— ¿Y para quién trabajas?
-Únicamente para mí.
— ¿No imaginarás que voy a creerme que actuaste sola en el caso Mantelet? — Ante mi mudo gesto de asentimiento inquirió asombrado-.
¿Cómo lo hiciste?
— Su vicepresidenta, Didí Monet, se volvió loca por mí. Y cuando una lesbiana pierde la cabeza, lo pierde todo.
— ¿Eres lesbiana?
— Sólo cuando me conviene.
— No creo que me dejara dar por el culo por mucho que pudiera convenirme — señaló agitando la cabeza-. Y creo que eres la persona más desconcertante que he conocido en mi vida.
— Por eso te tengo atrapado — le hice notar-. ¿Sabes? — añadí-. Tu dinero no me importa. Tengo demasiado. Lo único que pretendía era vencerte en tu propio terreno.
— ¿Por qué?
— No lo sé.
— ¿Cómo que no lo sabes? — se asombró-. Alguna razón habrá.
— Es como uno de esos videojuegos de los niños. Vas ganando puntos y cada vez quieres más puntos, pero para conseguirlos no te queda más remedio que aumentar el grado de dificultad.
Resultaba evidente que cuanto estaba escuchando rompía todos sus esquemas, por lo que lanzó una especie de sonoro resoplido que pretendía mostrar la magnitud de su frustración.
— He tenido una vida muy difícil — masculló entre dientes-. He matado a docenas, tal vez centenares de personas; todas las policías del mundo desearían saber quién soy para meterme una bala en la cabeza, y tú me consideras algo así como la partida final de un videojuego. No puedo creerlo!
— Siento lastimar tu ego pero así es, aunque si quieres que te diga la verdad en este momento no me siento orgullosa por ello. Si miro hacia atrás para ver qué extraño ha sido el camino que me ha traído hasta aquí, comprendo que hubiera preferido continuar siendo una pobre niña que lo único que deseaba era que su padre la llevara a bañarse al río cada verano — le miré de frente, a los ojos-. ¿Qué hubieras deseado ser?
Tardó en responder, aunque llegué a pensar que no lo haría nunca. Por último, tras sostener largo rato mi mirada, replicó:
— Hubiera querido ser un buen marido y un buen padre, pero no lo fui. Arrastré conmigo a mi mujer hasta que un día la maté de una sobredosis. Tenía veintidós años y estaba embarazada.
— ¿Y por eso te vengas en los demás? — quise saber-. ¿Qué culpa tienen?
— Toda — afirmó convencido-. Una sociedad que permite que la droga arruine vidas como la mía, es una sociedad enferma, y hay que cambiarla.
— Te bastaba con decir no.
— Es un bonito eslogan, pero no me enseñaron a decir no. Al menos no me enseñaron lo suficiente, y cuando me encontré con el cadáver de mi mujer entre los brazos tuve que bajar a los infiernos. Fueron años de lucha, pero cuando al final conseguí recuperarme sin ayuda de nadie juré que me vengaría.
— ¿Y por eso te convertiste en terrorista? — inquirí incrédula-.¡Qué estupidez!
— Si no estar de acuerdo con el sistema es ser terrorista, admito que soy terrorista puesto que no puedo estar de acuerdo con un sistema que se gasta millones en luchar contra un hipotético enemigo exterior, cuando lo que debería hacer es emplear ese dinero en combatir al auténtico enemigo interior que está minando sus cimientos — dejó de mirarme a los ojos para clavar la vista en el horizonte-. Nuestras democracias dedican más presupuestos a un solo tanque o a un avión de combate, que a la lucha antidroga, y debido a ello, murieron mi mujer y mi hijo.
— No puedes culpar a los gobiernos por tu debilidad.
— Yo entonces era débil y mi país tenía la obligación de defenderme de aquellos que podían hacerme daño, y que estaban allí, en casa, en el mismísimo claustro de la universidad, no al otro lado de las fronteras. Pero se obtiene más comisión por la venta de un avión, que por recuperar a un muchacho perdido.
— Nunca se me hubiera ocurrido mirarlo de ese modo — dije-. Aunque debo reconocer que tus razones son tan validas o más que las mías, ya que las mías carecen por completo de consistencia. De todos modos, dudo que poner bombas o secuestrar empresarios resuelva el problema.
Jamás he intentado resolver ningún problema — puntualizó con absoluta naturalidad-. Hagolo que hago porque me apetece.
— Curioso — dije-. Y decepcionante. Esperaba enfrentarme a un brutal terrorista con la mente repleta de confusas ideologías, y resulta que me encuentro sentada frente a un pobre hombre que lo único que intenta es culpar a los demás de lo que tan sólo fue culpa suya.
— He matado a gente por mucho menos que eso — murmuró.
— También yo — le hice notar-. Pero no vas a matarme. Primero, porque estarías firmando tu propia condena, y segundo y principal porque en el fondo te gusta que te diga cosas que nadie m s se atreve a decir.
Al hablarle de aquel modo no estaba intentando provocarle. Ni tan siquiera hacerle daño. Buscaba, aunque pueda sonar extraño, afianzar nuestra relación, puesto que desde el primer momento tuve muy claro que un hombre como Martell jamás me dejaría marchar sin haberse tomado cumplida revancha. Acababa de derrotarle de forma espectacular en el primer asalto, y su ego, no ya masculino, sino de simple ser humano que considera que le han sorprendido a traición, le exigiría humillarme de la misma forma que yo le estaba humillando en aquellos momentos.
Imagino que se sentía como el Gran Maestro que de pronto se sienta a jugar con un aficionado que le da jaque mate en diez movimientos y lo único que desea es volver a colocar las piezas para comenzar una nueva partida y dejar las cosas en su sitio.
Y a ningún Gran Maestro se le ocurriría la idea de pegarle un tiro a su rival sin habérsele comido antes el alfil, la torre, la reina y el hígado.
¡Qué ira sentía!
Yo palpaba esa ira, pero estaba convencida de que en el fondo no estaba furioso conmigo, sino consigo mismo. Hubiera querido estrangularme, pero estrangularme intelectualmente, y lo único que tenía que hacer era permitirle abrigar la esperanza de que podría conseguirlo.
Quiero suponer, aunque tal vez se trate de una simple presunción, que le sabía a cuerno quemado que una muchachita que casi podía ser su hija le hubiese puesto a los pies de los caballos con un sencillo par de capotazos.
— De modo que también has matado gente. -musitó al fin-. ¿Cuánta gente?
— Demasiada.
— ¿Y qué sientes al hacerlo?
— Nada — reconocí-. Al principio resultaba excitante, pero ya no. Hace poco he leído un estudio según el cual esos chicos que se lanzan desde los puentes con una soga atada a los pies se vuelven en cierto modo adictos al peligro. La adrenalina que liberan en el momento de caer les produce un placer tan incontrolable que cada vez necesitan lanzarse desde una altura mayor porque saber que se están jugando la vida les vuelve locos. Pero de pronto un día, y sin que ellos mismos sepan la razón, pierden el interés. A mí me ha pasado algo semejante.
— Sin embargo estás ahora aquí, jugándote la vida.
— Tal vez — admití. Pero también es posible que me haya lanzado desde el puente más alto, y lo que venga a continuación no me divierta.
Le molestó oírme decir eso puesto que venía a significar que daba por concluida una partida, que para él acababa de comenzar. Y no parecía dispuesto a consentirlo.
Mi larga relación con Martell se basó en dos pilares de idéntica firmeza: una sincera amistad, y una profunda rivalidad.
Como a Manolete y Arruza o a Dominguín y Ordóñez, nos unía la admiración, el afecto y unas ciertas dosis de odio. Si alguien llega a leer esto sin estar habituado a la tensión emanada del hecho de que de una forma inconsciente sabes que estás siempre en peligro, tal vez no consiga entender con total nitidez las razones de nuestro comportamiento, pero el tiempo me ha enseñado que quienes elegimos vivir en el filo de la navaja acabamos por perder la noción de las proporciones para pasar a convertirnos en una especie de paranoicos que contemplan el mundo que les rodea a través de un prisma que todo lo distorsiona.