aquel asunto.
A veces me asalta la sospecha de que Xangurro se ha vendido a Martell, pero ésa es una acusación tan grave, que tanto si fuera cierta como si fuera falsa, me costaría la vida.
Si ETA y Martell no eran, según cabía interpretar de las palabras de El Dibujante, aliados, sino en cierto modo rivales, lo lógico — si algo de cuanto he hecho a lo largo de mi vida estuviese dotado de una cierta lógica- hubiera sido que mis simpatías se inclinasen del lado de Martell.
Los enemigos de mis enemigos, son mis amigos.
No obstante, estaba decidida a embarcarme en la incalificable aventura de localizar y destruir a alguien que nada tenía que ver conmigo, por el simple y ridículo placer de demostrarme a mí misma que era capaz de triunfar allí donde tantos habían fracasado.
En cierto modo Martell era un mito. Pero un mito impreciso, a mitad de camino entre el terrorista internacional sin una ideología o una bandera concreta, y el vulgar delincuente que lo mismo atraca un banco, que trafica con armas o secuestra a un empresario.
Y que, curiosamente, aborrecía a los narcotraficantes.
Quizá fuera esta última faceta de su personalidad lo que había contribuido a crear tan confusa aureola mitológica, puesto que resulta cuanto menos desconcertante, que en los tiempos en que vivimos alguien implicado en el mundo de la delincuencia no se encuentre al propio tiempo ligado al mundo de las drogas.
Al paso que vamos llegar un momento en que ser el petróleo el que mueva las m quinas y la droga la que mueva a los hombres. Como una mancha de aceite el vicio se extiende sin que ni gobiernos ni particulares consigan detener su progresión, y alguna que otra vez me he preguntado qué ocurrir cuando llegue el momento en que nadie sea capaz de tomar una determinación sin tener que recurrir de antemano a una esnifada.
Confío en no vivir para verlo. Adoro sentirme dueña de mi voluntad pese a que admita que sea esa voluntad la que me arrastra a cometer tantísimos errores. Perseguir a Martell fue sin duda alguna el mayor de todos ellos. Y el que me obligaría a pagar por cuantos había cometido con anterioridad.
El día que decidí volver a llamarle, Xangurro parecía estar aguardando al otro lado del hilo telefónico, puesto que de inmediato quiso saber si me encontraba en disposición de trasladarme a Montecarlo.
— ¿Montecarlo? — me sorprendí-. ¿Y por qué Montecarlo?
— ¿Y por qué no? — replicó-. Allí encontrará a la persona que busca.
No me entusiasmaba la idea de regresar a una Costa Azul en la que había pasado demasiado tiempo y en la que había dejado un amargo sabor de boca a muchísima gente, pero llegué a la conclusión de que mi peor enemigo se encontraba siempre allí donde quiera que fuese, puesto que mi peor enemigo era evidentemente yo misma.
— De acuerdo — admití de mala gana-. Le llamaré en cuanto me haya establecido en Montecarlo.
Pasé toda una noche meditando sobre cómo pasar desapercibida en Montecarlo, y una vez más llegué a la conclusión de que la forma ideal de pasar desapercibida era llamar lo más posible la atención.
Al día siguiente telefoneé a la mejor agencia de modelos francesa para rogarles que enviaran al Gran Hotel de París, en Mónaco, a quince muchachas de unos treinta años, morenas, de cabello largo, ojos oscuros y distintas nacionalidades con el fin de seleccionar a cuatro, ya que un buen cliente tenía la intención de filmar un sorprendente spot publicitario.