Naturalmente no había ninguno, y a su regreso nos tomamos tranquilamente un coñac, charlamos otro rato, y como nadie hacía acto de presencia emprendimos el regreso al hotel.
A mitad de camino le supliqué que me comprara un gran ramo de flores y una enorme caja de bombones puesto que una compañera cumplía años ese mismo día. También le pedí que me trajera revistas de modas. Mientras se encontraba en la floristería, realicé una llamada telefónica a la que nadie respondió.
Poco después hice mi entrada triunfal en el hotel portando un enorme ramo de rosas y seguida por un impecable chofer uniformado.
No aceptó propinas.
Era de esperar.
En cuanto subí a mi habitación puse en marcha una grabadora que suelo llevar conmigo y en la que puedo reproducir una gran variedad de sonidos de ambiente.
Era otra enseñanza de Hazihabdulatif.
Sonidos de ambiente que obligan a pensar en una calle con mucho tráfico, un aeropuerto, un estadio o una fábrica con ruido de máquinas al fondo, y que ayudan a confundir a quien se encuentra al otro lado de la línea, especialmente si has llamado tú o te han llamado a un móvil.
Y yo estaba esperando una llamada al móvil.
No tardó ni diez minutos.
— ¿Cómo es que no ha acudido a la cita? — fue lo primero que quiso saber la distorsionada voz del día anterior.
— Consideré que no era prudente — repliqué en idéntico tono-. Y tenía que venir a recoger a un amigo al aeropuerto.
— ¿Aeropuerto…? -se sorprendió-. ¿Pretende hacerme creer que está en Niza?
— Exactamente! ¿Qué tal la chica?
— No lo sé — replicó en el acto-. Tampoco yo acudí a la cita.
— Pues nos podemos pasar así la vida — hice una pausa para que pudiera percibir con toda claridad que de mi grabadora surgía una voz avisando que un vuelo de Air France estaba a punto de partir hacia Londres-. ¿Se le ocurre algo? — inquirí al fin.
— ¿Le parece bien mañana a la misma hora?
— Es posible.
— Le enviaré un coche.
— De acuerdo.
El mismo coche y el mismo chofer, que mostró evidente sorpresa al verme.
— ¿Y eso? — quiso saber.
— ¿Qué quiere que le diga? — repliqué-. ¿Vamos al mismo sitio?
— Esas son mis órdenes.
— Por lo menos comeremos bien.
No abrió la boca durante todo el trayecto, y cuando se disponía a dejarme en la puerta del restaurante le pedí que entrara conmigo.
Tomamos asiento en la misma mesa, y tras observarle unos instantes, señalé:
— ¿No cree que ha llegado el momento de que nos dejemos de tonterías? Este juego empieza a resultar estúpido.
— No sé a qué se refiere — replicó un tanto desconcertado.
— A que ayer cometió demasiados errores — aventuré en tono de fastidio-. El primero, telefonear a mi móvil esperando que lo cogiera, lo cual le confirmaría que efectivamente era la persona que debía ser. Supongo que me estaría observando. No lo cogí, pero usted no tuvo en cuenta que mi móvil registró el número desde el que me llamaba. Primer error — fue a decir algo, protestar, sin duda; pero le interrumpí con un gesto-. Luego, cuando le pedí que me comprara flores, aproveché para llamar a ese mismo número. Lógicamente nadie respondió puesto que usted estaba en la floristería, pero un teléfono se cansó de repicar en el interior de la guantera del coche. Segundo y grave error. Al poco de dejarme en el hotel me llamó distorsionando la voz, pero usando el mismo teléfono según pude constatar en el mío. Tercer error que me demuestra que, o es usted Martell en persona, o está muy cerca de serlo.
Tardó en responder.
Y tardó porque resultaba evidente que estaba tratando de asimilar cuanto acababa de decirle y que le dejaba en evidencia.
Que una pobre muchacha; una estúpida aprendiz de modelo que al parecer tan sólo aspiraba a ganarse doscientos mil francos haciendo un anuncio hubiera sido capaz de hacer caer en semejante trampa a El Gran Martell, le dejaba momentáneamente descolocado y a todas luces perplejo.
Lanzó una ojeada a su alrededor y tuve la extraña sensación de que todos sus músculos se tensaban.
En cuestión de segundos parecía haberse transformado, como si de pronto se hubiese convertido en un animal acorralado pero dispuesto a buscar una salida a toda costa.
Le coloqué amistosamente la mano sobre el antebrazo en un evidente esfuerzo por tranquilizarle:
— No se inquiete! — supliqué-. Nadie más lo sabe. Esta no es más que una simple cuestión de negocios.
— ¿Y si ya no me interesaran los negocios? — inquirió roncamente-. ¿Qué ocurriría si me limitara a pegarle un tiro?
— Que estaría cometiendo el último y más irremediable de sus errores — repliqué procurando conservar la calma-. Como comprender, no me he arriesgado a contarle lo que sé sin tomar precauciones. Ayer, cuando le pedí que telefoneara al hotel, aproveché para guardarme su copa de vino, con lo que ahora tengo una muestra de sus huellas dactilares. Y en el momento en que penetramos en el hotel yo me cubría la cara con un enorme ramo de flores, pero el chofer que me seguía tan sólo cargaba revistas y bombones, con lo que en el vídeo de seguridad se le distingue perfectamente — sonreí de nuevo con malévola picardía. Lo sé porque anoche me apoderé de ese vídeo, del que ya me he procurado varias copias.
Se quedó lívido.
— Es usted condenadamente lista — masculló al fin-. Una de las criaturas más astutas con que me haya tropezado. ¿Qué piensa hacer con esas pruebas? ¿Chantajearme?
— En absoluto! — le hice notar-. No es mi estilo, y tan sólo constituyen una especie de escudo de protección. Mientras siga con vida, esas pruebas permanecer n a buen recaudo. Pero el día que algo me ocurra, todas las policías del mundo tendrán sus huellas y su imagen.
— ¿Así de fácil?
— Así de fácil
— ¿Y quién me lo garantiza?
— Yo.
— Supongamos por un momento que confío en usted pero.
— Es que no le queda otro remedio — le interrumpí.
— Eso aparte — aceptó-. Pero ¿quién me garantiza que el depositario de dicha información no podrá sentirse tentado de entregarla sin su consentimiento? Corro el peligro de que cuando menos lo espere su cómplice nos traicione a los dos.
— Eso nunca podrá ocurrir — le hice notar-.
Siempre actúo sola aunque me protejo enviándome a oficinas postales de distintas ciudades cartas que contienen dicha información. Mientras yo acuda personalmente a recogerlas para reenviarlas a otra ciudad, todo funcionará a la perfección.
— ¿Y qué ocurrirá si un día no acude?
— Que a las dos semanas, se las devolverán al remitente.
— Pero el remitente es usted misma… — puntualizó desconcertado.
— No. El remitente que figura en la parte posterior del sobre es el ministro del Interior de un determinado país — abrí las manos como si con eso diera por concluida la explicación-: Seis sobres, seis ministros diferentes.
— No joda!
— No pretendo joder mientras- no me jodan a mí.
— ¿Pretende decir con eso que a partir de este momento mi seguridad depende de la suya, por lo que me tengo que convertir en algo así como un ángel de la guarda?
— Sería una forma de entenderlo.
— ¿Y qué hay de mi dinero? ¿Realmente sabe cómo recuperarlo?
— Lo sé — admití-. Y estoy dispuesta a llegar a un acuerdo.
Aprovechó la ocasión que le ofrecía la presencia del camarero para meditar sobre cuanto habíamos hablado, y cuando nos quedamos de nuevo a solas, inquirió con sincera curiosidad:
— ¿Quién eres realmente?
— Eso nunca lo sabrás — repliqué tuteándole a mi vez-. Casi podría asegurarte que ni siquiera yo lo sé.